¡Cuando sale la masa yo me quedo en casa! Y más viendo en televisión las riadas de personas deambulando juntas, en manada, con el mismo objetivo de estar, ver, consumir y hacer lo que es de rigor en determinados momentos del año establecidos por la tradición o creados por los medios. Y no hay fechas tan señaladas como las navidades en las que la gente siente la llamada telúrica que la incita a salir a la calle a mezclarse y convertirse en masa, sin importar los empujones que conlleva circular por las mismas calles y plazas, que no haya sitio donde ubicarse en los locales, o esperar lo indecible para tomar un pincho y una caña que cuando al fin te lo sirven se te han pasado las ganas. O soportar colas eternas para comprar, ver el encendido de las luces navideñas o adquirir un décimo de lotería en la administración donde la ciencia infusa dicta que es donde más toca. ¿Tradición o sinsentido?
Dificultades, agobios, apretones y cansancio que quiebran el sentido de disfrutar con calma y sin ahogos de aquello a lo que se asiste, que no parece importar a las miles y miles de personas que cumplen con el ritual de la llamada comunión fática, cuyo sentido no es intercambiar información de valor significativo, sino sentir que se forma parte de un grupo en el que te reconoces compartiendo las mismas emociones y sentimientos que genera la convocatoria. Sin pensar que la comunión fática difumina la identidad convertida en un átomo de la masa en la que se integran.
Masa que, según la definió premonitoriamente Nietzsche en el siglo XIX, es el resultado de la homogeneización y anomización de la humanidad propia de la cultura de la sociedad moderna occidental. Masa, aventuró, que busca la seguridad en la uniformidad emocional que conduce a la mediocrización de la cultura, opuesto a la creación y la innovación. En la misma línea en la <<La Rebelión de las masas>> (1930), Ortega y Gasset expuso el concepto de <<hombre-masa>> caracterizado por su superficialidad con respecto a los acontecimientos de la vida, porque no siente la necesidad de reflexionar sobre su lugar en el presente ni asume responsabilidades. Por eso, apunta Ortega, las masas se vuelven conformistas y egoístas.
Es el signo de los tiempos que una masa de personas, ¿una amplia mayoría social?, quiera hacer lo mismo en el momento y días precisos, por el miedo inconsciente a perderse algo, a desaparecer de la escena —el llamado efecto FOMO (Fear of misig out)—, que arrastra a cumplir con los rituales prefijados, si no quieres quedarte fuera de juego y ser tildado de rancio. En la sociedad de las prisas resulta imposible —como la sombra que generamos— librarse de formar parte de la masa cuando, por ejemplo, hay que coger el metro, el autobús o el coche en horas determinadas para llegar al trabajo o volver a casa. A la fuerza ahorcan.
Distinto es sumarse con alegría a las riadas humanas azuzado por la tradición, las redes sociales y la publicidad cuyos mensajes marcan los hitos insoslayables de obligado cumplimiento, si se quiere estar a la última y ser una persona vivida y con conversación; arrostrando el desasosiego que pueda suponer. Perversión que nos hace olvidar que no se puede atender a todo, y que el mero estar en un determinado evento o lugar no es sinónimo de felicidad. Y menos, si el coste es la presión de compartir con decenas de miles de personas espacios y obras artísticas cuya belleza y valor cultural se banaliza y pierde sabor. Nada se puede apreciar con premura, en medio de pisotones, achuchones o comentarios vacuos que encharcan los oídos.
De ahí que antes de decidir sumarse a la masa sea imprescindible reflexionar para darse cuenta y recordar que es uno mismo quien define lo que es como persona, que nunca viene determinado por donde estamos, lo que tenemos, ni lo que vemos o dejamos de ver. Y asumir que la paciencia y el temple son esenciales si aceptamos ser parte de la masa: aunque sea por un rato.