Llega un momento en la vida de toda persona en que tiene que decidir entre ceder ante las presiones sociales y morderse la lengua para ser aceptada o decidir que le importa una mierda que dejen de invitarte a quedar o te traten como a una loca por decir lo que piensas.Veréis, yo nunca me he mordido mucho la lengua. De pequeña me encantaba hablar de política. Sólo con la edad empiezas a sentir la presión social para ser una ciudadana conformista. Porque molestas. Molestas cuando hablas a la gente de los niños esclavos que han fabricado la camiseta que llevan o cuando le comentas a tu amigo que esa hamburguesa que se come cuesta una buena porción del Amazonas. Molestas cuando evidencias injusticias, y mucho. Y entonces tienes que hacer concesiones para que tus amigos no dejen de hablarte.Por eso las feministas molestamos tanto. Y todas nos hemos tenido que morder la lengua porque está muy mal visto hablar de feminismo o patriarcado. El machismo es algo que siempre he observado y criticado. Pero es cierto que ha habido momentos en que me he contenido. Nos han enseñado a “respetar”, a no significarnos. Así que cuando mis amigos se empeñaban en hablarme de denuncias falsas por mucho que les enseñara el informe de CGPJ sobre el reducido porcentaje de denuncias falsas que existen para los delitos de género en comparación al resto de delitos del código penal me mordía la lengua. ¿Qué más podía hacer? Les había enseñado los datos y ellos seguían sin verlo. Pero no podían ser machistas, porque eran de izquierdas, hablaban de igualdad, condenaban el racismo o la homofobia. ¡Ilusa! También me mordía la lengua al principio, cuando contaban chistes machistas. Les concedía el beneficio de la duda, con la esperanza de que un día por fin escucharan mis argumentos y empezaran a entender. Pero, sobre todo callaba porque eran mis amigos, porque presuponía que ellos me respetaban, me costaba concebir que no lo hicieran y me sentía como si yo les estuviera invadiendo su espacio. En realidad era a la inversa. No quería dinamitar nuestra amistad, no quería romperla por una disputa que me parecía absurda, porque en realidad siempre he sido más o menos capaz de mantener amistad con personas con opiniones distintas a las mías, siempre que hubiera respeto. Pero esto no es una mera cuestión de opinión. No estamos hablando de si el color lila es más bonito que el azul. Estamos hablando de que yo opino que merezco los mismos derechos que los hombres y ellos son incapaces de ver que no los tengo. Estamos hablando, en fin, de evidenciar una injusticia.Me he mordido la lengua siempre para no provocarlos, pero empecé a darme cuenta de que cada vez que callaba y me achantaba ellos se crecían. Mis argumentos no servían de nada. Comenzaron a hacerme bromas más soeces e insistentes, a hacer comentarios y alusiones continuas. No valoraban ni mi amistad ni mi opinión, era la única e inevitable conclusión. No servía de nada que yo intentara ser conciliadora porque hiciera lo que hiciera al final respondía a alguna de las provocaciones y entonces me señalaban como la polémica, la agresiva. Ahí llegó mi punto de no retorno. Parecía que era una cansina, una pesada, porque estaba todo el rato hablando de machismo y señalando actitudes que eran machistas y que, por tanto, atacaban mis derechos. Pues permitid que os diga que resulta mucho más pesado para nosotras tener que estar continuamente señalando cuestiones evidentes, tener que sonreír ante bromas pesadas, cruzarnos de piernas en el metro, dejar que los hombres nos expliquen cosas que conocemos de sobra, que nos llamen “bonita” o aludan en un entorno laboral a nuestra apariencia física en lugar de nuestra capacidad intelectual… y muchas, muchísimas cosas más que tenemos que aguantaros a los buenistas que “ni machismo ni feminismo, igualdad”.Porque la cuestión es que señalamos todas las injusticias porque existen, están ahí. Dejar de nombrarlas no hace que el problema desaparezca. Y las feministas no somos las malas por evidenciarlas, porque son cuestiones que nosotras no hemos provocado, pero cuyas consecuencias sufrimos. El punto de no retorno es decidir que me importa una mierda si molesto con mis comentarios, porque si mis comentarios molestan es que están dando en la diana. Que le vamos a hacer, unos cuantos amigos menos en Facebook me parece un mal menor.Pasar por un proceso de cambio social no es fácil. No creo que los abolicionistas fueran aplaudidos por decirle a sus coetáneos “oye, sacar negocio con la esclavitud es contrario a la dignidad humana”.No es fácil, pero es necesario. Es necesario seguir hablando de las injusticias, intentar no rendirse ante la presión del status quo. Y es un trabajo en equipo. Yo también soy conformista a veces. También necesito que alguien me diga que algo es injusto si no lo veo. Es algo que tenemos que definir entre todos. Lo que no podemos hacer es ceder ante esas presiones.He aquí mi declaración de intenciones como feminista: mientras sigan muriendo mujeres por ser mujeres, ya sea a manos de sus parejas, ex parejas, o desconocidos; mientras sigamos sufriendo violaciones o siendo explotadas laboralmente, por nombrar solo algunas de las opresiones sufridas, seguiré hablando de ello hasta que cambie. Si a alguien no le gusta oírlo es que es parte del problema. Son muchísimas cosas las que hay por cambiar y mucho lo que tenemos por construir para derribar las desigualdades y consolidar una sociedad equitativa. Las cosas pequeñas, esos elementos que llamamos micromachismos, son los más difíciles de combatir, los más arraigados en nosotros, la raíz del problema. Porque, parafraseando un artículo que ya escribí sobre la violencia de género: puede que no todos matéis pero todos, en algún momento de vuestras vidas, habéis actuado como instrumento de un sistema opresor.Hablo de feminismo, pero esto es aplicable a cualquier injusticia. De las frases inspiradoras de Gandhi una de mis favoritas es aquella que dice: lo peor de la gente mala es el silencio de la gente buena.
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