Hace años, la Segunda República era el experimento fallido y la Transición el modelo exitoso de democracia. Ahora, la visión dominante es justo la contraria. Pero, más allá de las oscilaciones de péndulo, importa darse cuenta de que ambos periodos presentan llamativas similitudes.
Se ha repetido mucho, con ironía, que después de 1975 salieron demócratas hasta de debajo de las piedras. Algo similar sucedió tras el advenimiento de la República en 1931: muchos antiguos monárquicos se pasaron al nuevo régimen e ingresaron en partidos de todo el espectro político. Hasta el presidente de la república, Alcalá-Zamora, era uno de ellos.
Unos, como Ossorio y Gallardo, que se proclamaba “monárquico sin rey al servicio de la república”, estaban decepcionados con Alfonso XIII por traicionar el constitucionalismo. Otros creían que la del antiguo soberano era una causa perdida y que lucharían con más eficacia por los valores conservadores dentro de partidos republicanos. Miguel Maura, por ejemplo, expresó con tremenda claridad los imperativos de este pragmatismo forzado: “El problema que se nos planteaba era el siguiente: la monarquía se había suicidado, y por lo tanto, o nos incorporábamos a la revolución naciente para defender desde dentro de ella los principios conservadores legítimos o dejábamos el campo libre en peligrosa exclusiva, a las izquierdas y a las agrupaciones obreras”.
A su vez, el periódico Ahora justificó su cambio de fidelidad por una cuestión de coherencia. Había apoyado a la monarquía, hasta el fin, desde la convicción de que servía para mantener un régimen de orden y respeto a la Ley, en el que las diferencias se dirimieran con votos, no por la violencia. Ahora, esos mismos motivos explicaban el apoyo a la República. Todos debían ayudarla, en aquellos momentos difíciles, por el bien de España. El antiguo monarquismo del periódico constituía la mejor garantía de su lealtad a la nueva forma de gobierno, a la que no regatería colaboración y aliento si cumplía con la misión de mantener la estabilidad.
Los nuevos republicanos, como no podía ser menos, fueron objeto de mofa. Crisol publicó una caricatura en la que se veía un rostro sonriente con una corona, que representaba a un monárquico antes del 14 de abril. Pero, si se miraba el dibujo al revés, lo que se veía era un hombre que lucía un gorro frigio. Era exactamente la misma persona, solo que después del cambio de régimen. A su vez, el periodista Luis de Oteyza critica duramente a los supuestos republicanos de toda la vida, la típica gente que siempre se apuntaba a caballo ganador: “Una verdadera multitud hízose republicana, y no así sencillamente, ¡con efecto retroactivo!”.
Los partidos republicanos necesitaban con urgencia nuevos efectivos, faltos como estaban de militantes y cuadros en sus organizaciones locales, con frecuencia muy exiguas. Se dio así la paradoja de que los antiguos políticos monárquicos, con su dilatada experiencia, resultaran esenciales para la consolidación de las fuerzas que habían traído el cambio político.
Otra cuestión polémica fue lo que ahora denominaríamos “política de la memoria”. Al igual que en la actual democracia española se ha planteado qué hacer respecto al franquismo, en la Segunda República se debatió en torno al pasado monárquico. ¿Había que pedir o no responsabilidades por la instauración, en 1923, de la dictadura primorriverista? ¿Merecía Alfonso XIII que se lo sometiera a juicio? Para Ortega y Gasset, España, si deseaba tomar el camino del progreso, debía dejar de mirar a la historia reciente: “Desde el primer día he protestado contra el carácter que se daba a la República manteniéndola con la cara vuelta hacia atrás, ocupada en castigar los abusos del pasado”.
El Parlamento quiso demostrar la corrupción de Alfonso XIII, sin demasiado éxito. El conde de Romanones, en un brillante discurso, defendió al antiguo monarca, en un gesto que, al margen de lo que se piense de sus argumentos, tiene el valor de nadar contracorriente en un ambiente hostil. Romanones se centró en la falta de garantías jurídicas y en las contradicciones de los argumentos republicanos. Azaña, por el contrario, remarcó que lo que estaba en marcha era un proceso político. Desde esta óptica, los diputados debían votar el Acta de Acusación sin detenerse en escrúpulos legalistas.
La memoria histórica, como acabamos de ver, despertaba todo menos el consenso. Vayamos ahora a un último punto: la cuestión de la violencia. Se habla de la que hubo en la Transición pero el caso es la República tampoco fue una balsa de aceita. Muy pronto, los trabajadores descubrieron que un cambio político no implicaba necesariamente que las cosas cambiaran. Cuando estalló la huelga de la Telefónica, el gobierno reaccionó con la declaración del estado de guerra en Sevilla. La policía, al igual que en los tiempos del pistolerismo barcelonés, asesinó a cuatro detenidos a los que aplicó la “ley de fugas”. Como ha señalado Pablo Alcántara, la Ley de Defensa de la República daba cobertura legal a la actuación de la policía y al empleo de la represión contra las protestas. Los cuerpos de seguridad de la monarquía no experimentaron ninguna depuración. Aunque la Guardia de Asalto había sido recién creada, se puso al frente de la misma a un militar conservador, Agustín Muñoz Grandes, el mismo que algunos años más tarde sería prominente franquista y jefe de la División Azul. Por otro lado, existía una brigada destinada a combatir el anarquismo. La integraban agentes de clara ideología monárquica.
Algo similar sucedía en otras esferas del Estado. Por ejemplo, en la burocracia. Aunque los altos cargos eran hombres de probada lealtad republicana, no podía decirse lo mismo de los pequeños funcionarios. Muchos de ellos, nostálgicos de la monarquía, se dedicaron a sabotear como pudieron las reformas del nuevo régimen. Nadie intentó llevar a cambo una depuración que eliminara este Caballo de Troya.
En cuanto al ejército, es cierto que se tomaron medidas contra algunos generales monárquicos que se habían distinguido por su compromiso con la dictadura de Primo de Rivera, aunque con pobres resultados. Severiano Martínez Anido, el artífice de la brutal represión contra los sindicatos en la Barcelona de los años veinte, fue condenado a veinticuatro años de cárcel. Sin embargo, se libró de ir a la cárcel porque se encontraba en el extranjero. Otros sí ingresaron en prisión, pero salieron libres con la amnistía que hizo aprobar la derecha en 1934.
Para los anarquistas, la lección que impartían los acontecimientos estaba clara: la República burguesa no se diferenciaba de la monarquía en sus políticas represivas. ¿No les recuerda eso a los que ahora dicen que la actual democracia y el franquismo son la misma cosa?