Hace ya veinte años que un ensayo de Christopher Browning que llevaba por título "Aquellos hombres grises" me dejó muy inquieto ante los dilemas morales que, desgraciadamente, nuestros congéneres plantean con demasiada asiduidad y que obligan necesariamente a optar por una decisión que puede acarrear graves consecuencias. Browning, profesor de Historia entrevistaba a una serie de supervivientes del Batallón 101 compuesto por reservistas alemanes y que había participado en las matanzas de población judía en el este de Europa entre 1941 y 1943. Es lo que posteriormente se conoció como el "Holocausto de las balas". Durante los juicios posteriores a la guerra muchos alemanes se excusaron en las órdenes recibidas para justificar su participación en el exterminio de civiles indefensos. Lo que me llamaba la atención del libro es que el comandante del batallón llamado Trapp un policía profesional de 53 años y al que evidentemente por su actitud no agradaba la misión, hizo una oferta extraordinaria: si alguno de los soldados no se veía con ánimos para realizar la tarea podía dar un paso al frente y sería eximido de la misma. Sin castigo. Solo una docena de hombres de los 500 que componían la unidad aceptaron de modo instintivo la propuesta de Trapp si bien posteriormente otros mas se les unieron aunque nunca alcanzaron un tercio del batallón. Es de recalcar que el asesinato que los soldados iban a perpetrar implicaba no el anonimato del gas de los campos de exterminio, sino la relación directa con la víctima desarmada a la que iban a disparar en la nuca.
Estudios posteriores a la guerra, incluso experimentales como los de Zimbardo( 1971) en la cárcel de Stanford acerca de la influencia del ambiente y los roles sociales en los comportamientos violentos o los de Milgram (1963) sobre la inclinación de los individuos para obedecer a una autoridad aunque sus demandas sean claramente inmorales, confirmaron que el comportamiento de los sodados germanos era el habitual. Siempre se repetían las conductas y las actitudes del Batallón 101, es decir, unos pocos sujetos se resistían y cuestionaban los mandatos y la mayoría los acataban por muy disparatados que fuesen. Peor todavía, unos cuantos se transformaban en seguidores entusiastas de las ordenes exhibiendo comportamientos verdaderamente sádicos y brutales. Muchos factores se han invocado para explicar que honrados ciudadanos se conviertan en censores, espías, delatores o asesinos: la solidaridad grupal, la tendencia de los humanos como seres gregarios a obedecer a una autoridad, la emocionalidad desatada que impide el pensamiento crítico o las ideologías que deshumanizan y criminalizan a los estigmatizados por el grupo.
Sin alcanzar nunca el grado de maldad y dramatismo de los periodos bélicos, nos hemos enfrentado en estos últimos años a demasiadas situaciones en las cuales la obediencia debida al grupo obligaba a prácticas que no eran ni correctas, ni justas ni éticas. El ejemplo más claro tuvo lugar durante la pandemia: la asfixiante presión grupal para cumplir una serie de medidas manifiestamente absurdas. Algunos personajes como Feijoo intentaron imponer una vacunación obligatoria, Macron casi que retiraba la condición de ciudadanos a quien no se inoculara prometiendo hacerles la vida imposible, Trudeau no dudaba en vulnerar derechos y solicitar poderes de emergencia para vacunar obligatoriamente a los empleados públicos, Draghi abrió la puerta a la inyección forzosa en Italia y suma y sigue. Y como en el Batallón 101 muchos ciudadanos ejemplares se transmutaron en forofos vigilantes jurados de los críticos. Si hubiesen podido, sin duda nos habrían encerrado en guetos o algo peor.
¿ Y si finalmente se hubiese impuesto una vacunación por ley ? Me pregunto sobre lo que hubiese hecho. En aquella época era como un soldado del Batallón 101 a las órdenes de Trapp. Es decir, sufría la presión social pero todavía gozaba de la oportunidad de negarme. Pero ante una medida legal es mucho más difícil resistirse. Siempre critiqué a Ada Colau cuando dijo que se disponía a desobedecer las leyes que no le pareciesen justas. Consideré que aquello era una aberración porque ella no era nadie para decir lo que era justo y lo que no. Tras la pandemia y como una más de las múltiples secuelas que sufro (por la actitud de las autoridades, no por el virus) ya no lo tengo tan claro. Los gobiernos bien pueden enloquecer (el israelí) o actuar por intereses torcidos ( la Comisión europea por poner un ejemplo cercano pero hay muchos actualmente) o ambas cosas a la vez,(el norteamericano dirigido por alguien con demencia) e intentar legislar de modo inmoral. ¿Qué hacemos entonces? ¿Desobedecer?¿Cómo resistirse? Nadie quiere transformarse en el protagonista de "El enemigo del pueblo", en una especie de Dr.Stockmann de la obra de teatro de Henrik Ibsen. Se publicó en 1882 pero no puede ser más actual. Pensemos en el tratado de pandemias o en las monedas digitales. Estamos en riesgo grave de sufrir, y mucho, con la obediencia debida.