La paradoja es que construimos edificios cada vez más altos, pero queremos vivir pegados al suelo. Ni el paso del tiempo ni las sucesivas revoluciones arquitectónicas han cambiado que muchos de nosotros aspiremos a una casa unifamiliar aislada con jardín.
Este sueño, sin embargo, ha producido monstruos con una facilidad extraordinaria. La casa que controla un pedazo de territorio es la expresión construida de una economía productiva que, repetida n veces, pierde este sentido para convertirse en la parodia de este ideal: una casita a tres metros de la vecina y a cinco de la calle con un trozo de jardín que es poco más que una habitación al aire libre. Ideal que, aún estereotipado, sólo tiene valor gracias a dos factores complementarios: la expresión de un estatus y, cuando el modelo se ha mediocrizado lo suficiente, su empleo como moneda de cambio.
La casa unifamiliar aislada, sobre todo cuando es de nueva planta, es uno de los pocos campos de experimentación que nos queda a los arquitectos, campo al que en fechas recientes se ha sumado un repunto de calidad en la vivienda colectiva (más o menos) social a base de unas pocas promociones de gran valor. Pero volvamos a las casas. Hace tiempo que los arquitectos han conseguido que esta parodia de casa aislada tenga sentido, tratando con elegancia con estos bordes absurdos hasta conseguir no pocos ejemplos de mucho valor y mérito. Puedo anunciar con precisión el factor común de todas estas casas con calidad: su tratamiento del lugar, sea del lugar más inmediato cuando no hay donde agarrarse, sea del paisaje cuando la colocación de la casa lo permite.
Este es el caso de la casa Ibet, construida en Santa Pau, comarca de la Garrotxa, según un proyecto de Joel Padrosa. La casa Ibet se puede definir como un proyecto que, con el planteo más sencillo posible, ha sido capaz de crear un alto grado de complejidad, llegando incluso a coser la construcción con el pueblo adyacente. Todo el proyecto ha estado marcado por un presupuesto exiguo que ha forzado a optimizar las soluciones, incluso a radicalizarlas, para conseguir los elevados estándares de confort, sobre todo de confort climático, que han dejado a Joel un margen de maniobra muy estrecho que ha explotado al límite.
La casa Ibet (con un nombre que une la primera sílaba de los nombres de los propietarios) ocupa la primera parcela de un pequeño crecimiento suburbano y mal planificado que coloniza la distancia existente entre Santa Pau y la carretera. La posición le garantiza una relación visual directa con el núcleo antiguo, protegido, compacto, pintoresco(1), un núcleo que ocupa una loma bordeada de cursos de agua culminada por uno de esos castillos cúbicos, negros por la roca volcánica con que están construidos, de ventanas pequeñas y masa que quizá en algún momento había parecido amenazante pero que, matizada como está por los árboles y el contraluz y la atmósfera tranquila, define un cuadro de esos que no te cansas nunca de mirar. La parcela queda definida por un potente desnivel topográfico de una planta entera que cae de oeste a este y se abre hacia una cuenca que permite ver, quilómetros allá, Roses y el mar en una posición que siempre me ha recordado la del monasterio del Nombre de la Rosa, simultáneamente rústico, duro, terrestre, con aquella promesa de infinito así que levantas la vista y miras más allá un día sin niebla.
La única solución viable que la relación presupuesto-clima daba para la casa es compactarla al máximo: una caja con pocos huecos fuertemente aislada al exterior para evitar puentes térmicos por donde pueda escapar el calor, introvertida, una caja que fuerza a una relación dentro-fuera muy marcada que el famoso estándar passive House (al que tiende la casa Ibet) ha institucionalizado haciendo olvidar que se trata de un estándar noreuropeo que obvia las ambigüedades del clima mediterráneo, la riqueza de sus espacios intermedios, de su relación dentro-fuera, en definitiva: todos aquellos mecanismos de apropiación del lugar que un arquitecto necesita para hacerse suyo el espacio que rodea la casa
Joel ha jugado esta limitación de un modo radical: la relación dentro-fuera se produce por oposición. Es una relación lleno-vacío. La parcela es rectangular, alargada, una parcela en esquina con el lado corto enfocado al pueblo y el largo contra una calle poco transitada. La casa se arrima a la medianera larga ocupando la mitad de la parcela. La otra mitad se deja absolutamente vacía, plantada de unos árboles que ya irán creciendo. El carácter pacífico del lugar queda marcado por una valla que no sube más de un metro veinte. Esta relación convierte el jardín en un espacio, no en un resto, en un lugar que permite que la casa respire.
