Daniel Orozco

Paranoia colectiva y manipulación informativa: una mirada psicoanalítica al origen del COVID-19

20 de Abril de 2025
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Paranoia colectiva y manipulación informativa: una mirada psicoanalítica al origen del COVID-19

Del “bulo” a la versión oficial: cómo el relato sobre el origen del virus ha oscilado entre la negación y la sospecha, generando efectos psicológicos que aún perduran. Un análisis crítico sobre la narrativa del poder, la angustia colectiva y la necesidad de sostener una ética subjetiva frente a lo Real.

En los primeros meses de la pandemia de COVID-19, la sola mención de que el virus SARS-CoV-2 pudiera haber escapado de un laboratorio era tachada por muchos como una teoría de la conspiración sin fundamento. Sin embargo, años después, dicha hipótesis resurge en lugares inesperados: un artículo publicado en la web oficial de la Casa Blanca titulado “Lab Leak: The True Origins of Covid-19” plantea precisamente la posibilidad de un origen artificial o accidental en laboratorio. Este giro narrativo, de lo conspirativo a lo institucional, invita a un examen crítico: ¿qué nos dice este cambio sobre la gestión de la verdad durante la crisis sanitaria? ¿Cómo contrasta con los discursos dominantes en España y el mundo entre 2020 y 2022, que mayoritariamente descartaban la idea de un virus “diseñado”? Y más allá de la cuestión científica, ¿qué efectos psicológicos ha tenido en la población vivir entre verdades oscilantes y la sospecha de manipulación informativa?

La nueva versión oficial: argumentos a favor de la fuga de laboratorio

El reciente contenido difundido desde la Casa Blanca (basado en informes del Comité de Supervisión del Congreso de EE.UU.) presenta una serie de argumentos que respaldan la hipótesis de la fuga de laboratorio como origen de la pandemia. En resumen, los puntos clave que se destacan son:

  • El virus posee una característica biológica que no se encuentra en la naturaleza, insinuando que su composición podría ser producto de manipulación más que de evolución natural.
  • Los datos genéticos muestran que todos los casos de COVID-19 provienen de una única introducción del virus en la población humana, a diferencia de pandemias previas donde hubo múltiples saltos zoonóticos. Esto sería atípico si el origen fuese un mercado de animales, pero coherente con un único evento de escape.
  • Wuhan alberga el principal laboratorio chino de investigación en coronavirus (el Instituto de Virología de Wuhan, WIV), con historial de experimentos de “ganancia de función” en condiciones de bioseguridad cuestionables. En otras palabras, se realizaban modificaciones genéticas para hacer virus más infecciosos o virulentos, lo que aumenta la sospecha dada la ubicación del primer brote.
  • Investigadores del WIV habrían enfermado con síntomas similares a COVID-19 en el otoño de 2019 – es decir, antes de los primeros casos oficiales vinculados al mercado de Wuhan. Esta cronología alimenta la tesis de que el virus circulaba debido a un accidente de laboratorio meses antes de lo que se admitió públicamente.
  • Por último, si el origen fuese natural, ya habría aparecido evidencia sólida de ello, cosa que hasta ahora no ha ocurrido. Después de años de búsqueda, no se ha identificado un animal hospedador ni un virus en la naturaleza que coincida suficientemente con SARS-CoV-2, algo muy inusual dado el escrutinio global.

El propio artículo hace referencia a cómo ciertas publicaciones científicas influyentes pudieron haber moldeado la narrativa inicial. Por ejemplo, señala que el famoso artículo “The Proximal Origin of SARS-CoV-2” (Andersen et al., 2020), usado repetidamente en 2020 para descartar la teoría del laboratorio, habría sido instigado “a petición” del Dr. Anthony Fauci para promover la versión de un origen natural. Esta revelación sugiere la posibilidad de que detrás del consenso inicial hubiera motivaciones políticas o del establishment científico buscando “encauzar” la discusión pública. De hecho, el informe congresional acusa a varias entidades de encubrimiento: menciona el rol de EcoHealth Alliance (organización dirigida por el Dr. Peter Daszak) en financiar investigaciones riesgosas en Wuhan con fondos públicos estadounidenses, y cómo dicha organización obstruyó las indagaciones sobre el origen del virus. Recordemos que fue el propio Daszak quien, junto a otros 26 científicos, firmó en febrero de 2020 una carta en The Lancet que condenaba las sospechas de origen artificial. La ironía salta a la vista: quien antes coordinó la descalificación de la teoría del escape ahora aparece implicado en ocultar información relevante.

