De niño me creí por un momento inteligente

Aaron García Peña
16 de Noviembre de 2024
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Fotografía clásica de Cartier Bresson


De niño me creí por un momento inteligente,
uno de esos niños viejísimos de los cementerios.
Llegué a ser el más pequeño de quienes ya vivían, insignificante como una oruga de origen bilbaíno.
Después crecí y crecí hasta salirme de la cama en una escena de Buero Vallejo.
Ya me sabía buena persona antes de aprender a atarme los zapatos
y el echarme de menos se había convertido
en la primera de las muchas aficiones de mi vida.

Sonreí por primera vez en un kiosco de prensa,
entre cintas VHS, periódicos que apenas existieron y un brasero que provocó en mi madre más de treinta y cinco quemaduras.
Mi primera habilidad fue cazar lagartijas sin romperles el rabo;
montar en bicicleta de pie, con una sola mano, la segunda.
Padecí de juventud muy pronto y con siete años sentí la ancianidad —los españoles asumimos los defectos muy temprano—.
Cuando era niño comprendí que mis conclusiones no servían para nada.
Ahora, a punto de cumplir cuarenta y cuatro años, incluso tanta duda resulta todavía más improductiva.
Hoy temo, sobre todo, la vejez: recuerdo tras recuerdo de ambas cosas.

Mi padre abandonó a mi madre tras dejarla embarazada y mis tíos cuidaron de mí como quien sopla una bandera aunque haya viento —agujero negro que habrían de pasear por toda España antes de devolvérselo al espacio—.
Y acompañé a mi abuela a todos los planetas que limpiaba,
a todas las figuras nocturnas del Museo de Cera con las que pude descifrar mis propios miedos,
a las oficinas de los abogados donde el carbón de los escritorios superaba con creces al de la caldera,
a los peldaños de los edificios donde conocí la importancia de borrar algunos rastros de mi paso por la vida
y a la sede de una farmacéutica en la que jugaba con supositorios mientras se oía a alguien cantar 'bingo' al otro lado del tabique.
Pasaba las semanas de Torrejón a Hortaleza y de Hortaleza al barrio de la Estrella comprendiendo que no había árbol que, tras la poda, restara valor a la palabra 'sacrificio'
y que no había arbusto frondoso que no se sintiera amenazado.

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