El lenguaje es lo que tiene. Es el instrumento de comunicación por excelencia, y puede ser también todo lo contrario. Las palabras tienen un potencial devastador, mucho más que cualquier arma, por destructiva que sea. Un arma puede matar a una, a cien, a mil personas. Una palabra influye cada día en las vidas de millones y no deja de hacerlo nunca. Por eso hay que mimarlas, cuidarlas y usarlas con esmero.Las mujeres tenemos una larga historia de uso del lenguaje en nuestra contra. Tan larga como la humanidad. Y no digo esto por decir, lo digo partiendo de la base de que la propia especie humana usa para identificarse la palabra “hombre”. Y, a partir de ahí hemos sido invisibles tantas veces porque nadie nos nombraba, que muchos nombres se han perdido en la memoria para siempre.Han sido muchas las científicas, artistas o escritoras que, pese a tener talento y calidad a raudales, no merecieron el reconocimiento en su tiempo debido a las circunstancias, pero tampoco lo han tenido ahora, en una época en que se supone que no existen trabas para que exista. Algunas tuvieron que disfrazarse literalmente de hombre para acceder a cosas que a los varones ni se les cuestionaba, como la educación. Otras hubieron de disfrazar de hombre su obra, adoptando un pseudónimo masculino -o cuanto menos ambiguo- para que se las tomara en serio. Hubo a quienes se les negó un premio o una distinción por el mero hecho de ser mujeres, incluso teniendo que soportar que fuera un hombre quien se adjudicara el mérito. Y hay otras de las que nuca sabremos nada, porque quedaron olvidados para siempre sus logros porque nadie las nombró.Lo que no se nombra no existe. Por eso nuestra presencia en el lenguaje ha sido siempre invisibilizada en el masculino genérico, ése que todavía hay quien defiende a capa y espada por el solo hecho de que siempre se hizo así. Como si una injusticia tomara carta de naturaleza por ser muchas veces repetida.Pero hoy en día, cuando ya se supone que hemos roto muchas de esas barreras aunque todavía luchemos por romper otras tantas, surgen otras allá donde nadie se esperaba. O sí. Son las palabras prohibidas, ésas que parece que producen urticaria con solo utilizarlas aunque de su contenido nadie dude, o finja no dudar. Y es que cuando de igualdad de género se trata, parece que al umbral de la tolerancia gramática se le pone la piel tan fina que cualquier cosa hace levantar ampollas.Tal vez la muestra más evidente de esas palabras prohibidas es el término “feminismo”. Aunque su significado en el Diccionario de la Real Academia es claro, se cuestiona constantemente, hasta el punto de vetar su uso en determinados ámbitos. No daré datos, pero sé de situaciones en que a la ponente de una conferencia o un curso se le ha deslizado eso de “tú da tu ponencia tal cual, pero no uses el termino feminismo ni mucho menos digas que eres feminista”. Juro que es cierto. Ha pasado, y más de una vez. Y no solo eso. Hay famosas, famosillas y famosuelas que eluden deliberamente definirse como tales, incluso cuando el contenido de su mensaje es indudablemente feminista. Y hasta, en el escalón siguiente, las hay que dicen que no son feministas ni machistas, sino que son personas, como si el “personismo” fuera una especie de tertium genus en el que se encuadran quienes no son machistas ni feministas -me pregunto cómo podemos ser feministas sin ser personas-. O las que, en el colmo de la inspiración, se definen como “igualistas”, como si el feminismo fuera otra cosa que la búsqueda de la igualdad.Volviendo a la RAE, la misma define el feminismo como el “principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre”, o el movimiento que lucha por la realización efectiva de ello. Así pues, no solo no debería ser ningún problema definirse como “feminista” sino que el problema lo debería tener quien no se considerara tal. Porque no hacerlo sería tanto como negar uno de los derechos fundamentales que recoge nuestra norma suprema, la Constitución, esa con la que muchos se llenan la boca tantas veces.Ya se ha dicho muchas veces que el primero de los errores -¿o tal vez manipulación?