Esta versión “oficial” actual, impulsada por sectores del gobierno de EE.UU., contrasta fuertemente con el relato que prevaleció en los primeros años de la pandemia. Para comprender el choque, veamos qué se decía entonces en España y el mundo sobre el origen del virus y cómo fueron tratadas aquellas voces discordantes que osaron mencionar un laboratorio.

2020: consenso científico y mediático contra la “teoría conspirativa”

En los inicios de 2020, la idea de un origen de laboratorio no sólo era minoritaria, sino activamente ridiculizada o descartada por la comunidad científica establecida y la prensa mayoritaria. Un ejemplo temprano lo encontramos en la prensa española: El País titulaba en abril de 2020 “¿Salió el coronavirus de un laboratorio? La ciencia responde a las teorías de la conspiración”. El subtítulo dejaba clara la postura: “Donald Trump abona la versión que no respalda ninguna prueba de que el patógeno ha salido de un centro de investigación chino”. Se presentaba así la hipótesis del laboratorio como una ocurrencia del entonces presidente estadounidense, sin sustento empírico. Del mismo modo, ABC publicaba ya en febrero de 2020 un artículo calificándola de “teoría de la conspiración”, citando a expertos españoles. Luis Enjuanes, virólogo del CSIC, afirmaba rotundamente en esas páginas que “la teoría de su origen en un laboratorio… ha sido descartada científicamente”, argumentando que los genomas de los coronavirus conocidos en Wuhan eran demasiado distintos del SARS-CoV-2 como para ser su fuente. En paralelo, 27 reputados investigadores internacionales (incluido el propio Daszak y Enjuanes) publicaron una carta en The Lancet declarando: “Estamos unidos para condenar enérgicamente las teorías de la conspiración que sugieren que COVID-19 no tiene un origen natural”. El mensaje era inequívoco: la ciencia “seria” respaldaba un origen zoonótico, y cualquier otra especulación era considerada desinformación peligrosa.

Este rechazo no se limitó al ámbito científico. Las principales agencias de salud y fact-checkers también cerraron filas en torno a la hipótesis natural. Por ejemplo, a mediados de 2020 la OMS insistía en que el virus se originó en animales, y plataformas de verificación como PolitiFact calificaron de “ridícula y falsa” la idea del virus diseñado. Un fact-check de septiembre de 2020, hoy archivado, ejemplificaba el sentir general: “El consenso abrumador de expertos en salud pública es que el virus evolucionó de forma natural”, llegando a afirmar que la estructura genética del coronavirus “descarta” una manipulación de laboratorio. En aquel entonces PolitiFact incluso tildó de “Pantalones en Llamas” (su etiqueta para algo completamente falso) la afirmación de una viróloga china disidente que aseguraba que el virus fue creado, considerándola un “bulo refutado desde el inicio de la pandemia”.

La opinión dominante convertía así la sospecha de un accidente de laboratorio en anatema. ¿Y qué pasaba con quienes insistían en investigarla? En general, fueron objeto de descrédito público. Se les asociaba con teorías conspirativas sin base, equiparándolos casi con quienes propagaban falsedades delirantes (como las teorías que vinculaban la COVID con antenas 5G, por ejemplo). En redes sociales la situación no fue muy distinta: compartir la idea de un origen artificial podía implicar censura directa. En una decisión polémica, Facebook anunció a inicios de 2021 que eliminaría publicaciones que afirmaran que el virus fue “fabricado por el hombre” por considerarlas desinformación peligrosa, apoyándose en las orientaciones de las autoridades sanitarias globales. Usuarios cuya insistencia en el tema fuera persistente se arriesgaban incluso a ser suspendidos. La consigna era clara: no había que “dar alas” a lo que se consideraba un rumor infundado.

