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Paradojas en Lanzarote

07 de Agosto de 2021
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¡Qué ocurrencia! Coger un vuelo a Canarias mientras el planeta sigue aturdido en una nebulosa espesa, cuando los índices de agorafobia, depresión y ansiedad de una buena parte de la sociedad paralizada por el pánico resultan escandalosos.

Lanzarote quedó pendiente antes de echar la persiana al mundo, así que ahora que se puede y el miedo no nos ata, toca desempolvar maletas y hacer unos trámites extra para poder salir, supuestos certificados para calmar la conciencia de quienes tienen que dejarte subir al avión.

Y aquí la primera paradoja, si para sacar tarjetas de embarque y facturar equipaje es imprescindible presentar certificados antes de subir al avión, ¿Para qué nos lo vuelven a pedir al llegar a la isla en un vuelo directo? Sólo veo 2 opciones: Descartar que no seas un polizón o que piensen que el avión atraviesa un túnel del tiempo donde puedes contagiarte en un momento inexistente.

No contentos con eso, los canarios te reciben con ese acento maravilloso y esa sonrisa que te vuelve a pedir los papelitos de turno a la hora de darte la llave de tu habitación en el hotel.

Ahora sí, empieza el viaje en la isla de tierras negras, casas blancas y salpicada de verde. Increíblemente cuidada, con palmeras ordenadas y rotondas decoradas que te invitan a darles alguna vuelta de más, como la de los camellos antes de entrar en el Parque de Timanfaya.

Hemos descubierto el gofio y pescados cuya existencia desconocíamos. Pedir aquí unos nuggets o una hamburguesa sólo tiene perdón si eres niña. Nuestro allioli aquí fue un parto de trillizos y sale acompañado siempre con el mojo verde y el rojo, así que tiene mucho más peligro la “sucaeta” con el pan, si no quieres darle un susto a tu báscula al volver. Las patatas cambian su nombre por el de papas, en llano, como los del “California dreaming”  y los vinos aquí son criados en hoyos excavados en tierra volcánica.

En la era del código QR, todavía hay paradojas como la de tener que imprimir la hoja de confirmación en el hotel para poder hacer la ruta en camello. Delante nuestro, una pareja tuvo que dar media vuelta porque sus móviles no eran suficiente demostración del pago de la misma. Por suerte, pudimos sentirnos sin problemas pajes de los Reyes Magos, pero aquí el tórrido desierto se transformó en una montaña negra donde el viento te invitaba a taparte. Con un bamboleo lento y seguro, los camellos transitaban su excalectric particular, pacíficos, tranquilos, obviando el ser observados y fotografiados cual rareza para los urbanitas que los tocábamos y apreciábamos como seres exóticos. Nunca había estado tan cerca de una camella y sus ojos gigantes me cautivaron.

Otra incongruencia vivida fue la de sentirnos como Astérix en la Galia, en este caso, estábamos rodeados de clanes de franceses que deambulaban por las instalaciones del hotel en grupos familiares y de amigos con las mascarillas de adorno mientras en Francia se exigían unas medidas de seguridad que aquí obviaban. Los pobres camareros del hotel se transformados en monitores de comedor teniendo que recordar las normas, y no creo que su nómina reflejara todo el trabajo extra de “cuidadores”.

Queda pendiente compartiros lugares que merecían ser protagonistas de otra crónica, así que para última paradoja, llegar al aeropuerto de Valencia y que nadie te pidiera nada. Debe ser que el vuelo de regreso se desviaba en el agujero negro de la ida.

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