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Ni aunque se vuelvan gorrinos

31 de Agosto de 2024
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Ni aunque se vuelvan gorrinos

Gabriel García Márquez decía que la vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla. Es posible que el maestro tenga razón y las cosas no fueran así, o no exactamente así, pero uno recuerda que cuando era más joven, allá por los años sesenta y setenta, y vivía en un pueblo, el mentiroso o mentirosa de turno solo podía engañar una vez a unos pocos, muy pocos, vecinos, porque éstos, siguiendo su instinto solidario, algo que ya casi se ha perdido, daban la voz de alarma entre el vecindario, señalando al mentiroso y a su mentira. De esa manera, alertaban, ponían en guardia a sus posibles víctimas, y al mentiroso o al estafador no le quedaba otra que desaparecer, poner tierra de por medio. Los engaños de los forasteros eran más difíciles de detectar porque nadie les conocía y, además, sus artimañas, sus trucos, eran  mucho más elaborados, más refinados que los de los mentirosos autóctonos. Pero también acababan por saberse sus trampas y engaños, y no se tardaba mucho en tomar las medidas oportunas para protegerse de esos indeseables. No hace falta decir que una vez comprobado y confirmado como tal, el mentiroso, o la mentirosa, perdida para siempre su credibilidad, se le registraba en la memoria de cada  vecino y vecina del pueblo, y ya nadie, nunca más volvía a confiar en él. El mentiroso no tenía posibilidad de rehabilitación alguna, la gente jamás volvía a creer en él.  ¡No te quiero ni aunque te vuelvas gorrino! oí que le gritaba un vecino a otro que, al parecer, le había engañado. Una frase lapidaria, terrible, definitiva, uno de los peores insultos que conozco del  castellano que, como todos sabemos, es una lengua muy rica en insultos. Una frase rotunda  que dejaba bien claro que no solo no volvería a confiar jamás en esa persona, sino que tampoco le mostraría el menor aprecio, la más mínima consideración, ni aunque se convirtiera en algo tan sumamente apetecible, tan deseable, tan atrayente y seductor como un gorrino.

Otro tanto que con los mentirosos, pasaba con los ladrones. En aquellos años, los sesenta y setenta, la mayoría de las casas del pueblo, al menos las de los barrios obreros, solo se cerraban al caer la noche, el resto del día estaban abiertas de par en par. En esa época, cuando hacía los recados o los “mandados”, como decían en el pueblo, ordenados por mis padres, y también por algunos vecinos y vecinas que tenían autoridad para  enviarnos a hacer cualquier recado, pasaba a las casas donde tenía que llevar o traer lo que fuera, o bien dar un mensaje o recibirlo, las recorría habitación por habitación, desde la puerta de la calle hasta el corral, llamando al dueño o a la dueña que muchas veces no estaba. En ese caso  tenía que volver más tarde, porque el mandado había que hacerlo sin excusa alguna. Y lo mismo que yo entraba en las casas, lo hacía el resto de la gente y nunca, o casi nunca, nadie había echado en falta nada. Bien es verdad que había poco de valor que robar porque eran casas de trabajadores, pero siempre había alguna cosa, algún recuerdo de familia que podía tener algo de valor, pero aún así nadie entraba con intención de robar nada. Nadie, o casi nadie, robaba nada porque jamás podría lucirlo en público, y más temprano que tarde, acabaría descubriéndose al ladrón. La gente vivía en sociedad, eran una familia de familias, y todo acababa por saberse. Y si al mentiroso todo el pueblo le daba la espalda, le hacía el vacío, al ladrón se le reservaba un castigo todavía peor, como era la exclusión, el repudio, el aborrecimiento por parte de todo el pueblo. La gente solía actuar así, solidariamente, guiada por esa frase antes tan vigente, y ahora ya tan en desuso, prácticamente olvidada de: “hoy por tí, mañana por mí”.

Ahora, de una manera incomprensible, sobre todo entre nuestra clase política (la política y la mentira siempre se han llevado muy bien) y salvo honrosas excepciones, se dedica, sobre todo la actual oposición, a la elaboración de mentiras y bulos al por mayor. Y lo peor es que se toleran, cuando no se aplauden y jalean, todas las mentiras habidas y por haber, no importa la gravedad, el calibre, la peligrosidad de éstas, siempre y cuando, eso sí, las mentiras vengan del partido al que hemos votado, a cuyos dirigentes, insensatamente,  perdonamos todo sin darnos cuenta que esas mentiras se volverán, de hecho ya se están volviendo, contra todos nosotros. Dice Javier Cercas que “la mentira es la mejor herramienta de dominación conocida, y lo primero que busca el poder – cualquier poder – es dominar, porque esa es la forma de asegurar su perduración”.