Este clima llevó a situaciones llamativas. Quienes planteaban preguntas legítimas quedaban relegados al mismo cajón que los conspiracionistas más extravagantes. Se llegó al punto de que dudar de la versión oficial equivalía, a ojos de muchos, a difundir fake news. ¿Era una reacción exagerada o justificada por el contexto? Cabe recordar que en esos momentos la prioridad de gobiernos y científicos era combatir una avalancha de bulos que sí eran objetivamente falsos (curas mágicas, negacionismo del virus, etc.). Temer que la población desconfiara de la ciencia en plena emergencia sanitaria pudo motivar una respuesta tajante: cortar cualquier debate sobre el origen que desviara la atención de la lucha inmediata contra el virus.

Sin embargo, esta estrategia de comunicación conllevó riesgos: al zanjar el asunto tan precozmente, se puso en juego la credibilidad a largo plazo. Y efectivamente, con el paso de los meses, aparecieron indicios y voces disidentes dentro de la propia comunidad científica que pidieron reexaminar el origen sin prejuicios. Lo que en 2020 era “impensable” comenzó a considerarse posible en 2021, marcando un viraje en el discurso global.

De la negación al debate: el giro del discurso en 2021

A medida que avanzaba 2021, algunos acontecimientos empezaron a resquebrajar la certeza del origen natural. Por un lado, no se hallaba el “eslabón perdido” animal: pese a investigar miles de muestras, no aparecía un murciélago, pangolín u otra especie con un coronavirus lo suficientemente cercano como para ser el precursor directo del SARS-CoV-2. Esta ausencia prolongada de evidencia empezó a pesar. Por otro lado, nuevas informaciones periodísticas y de inteligencia cobraban fuerza: reportes de que tres investigadores del laboratorio de Wuhan enfermaron en noviembre de 2019 y datos sobre un misterioso virus hallado en una mina en 2012 relacionado con el WIV saltaron a la prensa. La administración de Joe Biden, lejos de ignorar estas señales, dio un paso significativo: en mayo de 2021, el presidente pidió a sus agencias de inteligencia un informe en 90 días sobre el origen del virus. Este gesto oficial legitimó la discusión, y medios internacionales de prestigio cambiaron el tono. El País tituló entonces: “La teoría del accidente de laboratorio en Wuhan… abandona el terreno conspirativo” . Es decir, dejaba de verse (al menos temporalmente) como una locura marginal para pasar a ser una hipótesis digna de investigación seria.

Con la etiqueta de “conspiración” en suspensión, más científicos sintieron que podían hablar abiertamente. Un grupo de 18 renombrados investigadores publicó una carta en la revista Science (mayo de 2021) reclamando una “investigación transparente” del origen de la COVID-19, sin descartar ninguna hipótesis. La idea de que “aún no sabemos con certeza” ganó terreno frente al previo “sabemos que es natural”. Paralelamente, las empresas tecnológicas ajustaron sus políticas: Facebook revirtió su censura sobre el tema en ese mismo periodo, señalando que, “a la luz de las investigaciones en curso sobre el origen del virus”, ya no eliminaría afirmaciones sobre un COVID-19 creado por el hombre. Lo que antes se prohibía rotundamente pasó a estar permitido en el debate público. Incluso plataformas de verificación como PolitiFact dieron marcha atrás en sus juicios más contundentes: en mayo de 2021 retiraron discretamente aquel veredicto de “Pants on Fire” contra la teoría del laboratorio, admitiendo que la certeza con que expertos habían negado la posibilidad ya no era tal. En una nota editorial reconocieron que la afirmación de que el virus “no pudo ser manipulado” ahora estaba “en disputa” y “sin evidencias concluyentes”, por lo que consideraban la cuestión “no resuelta”.

