Allá por 1994 fuicooperante en la ciudad de Goma, una población fronteriza entre el Congo deMobutu y la Ruanda del horror. En la orilla sur del Lago Kivu, colaborabagestionando los medicamentos que se utilizaban en Mugunga, un campo derefugiados hutu huidos de la guerra. Cuando llevaba poco más de un mes allá,vino a visitarnos la presidenta de la ONG con la que trabajaba y nos invitó acenar en el único restaurante de la ciudad. Aquel lugar era un mundo aparte,ajeno a lo que sucedía a su alrededor. O quizás no tanto, porque cuando abrimosla carta comprobamos con sorpresa cómo el precio la botella de agua mineral eramuy superior al del vino. Así es el lado miserable del ser humano, siempredispuesto a hacer negocio de la necesidad. Un caso que podrá parecer extremo aalgunos cándidos, pero coherente con lo que se enseña en las escuelas denegocio, eso de que el precio de un producto nada que ver con sus costes deproducción, sino que se calcula por el que las personas están dispuestas apagar.
Me ha vuelto de nuevo ala memoria aquella anécdota de hace más de veinticinco años en unas fechas comolas actuales, en las que una mascarilla de un solo uso se está vendiendo a diezveces su antiguo precio o los geles hidroalcohólicos al triple de lo quecostaban. Y cuando me refiero a antiguo aludo al de hace apenas un par de meseso tres, cuando para los expertos de este país, la COVID-19 no era más que unacosita mala que le había entrado a un chino al jamarse un murciélago.
El tráfico, perdón, elmercado de todo lo relacionado con la protección frente a la pandemia, ha caídoen manos de intermediarios oscuros, de buitres que se alimentan de la angustiaproducida por el fallecimiento de más de veinte mil personas tan solo en España,cerca de doscientas mil en el mundo entero. Y todavía hay quien ataca algobierno, y lo acusa de intervencionista y estatalizador, de ir contra lalibertad de las personas, por tratar de poner orden en ese auténtico desmadre yevitar que los más vulnerables vuelvan a ser los que se perjudiquen una vez másfrente a la pandemia, como si ya de por sí no lo estuvieran, en nombre de unconcepto de libertad retorcido, impuesto por quienes solo entienden de la suya.
Mientras sucede esto,converso con mi jefa en la Universidad y con mis colegas del grupo deinvestigación acerca de las paradojas que nos muestra la COVID-19, de suscuriosas características como enfermedad, mucho más grave en su segunda fase,tras la infección vírica temprana, cuando se desata la llamada “tormenta decitoquinas” en personas con sistemas inmunitarios potentes.
Muchos de los ensayosclínicos que se están realizando ahora para encontrar medicamentos capaces dereducir la mortalidad del virus, señala María, prueban fármacos que inhibennuestro sistema inmunitario, nuestras propias células defensivas. Como afirmaElena de una manera tan lúcida, la humanidad se está defendiendo de su propiosistema inmunitario. Es como si, y utilizo sus propias palabras, nosotrosfuésemos nuestro peor enemigo. Y parece que sí, que algo de lo que éramosconscientes en lo socio- político han acabado por asimilarlo nuestras propiasinterleuquinas, las células mensajeras que envían nuestros glóbulos blancos paraluchar contra la enfermedad.
Mi jefa, Martha,colombiana de nacimiento, rememoró luego la época en la que en su país deorigen se conformaron las autodefensas para que el pueblo se defendiera de unasfuerzas militares corruptas por el narcotráfico. Y continuó con su reflexión,con su metáfora, haciéndonos ver que la alteración de nuestros mensajeroscelulares defensivos que provoca la COVID-19 parece mostrarnos que el problemadel mundo está en ellos, en los mensajeros, en los comunicadores. Que el papelde la información que recoge la “prensa celular” es el de crear “falsasnoticias” que hacen que unos sistemas reaccionen frente a otros, que violentennuestros organismos y provoquen la “muerte social”. Y que luchar contra losmoduladores celulares tiene una enorme similitud con la necesidad que comosociedad tenemos de erradicar los bulos de personas que solo buscan nuestramuerte social para imponer sus nocivos intereses.
El mundo se ha dislocado,y la COVID-19 no es más que la consecuencia de un modo de vida que ha alterado nuestrosistema inmunológico hasta darle la vuelta como una tortilla. El cambioclimático y la contaminación son los responsables de alergias y enfermedadesrespiratorias que han trastornado nuestras defensas naturales por el estrésmedioambiental al que ha sometido al planeta el modelo productivo, y que hahecho que nuestro cuerpo se reconozca a sí mismo como su mayor enemigo.
Encontrar un medicamentoque palie la enfermedad, que atenúe nuestro sistema inmune solo será un parchea largo plazo, por muchas vidas que ojalá salve. Porque no soluciona las causasprofundas de lo que sucede y nos abocará a nuevos ataques cada vez más graves,porque cada vez seremos más vulnerables.
Siento decírselo a losnegacionistas de todo menos de su bolsillo, pero cuanto antes aceptemos que esnuestro modo de vida el causante de la pandemia, antes podremos dar respuesta alos males que padecemos. El precio de la mascarilla y la enfermedad como alfa yomega de un círculo vicioso del que no nos sacará ninguna medida exclusivamenteclínica. Ya lo dijo Bob Dylan hace casi sesenta años: la respuesta está en elviento.