- sea contraponer “feminismo” a “machismo” cuando no se trata de términos antagónicos ni mucho menos equiparables. Al hacerlo así, se crea una línea imaginaria donde hay dos extremos -y los extremos siempre son negativos- y un centro, como si se tratara de un punto de equilibrio donde está la virtud. Y esto, sencillamente, no se puede mantener. Porque si el machismo es la idea de la preponderancia del hombre y el feminismo es la igualdad, ¿cuál sería ese centro teóricamente “virtuoso”? ¿defender que las mujeres son iguales que los hombres pero solo un poco? ¿Verdad que resullta absurdo? Pues a ese absurdo es al que nos acaba dirigendo esa dicotomía machismo/feminismo que muchos se empeñan en seguir defendiendo. Y si alguien duda, baste comprobar que, con nuestra legislación, una asociación que tuviera entre sus fines el machismo siempre sería ilegal, mientras que nunca lo sería una asociación feminista.Pongamos un ejemplo con otros activismos que defienden la igualdad. A nadie se le ocurre contraponer a personas que defienden los derechos del colectivo LGTBI con personas homófobas. ¿Alguien se imagina a la misma famosilla de turno diciendo “no soy defensora de los derechos de los homosexuales ni homófoba, soy persona”? ¿o “no soy antirracista ni racista, soy igualista”?. El solo planteamiento en estos términos suena ridículo. Pero, por desgracia, cuando de igualdad de género se trata, parece que las cosas que tan claras están dejan de estarlo. Y por eso se evita el término “feminista”, no vaya a ser que alguien se sienta ofendido. Y volvemos al punto de partida. Lo que no se nombra no existe. O, lo que es peor, se le coloca un epíteto negativo y ofensivo como pocos, el de “feminazi”, que relaciona el feminismo con la doctrina más repugnante de la historia, el nazismo. Y de nuevo se empela el lenguaje como arma destructora.Pero en los últimos tiempos, en que parece que se van ganando batallas en la lucha por la igualdad, otros vocablos corren la misma suerte, y producen el efecto de provocar ictericia en quien los usa. Si se habla de “perspectiva de género” parece que se está mentando al mismísimo diablo. Aunque en muchos casos se emplee esa misma perspectivas en resoluciones muy celebradas pero sin aludir a esas palabras, que parecen erizar el vello. Aplicar la perspectiva de género no es otra cosa que tener en cuenta la situación de mayor vulnerabilidad de un colectivo, las mujeres, en determinados momentos o aspectos, como ocurre con la violencia de género. Y dicho así no debería espantar a nadie sino más bien lo contrario, espantar a quien no lo tenga en cuenta.Pero aquí entra otra de esas expresiones que, aunque de uso aceptado, no siempre asume lo que hay. Siempre surge alguien que, haciendo lo que cree un ingenioso juego de palabras, afirma sin rubor lo de “la violencia no tiene género”, adornándolo además con referencias a la maldad humana. Curiosamente, estas mismas personas no tendrían ningún empacho en usar el término “agresión racista” cuando las víctimas han sido agredidas por razón de su etnia. Si se les ocurriera decir que, en un ataque de unos neonazis a una persona negra, no había racismo sino maldad humana, nadie lo tomaría en serio. Y menos aún lo tomaría si dijera que “la violencia no tiene raza”. Y otro tanto cabe decir de cualquier ataque a otra persona por su religión, orientación sexual o cualquier otra circunstancia, parafraseando de nuevo la Constitución.A estas palabras se han unido otras. Hablar del “patriarcado” convierte a quien usa el término en una especie de diablo – o mejor, diablesa- con cuernos y rabo para determinados sectores. Y más aún si se habla de “justicia patriarcal”, por más que a mí personalmente no me gusta el término por lo que implica de generalización. En mi opinión, es la sociedad la que responde a unos roles y estereotipos que todavía se asientan en un modelo patriarcal, y la justicia, en todo caso, forma parte de esa sociedad. Pero entiendo y asumo el uso del término sin que se me pongan los pelos verdes. Faltaría más.Seguro que existen más términos estigmatizados, o prohibidos en determinados discursos como si estuviéramos jugando al “Tabú”, pero queden estos como muestra de lo que todavía nos queda por trabajar con el lenguaje.Ojalá la lista se fuera reduciendo hasta quedar en nada. Sería la medida de un lenguaje que avance para ser cada vez más iguales.. Y, cómo no, para que nombrando las cosas, pasen a existir y ser tenidas en cuenta.
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