Este cambio de guión dejó a más de uno con una sensación de vértigo informativo. ¿Cómo era posible que una idea primero tachada de descabellada resultara luego plausible y merecedora de investigación al más alto nivel? ¿Habían fallado los medios y expertos al comunicar, o realmente la información nueva justificaba el giro? Una lectura benévola sugiere que la ciencia va corrigiendo su rumbo según surgen nuevos datos (en 2020 se actuó con lo conocido entonces, y en 2021 aparecieron más pistas). Pero otra lectura, más crítica, apunta a que pudo haber un exceso de dogmatismo inicial, quizá por miedo o intereses, que silenció preguntas legítimas. En cualquier caso, el resultado fue una erosión de la confianza: para algunas personas, esto confirmó sus peores sospechas de manipulación, alimentando la idea de que “nos mintieron” o “nos ocultaron la verdad”. Para otras, simplemente evidenció la dificultad de manejar certezas en una crisis sin precedentes.

Así llegamos a la coyuntura actual, en la que informes oficiales (como el de la Casa Blanca mencionado al inicio) avalan la posibilidad del lab leak mientras otro sector de la comunidad internacional –incluyendo organismos como la OMS– sigue inclinándose por un origen natural o, al menos, no descarta ninguna opción. Cabe destacar que incluso a día de hoy el consenso sigue dividido: en 2023, por ejemplo, el Departamento de Energía de EE.UU. y el FBI señalaron con distintos grados de confianza que el origen más probable era un accidente de laboratorio, mientras otras agencias gubernamentales mantenían sus evaluaciones en favor del origen zoonótico o admitían la incertidumbre por falta de transparencia de China. Esta división refleja que el asunto dista de estar cerrado.

Pero más allá de la verdad fáctica sobre cómo surgió el virus, nos interesa analizar el impacto sociopsicológico de esta oscilación narrativa. Porque la pandemia no ha sido sólo una crisis sanitaria, sino también una crisis de confianza en la información. ¿Qué huella ha dejado en la psique colectiva vivir bajo la sensación de que “la verdad” podría estar dosificada o manipulada por poderes fácticos? Aquí es donde una mirada psicoanalítica puede aportar claves para entender fenómenos como la desconfianza, la paranoia y la angustia existencial que afloran en estos contextos.

Desconfianza y paranoia en tiempos de pandemia: una mirada psicoanalítica

La experiencia de los últimos años ha confrontado a la población con mensajes contradictorios y la sospecha de intereses ocultos moviendo los hilos del discurso público. Muchos ciudadanos han llegado a preguntarse: ¿En quién podemos confiar? Si autoridades sanitarias, gobiernos y medios de comunicación primero aseguran una cosa y luego la contraria, el terreno queda abonado para la desconfianza radical. Desde la perspectiva del psicoanálisis, esta situación conecta con mecanismos profundos de la psique.

Sigmund Freud estudió hace más de un siglo casos de paranoia y destacó algo notable: el delirio paranoico suele construirse con una lógica interna muy sólida, casi como un sistema filosófico propio, que da sentido a lo que de otro modo sería caótico. De hecho, Freud comparó la estructura de la paranoia con una “filosofía” por “su consistencia argumental interna y su cercanía con el razonamiento normal”. Es decir, el paranoico no delira de forma incoherente; al contrario, organiza cuidadosamente las piezas de la realidad en un relato que parece tener sentido completo (por más descabellado que sea su contenido). Además, en la definición clásica, la paranoia se caracteriza por “un delirio sistematizado, [con] predominio de la interpretación y ausencia de deterioro intelectual”. Esto último significa que la persona no pierde capacidades mentales –no es una demencia–, sino que las emplea para interpretar cada detalle como parte de una conspiración o trama oculta.