Dentro de la casa la estrategia ha sido exactamente la misma. Como si de un juego de muñecas rusas se tratase, media casa es un vacío, una caja sin rastro de estructura, la otra media es un peine de habitaciones que se relaciona con este vacío sin pasillo interpuesto, es decir: el interior sigue exactamente la misma estrategia que el exterior, consiguiendo que la domesticidad quede definida por una gradación de privacidades: de estar expuestos al exterior se pasa a un interior de relación para, desde él, llegar a los espacios íntimos.
Definida esta estrategia sólo queda hablar de lo que la hace posible: los mecanismos de conexión entre todos estos espacios, es decir, aquello que en un proyecto normal llamaríamos puertas y ventanas. No aquí. No aquí porque para hablar de estos mecanismos de conexión necesito hablar primero del rasgo definitorio de este proyecto: su exquisito dominio de las proporciones. La casa es pequeña, unos 130m2 por planta. Pequeña y partida longitudinalmente en dos. El gran espacio interior recalca su horizontalidad en virtud de un techo a dos aguas en pendiente invertida, techo que al exterior reproduce la forma de la cuenca y enfatiza las vistas lejanas al mar y, al interior, aplasta el espacio y lo expande en sus límites. Entramos por un espacio muy alto que disminuye progresivamente de altura hasta que casi lo puedes tocar con la mano, sensación enfatizada al ser el techo una losa de hormigón sin revestir ennegrecida por el árido volcánico. A medio espacio la altura del techo vuelve a crecer hasta más o menos la misma altura que tiene al entrar. El juego de luz resultante sectoriza un espacio unitario dándole una cierta aura de misterio, de inefabilidad: percibimos la sala en toda su dimensión pero no la podemos ver entera. Este dominio de las proporciones otorga a la construcción un cierto carácter de vestido, de organismo ajustado al cuerpo, una dimensión patafísica, doméstica. Amiga. Este dominio de la proporción hace que, forzando muy poco el tamaño de unas ventanas convencionales, puedas tener estos espacios de intercambio de un modo emocionante. El dominio que Joel tiene de la construcción enfatiza todavía más esta sensación.
A la casa se entra por la cocina, formalizada como una isla en medio del extremo de la gran sala. Enfrentada a esta isla hay una gran ventana cuadrada de unos dos metros, ventana que tiene una persiana y un vidrio que se pueden esconder completamente dentro de la pared, dejando el hueco limpio: la dimensión justa para unificar interior y exterior haciendo que ambos mantengan su autonomía. Adicionalmente, la casa está elevada cosa de medio metro por encima del jardín, dimensión justa para convertir este vacío en un pequeño banco, en un espacio de relación, en el lugar donde sentarse cuando está abierto y se está cocinando.
En la zona del estar, gracias a una maniobra muy hábil, este hueco, un hueco no mucho mayor que este, se abre sobre una caja que formaliza un pequeño porche, este espacio interior exterior que, con muy poco esfuerzo, se ha conseguido integrar tanto dentro como fuera gracias a la buena disposición del hueco y a este pequeño banco creado por la elevación. Es decir: una casa compacta, introvertida, queda unificada con el jardín mediante estos artificios creados gracias a la primera y más importante arma de la arquitectura: el control sobre las dimensiones de los espacios. La gran sala tiene todavía dos huecos más: uno visible sólo desde la cocina que contribuye a que las dos vistas extremas sean muy diferentes entre ellas, y un vacío extremo, una ventana elevada sobre la zona donde ahora está el estudio, un vacío concebido expresamente para enmarcar la preciosa vista a Santa Pau, a su castillo y a los árboles que hay en medio. No hace falta colgar pinturas: el lugar ya nos regala la más bonita que pueda haber.
