Mi ciudad amanece abraza a la niebla, hay un aliento de dragón que no acaba y que se enreda obstinadamente a los huesos de los árboles. Los Reyes Magos me han traído libros, los últimos estertores de una gripe y el deseo de comenzar un año nuevo repleto de proyectos delirantes. Es posible que todo lo que ansío se quede en humo o en ceniza enamorada dentro de mi cabeza, pero son días para pedir y comprar y volver a pedir y devorar los deseos dejando a un lado la razón, como si mañana estuviésemos todos muertos, sepultados bajo la lengua del turrón y los langostinos.Con los años uno va perdiendo la ilusión por las navidades porque el espíritu infantil ha echado a volar. En su lugar solo queda el resquemor o el cinismo, esa sabiduría oscura que empezamos a cultivar en cuanto disponemos de tarjeta de crédito y un trabajo mal pagado.Pero los niños están ilusionados, todavía creen en la buena estrella y la magia, aún son seres inocentes y confiados que viven con alegría la noche mágica de los Reyes, su cabalgata previa en las calles. Así haga frío, llueva, caigan los pétalos de la nieve sobre sus mejillas sonrosadas, ellos están ahí, al pie de las aceras, custodiando la magia que ha de llegar a lomos del viento o de un tractor, bajo la forma de hombres y mujeres que se visten de personajes de cuento y danzan ante sus ojos asombrados y sacan de detrás de sus gorros de lana un puñado de caramelos al tiempo que les preguntan: ¿Te has portado bien, pequeñín?Y el niño dice sí, extasiado ante aquella imagen que ha salido de la pantalla de sus sueños para rozar su pelo, tocar sus hombros, pellizcar sus carillos. Sí, repite el niño y la luz se abre en su mirada y comienzan a llegar las carrozas, esos Reyes legendarios que vienen de otro país, de otra esfera que no cabe entre las manos. Y el niño señala al Rey negro y ríe, señala al Rey blanco y ríe, señala al Rey de rizos castaños y ríe. Y se pone a pensar en cómo aquellos tres viejos podrán llegar a su casa sin ser vistos, trepar por el balcón con esas vestimentas tan incómodas, sin que se les caiga la corona al patio de luces de su vecina, cargados a la espalda con todos los juguetes que ha pedido en su lista y que su madre arrojó al buzón hace apenas unos días.Entre aquellas líneas escritas con una ortografía espantosa, habría juguetes, un móvil, juegos de mesa, el deseo de que su hermana creciera rápido para que él pudiera coger sus cosas y ocupar su habitación. Sin embargo, se olvidó de firmar la carta, se olvidó de pedir el deseo más importante: pedir vida.Tampoco la niña que fue asesinada junto a su madre la madrugada del día de Reyes en Esplugues de Llobregat se acordó de pedir vida en su lista de deseos. La imagino el día de antes aplaudiendo la llegada de los Reyes en la cabalgata con sus manitas enguantadas, mordiendo aún su chupete. La imagino durmiendo pronto porque de lo contrario los Reyes no podrían trepar por su balcón, acercarse a su cunita y soplarle toda la magia que le había prometido su madre.Pero tampoco su madre, cuando le escribió la carta a los Reyes, se acordó de apuntar vida.Y mientras miles de niños despegaban sus párpados, saltaban de sus camas enloquecidos y destapaban sus regalos, esa niña era metida en una bolsa, transportada en una camilla y llevada a un coche fúnebre en completo silencio.Puede que ahora estén las dos cogidas de la mano, madre e hija dentro del frío, diciendo muy alto: No me traigas más muerte. Nunca más la muerte para nosotras y nuestros hijos.Nunca más.Nunca.
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