¿No es eso, en cierto grado, lo que ocurre socialmente cuando cunde la sensación de manipulación informativa? Al sentir que “nos engañan”, cada comunicado oficial empieza a mirarse con lupa, cada contradicción alimenta la sospecha de que “algo traman”. Es un terreno fértil para lo que podríamos llamar paranoia colectiva o al menos hipersensibilidad conspirativa. No se trata de patologizar a la población, sino de entender que, ante la incertidumbre extrema y la opacidad, es casi un reflejo humano buscar un relato coherente que explique el caos.

El escritor argentino Ricardo Piglia reflexionó sobre esto tras otra crisis (la de su país en 2001) y sus palabras resuenan con nuestro contexto: “Con frecuencia, para entender la lógica destructiva de lo social, el sujeto privado debe inferir la existencia de un complot”. Cuando la complejidad del mundo se vuelve abrumadora y “el mecanismo social se vuelve oscuro”, aislando a los individuos, estos tienden a adoptar visiones conspirativas para “descifrar el funcionamiento de la política”. La paranoia –dice Piglia– “antes de volverse clínica, es una salida a la crisis de sentido”. En otras palabras, abrazar una teoría de conspiración puede ser un modo desesperado de recuperar cierto sentido de orientación en medio del desconcierto. Al menos el complot proporciona una historia clara: identifica villanos, traza causas y efectos, ofrece un enemigo tangible (los laboratorios secretos, las farmacéuticas, gobiernos en la sombra…). Eso es psicológicamente más fácil de digerir que la idea de un universo caótico donde a veces ocurren catástrofes sin una mano maestra.

Podemos interpretar, siguiendo esta línea, que el auge de narrativas conspirativas en la pandemia es un síntoma de una angustia colectiva. El virus invisible, la economía temblando, autoridades contradiciéndose… El escenario perfecto para que mucha gente sienta que no tiene control sobre nada. Y cuando los referentes tradicionales de verdad (la ciencia, la prensa, las instituciones) pierden credibilidad por sus propios vaivenes, el vacío resultante lo llenan a menudo explicaciones alternativas. Freud describió la paranoia individual como una defensa frente a algo insoportable (él llegó a decir que, frente a deseos inaceptables, la psique proyecta al exterior una persecución organizada). A nivel colectivo, podríamos decir que la conspiranoia es una defensa frente a la angustia de vivir eventos traumáticos inexplicables. Mejor pensar “esto fue planificado por alguien” que asumir que el sufrimiento pudo no tener un porqué claro. Irónicamente, imaginar un poder oculto todopoderoso puede brindar cierto consuelo ilusorio: al menos alguien “sabe” lo que hace, aunque sea para mal, en vez de aceptar que quizás nadie tenía el control.

Ahora bien, esta vía de escape tiene sus propios peligros. Como señalaba el psicoanalista Jacques Lacan, el paranoico se caracteriza por una certeza férrea: “Yo sé lo que pasa, sé quién mueve los hilos”, mientras que la persona sana tolera cierta duda. En la conspiranoia no hay espacio para la incertidumbre –cada hecho “encaja” en la teoría–, lo cual cierra la puerta al diálogo o a considerar información contraria. Es llamativo que el conspiracionista, a diferencia del científico, no admite evidencias que lo refuten; su teoría tiende a absorber cualquier nuevo dato reinterpretándolo a su favor. Esto genera un sistema de creencias hermético y autorreferencial. En términos lacanianos, podríamos decir que el sujeto queda cautivo de un Otro absoluto: la imagen de un Gran Otro (llámese “el Poder”, “ellos”, “el sistema”) que sabe todo y lo controla todo tras bastidores. Este sujeto cree haber descifrado el Gran Secreto, pero en realidad se vuelve esclavo de esa narrativa totalizante.