Por desgracia hemos perdido casi definitivamente aquel instintivo rechazo a la mentira, aquella repulsión, el natural desprecio, cuando no aborrecimiento, hacia la falsedad, el engaño y la calumnia que ahora se ha enseñoreado de la política, convirtiéndose desde hace ya mucho tiempo, demasiado, en algo inseparable, consustancial de ella. Y no parece que la cosa vaya a cambiar porque no solo no nos repelen las mentiras sino que tendemos a creer que éstas, cuando cuando son proferidas por los “nuestros” nos benefician, cuando es, naturalmente, todo lo contrario porque eso indica, sin ningún género de duda, que ha llegado al poder una clase de gente muy peligrosa para el conjunto de la sociedad, para todos nosotros. Deja muy claro que ha llegado al poder una gente sin ningún tipo de freno, mesura, escrúpulo ni miramiento alguno; que manejan con total desparpajo, con total destreza y desenvoltura la mentira, que usan y abusan de ella sin límite alguno para conseguir su objetivo de dominar y mantenerse en el poder todo el tiempo que puedan. Cada vez vemos más asentada la mentira en nuestra sociedad porque cada vez hay menos coraje para rechazarla de forma enérgica, decidida, rápida y contundente, como se rechaza un cuerpo extraño, tóxico, que acabamos de ingerir. En vez de rechazar las mentiras sin excepción, nos las tragamos enteras pensando que hacemos bien ayudando a los “nuestros. Cuantas veces no hemos callado vergonzosamente, o nos hemos defendido atacando con ese “y tú más”, cuando nos han recordado alguna mentira o bulo de algún dirigente de nuestro partido. Cuando deberíamos haberlo criticado igualmente porque la mentira es un veneno, un ácido que corroe la sociedad, venga la mentira, el bulo, de donde venga, y lo diga quien lo diga. Pero hemos optado por la desidia, por la cobardía, por la ley del silencio, por mirar para otro lado, por hacer dejación de nuestro deber de ciudadanos cuando miente descaradamente cualquier dirigente de nuestro partido. Pero por desgracia solo nos duelen las mentiras que profieren los adversarios políticos, entonces sí que nos espabilarnos como a la gallina que le dan la pimienta, y nos rasgamos las vestiduras y ponemos el grito en el cielo. A ese grado de cinismo, de hipocresía, de desvergüenza hemos llegado.

Como mentir sale gratis y se gana mucho con ello, los políticos sin escrúpulos, sin decencia ni vergüenza alguna, se han lanzado a mentir descaradamente. Quizás sea Donald Trump el mayor exponente de esta piara de políticos, todos ellos  mentirosos compulsivos, mentirosos patólogicos, podría decirse, que han traído esta pandemia de neoliberalismo, bien adobado de populismo, que nos asuela. Donald Trump es, actualmente, el hombre que miente con una soltura, un descaro y un cinismo nunca antes visto. Según The Washington Post, Trump, el peligroso perturbado que opta por segunda vez a ser presidente  de los Estados Unidos, soltó 30.573 mentiras en su primer mandato. Pero podían haber sido trescientas mil o tres millones de mentiras, que no hubiera pasado nada.

Aquí, al igual que en los EEUU, no faltan políticos mentirosos a los que se les aplaude y jalea pidiéndoles más mentiras, más bulos, más maledicencias, más calumnias, más insultos, cuanto más viles, más abyectos, más rastreros y miserables, mejor. Entre los políticos de aquí, del terreno, que practican habitualmente la mentira con gran soltura y desparpajo, sobresale por méritos propios Isabel Díaz Ayuso, una alumna aventajada de Trump, que ha hecho de la mentira, del bulo, del insulto, de la sinvergonzonería, su razón de ser y de estar. En una sociedad avanzada, personajes tan miserables, tan despreciables como ella, no deberían haber pasado de llevar la cuenta de Twitter, ahora X, de Pecas, el perro de Esperanza Aguirre, y eso como mucho. Pero gracias a nuestra temeraria querencia, a nuestra insensata atracción por la mentira, esta aplicada discípula de Donald Trump, preside por segunda vez la Comunidad de Madrid. Habría que recordar a sus votantes que no deberían jugar con algo tan extremadamente peligroso como es la mentira, una bomba capaz de hacer saltar todo por los aires. Ojo que podemos perder la libertad a manos de la mentira. Nada menos.

Hace ya casi un siglo que la historiadora y filósofa alemana Hannah Arendt dejó escrito esto: “Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada. Un pueblo que ya no puede distinguir entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal. Y un pueblo así, privado del poder de pensar y juzgar, está, sin saberlo ni quererlo, completamente sometido al imperio de la mentira. Con gente así, puedes hacer lo que quieras”.

Si, como dice Gabriel Rufián, “la verdad ya importa poco” podemos darnos por jodidos.

 

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