Como era de esperar, ha pasado sin pena ni gloria la noticia de dos mujeres que se suicidaron en Barcelona horas antes de procederse a su desahucio judicial por impago de alquiler de su vivienda.
Los medios generalistas han tratado la nueva como un suceso trágico sin mayor repercusión social. Tampoco se han registrado pronunciamientos al respecto de nadie con mayor o menor relieve público de responsabilidad política a cualquier escala territorial, ya sea local, autonómica o estatal. El silencio resulta especialmente significativo en el mutis de personajes señeros situados a la izquierda del cotarro ideológico.
Una vez más, el consenso tácito neoliberal ha funcionado a plena satisfacción del régimen. Resulta obvio y evidente que dos mujeres que se matan por cuestiones sociales graves no tienen cabida en los discursos hegemónicos ni tan siquiera en los alternativos más o menos rebeldes o disidentes con el estatus vigente.
La situación no es de extrañar. Los marcos de referencia de Lakoff siguen funcionando a las mil maravillas a favor de las clases corporativas. Suicidio, desahucio y vivienda son temas tabú para la dirigencia empresarial, mediática y política de España. Este conglomerado de derechas, incluso de izquierda nominal antaño denominada socialdemocracia, impone los temas aceptables de discusión. Debatir de otra cosa entraña ser etiquetado como radical o antisistema (de extrema izquierda, of course).
Hablar de vivienda social huele a lucha de clases, es decir, destila aroma a viejo y putrefacto. Si además, el asunto va ligado a desahucio y suicidio el suceso ya sobrepasa cualquier límite pensable de la ventana de la sensatez ideada por Overton.
Vivienda solo rima bien con okupación, situación marginal magnificada por los medios de comunicación para meter miedo a la mal llamada clase media de pequeños propietarios o aspirantes a escalar en su capacidad adquisitiva inestable y festiva del consumismo banal de nuestros días. Ese miedo inoculado a base de reportajes en vivo sacados fuera de contexto es un caldo de cultivo excelente para sugerir soluciones fascistas o parafascistas de populismo barato. Véase la Europa actual y el incremento del trumpismo generalizado en casi todo Occidente y países satélites del extrarradio de la globalización.
La comida, la salud, la educación, el transporte colectivo, un trabajo digno y un techo para vivir son, o deberían ser, derechos fundamentales de toda persona. Sin embargo, son aspectos tan esenciales de una buena vida que el capitalismo privatiza precisamente porque son básicos para cualquier individuo humano. Al ser tan necesarios para la supervivencia, el neoliberalismo sabe que otorgan plusvalías extraordinariamente altas. Capitalizar lo imprescindible para vivir siempre rinde pingües beneficios económicos a sus promotores empresariales.
Algunas cifras para despertar del sueño neoliberal
En España hay alrededor de 10 millones de personas encuadradas en esos epígrafes sociológicos tan flexibles tales como en riesgo de exclusión social, por debajo del límite del umbral de la pobreza o en términos más coloquiales que su final de mes llega días antes del calendario colgado en la pared de su inseguridad e insuficiencia económicas.
Añadamos a la cifra anterior, la estimación de unas 30.000 personas sin hogar.
Podemos completar esta radiografía social con los más de 3,5 millones de pisos vacíos y un parque superior a 2,5 millones de viviendas infrautilizadas o de uso ocasional o temporal.
Hay viviendas deshabitadas y existe una impreriosa necesidad de techo. Está claro que la mano negra del capitalismo y le ley espuria de la oferta y la demanda no se ponen de acuerdo en esta vital relación de urgencia social.
Sobre los desahucios, que siempre son datos oscilantes, señalar que siguen a buen ritmo: no bajan de 100 al día.
Y acerca del drama del suicidio, como se representa al dar cuenta de este tipo de hechos luctuosos tan de crónica negra tremendista, las frías estadísticas dicen que desde 2019 a 2023, unas 20.000 personas han levantado la mano sobre sí mismas o se han quitado o ausentado de la vida, eufemismos más o menos poéticos del suicidio puro y duro.
El suicido es la primera causa de muerte no natural de España. Da motivos para pensar, ¿no?
Sobre las causas que llevan al suicido no hay investigaciones serias que ofrezcan un panorama mínimo para poder extraer conclusiones siquiera sea de modo provisional.
No obstante, tampoco hace falta ser un lumbreras para pensar que la persona suicida, así a botepronto y siguiendo algunas tentativas de comprensión psicológica, no encuentra salida a su situación existencial, no ve futuro alguno para seguir adelante, se halla sin dinero y su autoestima a buen seguro debe estar por los suelos o soterrada en visiones de túnel asfixiantes: solo se ve el problema acuciante que ocupa todo el ser de su persona acuciado por deudas inasumibles y aislamiento social severo.
Al parecer se sucidan el doble de hombres que mujeres y el prototipo de persona suicida sería un varón con edad comprendida entre los 40 y los 65 años.
El mensaje que subyace a un desahucio por vivienda es que si cliente no paga, que cliente se muera. O mejor, que se mate. La necesidad imperiosa de vivienda hará que nuevos clientes se agolpen a la puerta de entrada de piso que se ha quedado vacío de vida.
Ni los desahucios molan ni tampoco las casi 40.000 personas palestinas asesinadas en Gaza por el sionismo israelí.
No son temas políticos aceptables o sensatos porque ponen en entredicho los contenidos de clase dominantes. La ventana de Overton y los marcos de referencia de Lakoff se elaboran cada día en los medios de comunicación afines al sistema neoliberal. Eso sí, con la connivencia de las fuerzas de izquierda asociadas al consenso de la OTAN o del bipartidismo patrio en el caso de España.
Salirse de la venta overtoniana significa convertirse de facto en radical o antisistema. De izquierdas, por supuesto. Los fascismos varios ya van entrando en la ventanita de marras gracias al pragmatismo conservador y a los distintos progresismos enamorados de las formas democráticas de la apariencia legalista. La ultraderecha nunca pone ni pondrá en solfa los privilegios de la casta dominante ni el sistema capitalista que le ofrece amparo ideológico.
Lo dicho, si no pagas el alquiler, o te mueres o te tiras por la ventana de Overton. Lo tienes fácil.