La pandemia, con sus reales episodios de desinformación y pugnas geopolíticas, lamentablemente dio material que alimentó muchas teorías. Algunas personas mezclaron verdades a medias con fantasías delirantes, llegando a conclusiones extremas (hubo quien creyó que el virus era un arma biológica deliberadamente esparcida para implantar un nuevo orden mundial, etc.). Otras, sin llegar a tal extremo, desarrollaron una desconfianza crónica: hoy dudan de las vacunas, mañana dudarán de cualquier mensaje oficial sobre cambio climático, guerra, o lo que venga. Esta erosión de la confianza social es profunda y preocupante. Una sociedad paranoica es una sociedad fracturada, propensa al conflicto interno y a la parálisis ante problemas reales (porque si pienso que todo está manipulado, ¿para qué involucrarme o seguir las normas?).

Aquí surge una cuestión crucial: ¿cómo mantener un sano espíritu crítico sin caer en la paranoia? ¿Cómo podemos los ciudadanos navegar la línea fina entre no tragarnos acríticamente todo lo que dice la autoridad y, a la vez, no sucumbir a la idea de que toda autoridad nos miente siempre? La clave quizá esté en recuperar un equilibrio y, sobre todo, en centrarnos en aquello que está en nuestras manos, en nuestra agencia individual y colectiva, para no sentirnos completamente impotentes.

Ética de la responsabilidad personal frente a lo Real del poder

Llegados a este punto, es tentador preguntarse si existe una postura que nos permita sostener la cordura y la ética en medio de esta tormenta de incertidumbres. En psicoanálisis se habla de lo Real como aquello que es imposible de digerir simbólicamente, lo que no podemos terminar de entender o controlar. Lo Real del poder podría referir a ese núcleo opaco de las estructuras de autoridad y dominación que escapa a nuestra plena comprensión y sobre el cual el individuo de a pie tiene poca incidencia directa. Por ejemplo, nunca sabremos toda la verdad sobre los manejos de Estados durante la pandemia; siempre quedarán documentos clasificados, intereses inconfesables, decisiones tomadas a puerta cerrada. Ese Real –lo que el poder efectivamente hace más allá de lo que declara– puede resultar angustiante.

Ahora bien, ¿cómo debe posicionarse uno ante esa constatación de límites? Una posibilidad es el cinismo y la pasividad: “todo está amañado, yo no puedo hacer nada, así que me encierro en mi burbuja de desesperanza o de teorías que me den consuelo”. Pero hay otra vía, más difícil pero más constructiva: aceptar que no controlamos las grandes variables, pero sí nuestras pequeñas acciones y elecciones éticas. Es decir, centrarnos en lo que sí está en nuestras manos.

¿Qué implica esto en términos concretos? En primer lugar, fomentar nuestro criterio propio informándonos por diversas fuentes, contrastando datos y admitiendo incertidumbres. En lugar de dejarnos llevar por un solo relato (sea el oficial sin fisuras, sea el conspirativo totalizante), practicar una especie de escepticismo activo: ni creer ciegamente ni negar automáticamente, sino examinar críticamente. Por ejemplo, respecto al origen del virus, una postura ética podría ser: “No doy por sentado nada al 100%. Apoyo que se sigan investigando todas las hipótesis de forma transparente. No voy a demonizar al que piense distinto, pero exigiré honestidad a autoridades y científicos”. Es un equilibrio difícil, pero necesario para no caer en enfrentamientos estériles.

En segundo lugar, participar cívicamente en la medida de nuestras posibilidades: demandar rendición de cuentas a los gobernantes, apoyar la ciencia abierta (que publica datos sin esconder resultados incómodos), defender la libertad de expresión responsable. Esto puede traducirse en pequeñas cosas como firmar peticiones, votar con conciencia informada, dialogar en nuestra comunidad, o simplemente no contribuir a difundir bulos. Cada sujeto tiene un poder más grande del que cree en su entorno inmediato.

El psicoanalista Jacques Lacan en su seminario sobre la ética decía: “no cedas en tu deseo”. Esto se interpreta, en parte, como no traicionarse a uno mismo, no renunciar a buscar la verdad que es importante para ti. Si traducimos eso al terreno social: no renunciar a la exigencia de verdad y de justicia, pero sin caer en la tentación neurótica de creer que lo podemos saber todo o controlarlo todo. Reconocer un límite es sano; actuar dentro de ese límite, también.

