Los desplazamientos forzosos de poblaciones bajo régimen de ocupación constituyen un crimen de guerra. Pueden ustedes consultar este enlace (en inglés). Históricamente, esos movimientos de población pueden obedecer tanto a un conflicto bélico como a una decisión administrativa de la potencia ocupante. Casos históricos especiales son, por ejemplo, los provocados por la conquista rusa del Cáucaso. Esta epopeya sangrienta está bien documentada y dice mucho del espíritu de la época que uno de sus testigos, el poeta Pushkin, relatase sin rubor el curso de los hechos. Sin ir más lejos, Abjasia perdió la mayor parte de su población, que al día de hoy no ha recuperado.
En los Estados Unidos padecieron ese calvario las poblaciones originarias, muy en especial los cherokees, que no solo hubieron de abandonar sus tierras ancestrales en Georgia para terminar en Oklahoma —algo que todavía hoy se llama el Camino de las Lágrimas—, sino también todo intento de formar parte del común de la nación. Esto último, aunque inicialmente aceptado, terminó frustrado, pese a que la tribu se consideraba "civilizada" según los cánones de la época en los Estados Unidos.
Ya en Europa, el crimen más conocido y comentado es el genocidio armenio, consecuencia de la Gran Guerra, producido por el desplazamiento de sus poblaciones hasta Oriente Medio.
Por aquella época, y al consolidarse la URSS, algunas etnias nómadas pasaron a ser asentadas en pueblos y ciudades. La más conocida por su sufrimiento fue la de los kirguises. Se calcula que las víctimas del experimento superaron el 30% de la población.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el éxodo de once millones de alemanes del Este hacia la República Federal se considera una de las crisis humanitarias más graves de la historia. Ello trajo consigo la creación de la UNRWA, Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados.
Un efecto colateral de la guerra de Vietnam fue el colapso de Camboya y su trágico final a manos de Pol Pot, uno de los dictadores más extremos de la historia. Su intento de trasladar a la población urbana al campo se saldó con un porcentaje de bajas cercano al 50% del país.
Cabría imaginar que, después de este cuadro de angustia y sufrimiento, el Estado de Israel mostrase cierto reparo a la hora de desplazar forzosamente a la población de Gaza. No solo porque lo prohíbe la legislación internacional, positiva y consuetudinaria, sino porque su misma piedad así lo exige. El Deuteronomio (10,19) afirma: "Amarás al extranjero, pues tú fuiste extranjero en tierra de Egipto". Además, el relato de su huida da nombre al desplazamiento de población por excelencia: el Éxodo. No parece, sin embargo, que esa sea la lógica de la conducta israelí. Netanyahu ha justificado sus acciones invocando la campaña contra Amalek, en la que Yahvé ordenó matar todo lo vivo en aquella tierra —hombres, mujeres y niños, e incluso animales domésticos—. Que tal fuese el mandato bíblico en aquella ocasión no justifica que un Estado pueda cometer crímenes de guerra, salvo que rechace su condición de Estado para pasar a ser lo que sus enemigos aseguran: una entidad sionista.
Recordemos: los palestinos son la población original e Israel es una potencia ocupante, obligada a tratarlos según las leyes del derecho humanitario, en especial la Cuarta Convención de Ginebra. No se trata, por tanto, de leyes de la guerra, pues los palestinos no son un ejército.
La respuesta occidental al continuado crimen de guerra de Israel —hambrear a la población civil e incluso disparar a quienes se acercan a puntos de comida— no parece conmover a nuestras élites. Al contrario, los Estados Unidos han sancionado a los jueces del Tribunal Penal Internacional que han citado a Netanyahu y Smotrich, e incluso han sancionado a Francesca Albanese, relatora para Palestina de las Naciones Unidas. En Europa, dejando aparte la negativa de Alemania a exportar armas a Israel, y las declaraciones de Francia, Alemania e Inglaterra sobre el reconocimiento de Palestina como Estado —precedidas, por una vez, por la española—, así como el lanzamiento en paracaídas de doce toneladas de comida sobre Gaza (excelente iniciativa española), poco más se ha hecho.
Starmer ha añadido que tratará de convencer a Netanyahu para que no ocupe Gaza. Por su parte, el embajador estadounidense ante Israel, Mike Huckabee, ha publicado un tuit en el que critica a Starmer por no entender que el actual genocidio palestino es "como el bombardeo de Dresde", sin el cual, según él, hoy Inglaterra hablaría alemán. Es desolador que una persona tan relevante como el Sr. Huckabee tenga tal ignorancia de lo que fue la Segunda Guerra Mundial. Dresde no pasa de ser un acto de venganza contra un país que ya había perdido la guerra. Y si los ingleses no hablan alemán es porque el Ejército Rojo llegó hasta Berlín. Ese mismo Ejército que hoy, paradójicamente, parece ser considerado la mayor amenaza para la paz y la seguridad del continente europeo.
En cuanto a la UE, ni está ni se la espera. No sabe qué decir ni qué hacer, ni siquiera tocar el acuerdo preferencial que nos liga a Israel. En fin, no parece entenderse lo que los romanos dijeron hace mucho: Tempora mutantur et nos mutamur in illis ("Los tiempos cambian y nosotros cambiamos con ellos").
Lo que Occidente debe a Alemania es extraordinario: desde Gutenberg hasta Heisenberg y Schrödinger, pasando por Lutero, Kant y Marx, su aportación es decisiva. Pero en la década de 1930, Alemania provocó un evento que puede considerarse la mayor catástrofe de la humanidad: la muerte de ochenta millones de personas, la mayoría civiles, entre ellos seis millones de judíos.
Con los Estados Unidos ocurre algo semejante. El país que nos libró de nosotros mismos en 1945; que acogió a lo mejor de Europa que huía de la barbarie nazi; que nos dio el teléfono, el coche, la televisión, el cine, la energía atómica y una literatura y un cine de referencia; se está viniendo abajo en un derrumbe que nos interpela y aturde. Una desgracia a la que no sabemos cómo hacer frente y que contemplamos envilecidos, cobardes y sumisos... hasta que sus ruinas nos entierren también a nosotros.