La razón por la que debemos estar convencidos de imponer límites a la datificación no es solo por las muchas maneras en que los datos se pueden usar para dañarnos, también es porque perdemos algo precioso cuando nos convertimos en información, independientemente de cómo se utilice esta. En el mismo momento que se crean los datos, se cruza una línea. "Olvido" es su palabra para aquello que se encuentra al otro lado.
El olvido es un reino de potencial y ambigüedad. Es fluido, informe y opaco. Un secreto es un desconocido que se puede llegar a conocer. El olvido, por el contrario, es incognoscible: contiene aquellas variedades de experiencia humana que son "esencialmente resistentes a la articulación y al descubrimiento". También es un lugar más allá del "control deliberado y racional", donde nos perdemos o, mejor dicho, "nos deshacemos". El sexo y el sueño son dos de sus ejemplos. Ambos nos llevan a las "regiones inexplicables del yo", esas profundidades en que nuestro ego se disuelve y sobre las cuales es difícil hablar en términos definidos. La intimidad física es difícil de expresar con palabras: "La experiencia se desinfla con la descripción", y pasa lo mismo notoriamente con los sueños que tenemos mientras dormimos, que luchamos por narrar, o incluso recordar, al despertar. Sin embargo, el olvido es frágil.
Cuando entra en contacto con la información, desaparece. Es por eso por lo que necesitamos privacidad: es la barrera protectora que mantiene el olvido fuera de peligro de la información. Esta protección asegura que "uno realmente pueda entrar en el olvido de tanto en tanto, y que este formará una parte fiablemente disponible de la estructura de la misma sociedad". Pero ¿por qué necesitamos entrar al olvido de tanto en tanto, y de qué nos sirve? Hay una larga lista de respuestas: Una es que el olvido es reparador: nos deshacemos para volvernos a unir. (El sueño es un buen ejemplo; sin una suspensión nocturna de nuestras facultades racionales, nos volvemos locos). Otra es la noción de que el olvido es una parte integral de la posibilidad de la evolución personal.
El principal interés en la vida es convertirse en alguien diferente de quien eras al principio. Para hacerlo, sin embargo, has de creer que el futuro puede ser diferente del pasado, una creencia que se torna más difícil de sostener cuando uno está asediado por la información, ya que la documentación obsesiva de la vida la hace "más fija, más factual", con menos ambigüedad y potencialidad vivificante. El olvido, al reservar un espacio para el olvido, ofrece un refugio de este "exceso de memoria" y, por lo tanto, un punto de vista desde donde imaginar futuros alternativos. El olvido también es esencial para la dignidad humana. Precisamente porque no podemos ser completamente conocidos, no podemos ser completamente instrumentalizados. Immanuel Kant nos instó a tratar a los otros como fines en sí mismos, no meramente como medios.
Nuestras oscuridades son justamente aquello que nos dota de un sentido de valor que excede nuestra utilidad. Esto, a su vez, nos ayuda a asegurar que la vida valga la pena vivirla y que nuestros semejantes son dignos de nuestra confianza. "No puede haber confianza de ningún tipo sin algunos límites al conocimiento". Cuando confiamos en alguien, lo hacemos en ausencia de información: los padres que rastrean el paradero de sus hijos a través del GPS no confían en ellos, por definición. Y, sin confianza, no solo nuestras relaciones se vuelven vacías; también lo hacen nuestras instituciones sociales y cívicas. Esto es lo que hace del olvido un bien personal y público. En su ausencia, "una política igualitaria y pluralista" es imposible. Freud y sus seguidores tienen una presencia mínima en "El derecho al olvido", a pesar de que el olvido tiene una semejanza obvia con el inconsciente y que, al intentar teorizarlo, se enfrenta a un dilema psicoanalítico familiar: ¿cómo razonar sobre las partes irracionales de nosotros mismos?
El psicoanálisis surgió por primera vez a finales del siglo XIX, en paralelo con la idea de la privacidad. Este fue un período en que se redibujó el límite entre lo que es público y lo que es privado, a causa de las fuerzas dislocalizadoras de lo que los historiadores llaman la Segunda Revolución Industrial.
La urbanización sacó a los trabajadores del campo y los concentró en las ciudades, mientras que la producción en masa significó que podían comprar (en lugar de fabricar) la mayoría de lo que necesitaban. Estos desarrollos debilitaron la institución de la familia, que perdió la primacía a medida que las personas huían de las redes de parentesco rurales y la producción de las necesidades de la vida se trasladaba del hogar a la fábrica. En respuesta, apareció una nueva libertad. Por primera vez, la identidad personal se convirtió en un problema y un proyecto para los individuos. Si no tenías a tu familia para decirte quién eras, habías de averiguarlo tú mismo.
El psicoanálisis ayudó a los modernos a dar sentido a esta pregunta y a intentar llegar a una respuesta. Más de un siglo después, parece que la situación es diferente. Si una etapa anterior del capitalismo estableció las bases materiales para una nueva experiencia de individualidad, parece que la etapa actual está produciendo lo contrario. En las tabernas, teatros y salones de baile, los habitantes de las ciudades de la segunda revolución industrial crearon una cultura de experimentación social y sexual. Los jóvenes de hoy están solos y sin sexo. Al menos parte de la razón es la conectividad permanente que transmite la sensación de que: el tiempo y la atención de uno, es decir, la vida de uno, no son del todo propios.
La ciudad modernista prometía anonimato, reinvención. Internet no ofrece estos placeres. Aún más, es como un pueblo: un lugar donde tu identidad es fija. En línea, somos la suma de lo que hemos buscado, clicado, gustado y comprado. Pero hay futuros más allá de los predichos a través de extrapolaciones estadísticas del presente. De hecho, el pasado está lleno de la llegada de estos futuros: aquellos rincones ciegos donde ninguna cantidad de información podía decirte lo que venía. La historia tiene la costumbre de humillar a sus participantes. En algún lugar de sus extraños ritmos se halla la faena de toda una vida de hacer una vida propia.