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Mil doscientas treinta y cinco madres

11 de Mayo de 2025
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Mil doscientas treinta y cinco madres

Mil doscientas treinta y cinco madres han venido y ninguna me arropó mejor que la mía

y ninguna me ha leído un titular de los periódicos futuros mejor que la mía

y ninguna fotografió, mejor que la mía, las piernas de todos los lienzos del Museo del Prado.

 

A veces me tropiezo tras caerme,

me predigo cuánto habré de sospechar del suelo los minutos siguientes a que me levante y a dónde irán mis alucinaciones cuando Dios se sepa entre ellas.

Ahora sólo sirvo para sentarme al borde de mi tumba y comerme una lata de sardinas.

 

Me preocupaba el vacío —enterramos a los muertos para protegerlos del aire—.

Me preocupaba pensar lo que no podría traducirse.

Me preocupaban los besos que se ponen de rodillas cuando amenaza tormenta

y he temblado soportando el liderazgo de la espada que no se empuña con la duda.

Me preocupaban las legañas matutinas fácilmente sobornables, los atardeceres de las guerras homéricas y que nunca supe cuál es el propósito de mi aburrimiento.

Me preocupaba, incluso, el sabor a miel que dejan las langostas en la playa nada más enterrarse.

He pasado tres noches preocupándome por el árbol de Navidad en el que cuelgan todos los hijos no deseados de las madres solteras como un precioso escalofrío entre las ingles, como una eternidad desesperada que encuentra en un mortal sus vacaciones.

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