Mis defectos son sabios como necias mis virtudes y mis virtudes son tantas que mis grandes defectos pasan desapercibidos.
Yo soy un hombre presumido: presumo de ser, presumo de ser un hombre y presumo de ser un hombre presumido.
Soy más humano que los ancianos que escriben cartas de amor a las recién nacidas.
Soy más humano que el resto de la humanidad, pues me equivoco más que ella.
Y soy implacable cuando quiero equivocarme: imagino eternamente durante quince segundos a la ternura como un inmenso obelisco.
Domino el arte del silencio surgido al contemplar a un hombre libre.
Domino la corteza de pan que se come su miga cada vez que se aburre.
Y soy ejemplo de inocencia despistada: al igual que la verdad, casi nunca respondo por mi nombre.
No me arrepiento de haber aprendido aquello que después olvidaría.
No me arrepiento de que llegara un momento en el que comprendiera que todo lo que hasta entonces hubiese comprendido no habría de servirme en adelante.
Y una vez al mes tengo un día del que, de acordarme, trataría de olvidarlo como olvido a menudo la identidad, el día de mi santo, del último en sentarse en mis rodillas;
como olvido a menudo el día de mi santo; como olvido a menudo los santos de cualquiera.
No me arrepiento de que mis pulgares oculten un secreto, una playa bajo el mar, esa primera gota que cae del cielo cinco minutos antes de que llueva.
Yo comparto todos mis secretos cuando estrecho la mano y obsequio, en ese instante, las pestañas caídas de todas las jirafas.
Me arrepiento de morderme las uñas desde antes de que me gestaran.
Me arrepiento de robar con trece años un reloj bajo la luna llena.
Me arrepiento de creer que el Estado alguna vez se ha preocupado por mi vida.
Si tanto digo arrepentirme, tanto o más me gusta demostrarlo.
Hago mi camino y veo cómo las piedras aceleran su ritmo para ponerse a mi altura
—cada uno es lo que es después de lo que ha visto y se batió con el coraje de querer interpretarlo—.
Opino con vehemencia y así, como poco, doy a entender que valoro lo que pienso.
Pero no soy político, no digo lo que opino con palabras de otros.
Soy poeta como consecuencia de haber tenido que aprender a convivir con mis propias obsesiones.
Pero no me arrepiento de aprender a besar en compañía, de colgar a mi médico de cabecera en la percha del armario de los hombres crueles ni de sacar a pasear mi enfado en una silla de ruedas, pues subo mejor las cuestas cuando estoy enfadado
—si dos españoles se enfadan, no se enfrentan dos razones sino dos prejuicios—.
Y no me arrepiento de rodearme con las heces de multitud de poetas cuando barren,
a menudo, el fondo de sus bocas.
A todos he leído apenas lo que escriben
y en todos he podido reencontrarme con el día de mi nacimiento.
Ninguna frase es sabia por venir de un hombre sabio.
Sólo es sabio el 'verso idea' como una espada francesa del siglo dieciocho, con la que tardas dos minutos en percatarte de que la has tenido dentro.
Sólo es sabio el 'verso forma' como tratar de seducir al lector por la manera en que lo hieres.
Y sólo es sabio el 'verso imagen' si te saca de ti mismo sin sacarte del poema.

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