Por último, conviene recordar que detrás de instituciones y “poderes” hay personas, no dioses omnipotentes. Son tan susceptibles de error o de pánico como cualquiera. Pensar en una conspiración monolítica y perfecta quizá sobreestima la capacidad real de control que tiene cualquier grupo. Esto no significa ser ingenuos –los poderes pueden ser opacos y manipuladores–, pero sí dimensionar las cosas: a veces los errores garrafales se deben más a la ineptitud, la descoordinación o el miedo que a un plan maestro. Y paradójicamente, comprender eso puede aliviar cierta paranoia: el mal puede deberse al caos tanto como a la conspiración.

Entonces, frente a lo Real del poder, la actitud ética podría ser la siguiente: admitir que siempre habrá un ámbito de la realidad fuera de nuestro alcance (no podemos saber con total certeza el origen del virus por nuestros propios medios, por ejemplo), pero aun así mantenernos fieles a valores de verdad, diálogo y responsabilidad en nuestro ámbito cercano. Preguntarnos: ¿Qué puedo hacer yo, aquí y ahora, con la información disponible? Tal vez la respuesta sea tan simple como cuidar de los míos, seguir las medidas sanitarias que estén justificadas, o conversar abiertamente con otros sobre dudas e inquietudes sin ridiculizarlos ni fanatizarnos. Puede parecer poco heroico, pero en tiempos de desconcierto, sostener la racionalidad y la empatía ya es un acto de resistencia.

Preguntas abiertas para una reflexión necesaria

El recorrido de la hipótesis del lab leak –de conspiración vilipendiada a posibilidad discutida en la Casa Blanca– nos deja más interrogantes que certezas. Y esas preguntas trascienden el origen de un virus para internarse en cómo gestionamos el conocimiento y el poder en sociedad. ¿Cómo recuperamos la confianza pública después de mensajes tan volubles? ¿Deberían los científicos y medios reconocer con humildad la incertidumbre en lugar de lanzar seguridades apresuradas? ¿Cómo evitar que el legítimo debate crítico degenere en paranoia generalizada o en negacionismo?

Quizá la lección más importante es que la búsqueda de la verdad científica no debería politizarse al punto de silenciar hipótesis por corrección política o intereses –hacerlo puede resultar contraproducente, erosionando la credibilidad de la ciencia misma cuando luego los hechos evolucionan. Al mismo tiempo, la sociedad necesita alfabetización mediática y científica para discernir entre una pregunta razonable y una conspiración disparatada. No todas las teorías valen igual, y separar el grano de la paja es un desafío colectivo.

En última instancia, el origen exacto del SARS-CoV-2 puede seguir escapándose como misterio (es posible que nunca tengamos pruebas absolutas de una u otra teoría si la cooperación internacional falla). Pero lo que sí está en nuestras manos es aprender de este episodio. Aprender sobre la importancia de la transparencia en tiempos de crisis, sobre la prudencia antes de descartar algo de plano, sobre la tolerancia a la incertidumbre sin caer en pánico ni en fe ciega. Y, sobre todo, aprender a mantener una posición crítica a la vez que constructiva: ni ingenuidad sumisa, ni sospecha paralizante, sino una vigilancia activa y participativa.

La pandemia nos puso frente al espejo muchas verdades incómodas: la fragilidad de nuestros sistemas, la interdependencia global, y también nuestras propias reacciones psicológicas ante el miedo y la desinformación. Ahora, al analizar cómo cambió la narrativa del origen del virus, ese espejo nos devuelve la imagen de una sociedad que oscila entre la credulidad y la paranoia, buscando un punto de apoyo. Encontrar ese punto de equilibrio es tarea de todos. ¿Estamos dispuestos a asumirla? La respuesta, como siempre, queda abierta a la reflexión de cada lector.

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