Las habitaciones, los espacios íntimos, se dotan de ventanas convencionales que miran hacia las vistas lejanas y el mar.
La visita a la casa es toda una experiencia. Toda la sutileza desplegada hace que no sea un proyecto a primera vista. De entrada parece obvio: una caja bajita a cuatro vientos expuesta a la calle. Si la miras desde arriba tiene una planta. Si la miras desde abajo percibes una base cuidadosamente separada de este volumen por una geometría que marca líneas de sombra. Ves los huecos. No parece haber ningún misterio. Pero. La puerta está en el extremo superior de la parcela: una plancha de acero que momentáneamente te tapa la vista. La abres y te encuentras un caminito de greda volcánica tangente al lado corto de la casa. Una puerta opaca, un giro y plaf: aquello que parecía obvio te rompe todos los esquemas dando un solo paso: el espacio se cuartea, la luz empieza ha hacer muchas cosas muy sutiles, y todas a la vez. Te haces amigo del espacio: miras fuera, miras dentro pero no del todo, hay sol y zonas de sombra, te sientes arropado. Pasarías horas. Después vuelves a salir y es entonces cuando lo entiendes todo, y aquello que parecía obvio ya no lo es, y te das cuenta de que Joel ha puesto a disposición de los propietarios todo aquello que se necesita para que esta casa se convierta en un hogar. No se impone pero tampoco puedes desconectar de ella. Es cómoda y tiene personalidad. Cuanto más tiempo pasas, más te gusta. Y al final sales entusiasmado.
Las fotografías que acompañan este reportaje son de Pep Sau, uno de mis fotógrafos favoritos. Pep no es un fotógrafo de arquitectura: es un fotógrafo a secas, poseedor de una obra admirable, que de tarde en tarde fotografía las arquitecturas que le interesan, explicándolas con su poética, relacionándolas con el paisaje y con la luz de modo maravilloso. Y no veas lo que hace si se encuentra con un vidrio. A este reportaje le pasa lo mismo que al que Jesús Granada hizo para la bodega de Gratallops: es un fabuloso reportaje con unas grandes fotografías que, no obstante, se muestran incapaces de preparar al visitante para lo que supone este espacio. Es difícil hacerse la idea de lo que es esta casa sin ir. Es por eso que doy a Joel las gracias por haber tenido la paciencia de esperar a que me decidiese. Desengañémonos: la gran mayoría de arquitecturas que conocemos, más en esta época de infoxicación, es a través de publicaciones. De fotografías, de vídeos. De oídos, incluso. Es por eso que son tan importantes los intermediarios: fotógrafos, escritores, editores. Y es por eso que es tan dramático que fallen como están fallando los que se dedican a las publicaciones mainstream de arquitectos para arquitectos, aquellas que no lee casi ningún ciudadano pero donde publicar te puede valer el acceso a un concurso restringido, aquellas de donde sacan los supuestos expertos en divulgación que en realidad no divulgan nada. En lugar de transmitir la arquitectura como un hecho complejo, plural, difícil de contar, se opta por un mensaje parcial, partidista, tan moralista como hipócrita. En vez de partir de una reflexión sobre el receptor se impone un mensaje sin empatía, un mensaje que pasa por encima de la obra. Estamos imponiendo un criterio de selección, unos amiguismos, unas midas, por encima de la exhibición de un cuerpo construido plural que permita que el observador, o el lector, o la persona interesada, se lo pueda apropiar. Se impone (una imposición tan fallida en términos de difusión como corrupta en términos de promoción) un mensaje estereotipado que desanima a muchos arquitectos que, qué caray, también buscan que aquello que hacen se reconozca un poco de vez en cuando, añadiendo una capa más de desolación a esta carrera de resistencia que es la arquitectura.
- Para los friquis: una parte de Ocho apellidos catalanes se rodó en Santa Pau. Y sí: las judías vienen de allí.