“Querido Martin, enhorabuena por Silencio. Espero que como yo te estés preguntando qué espera Cristo de nosotros.” Tras ver la película de Scorsese, Terrence Malick le escribió estas palabras. La anécdota la explicó el mismo Scorsese, entre otros lugares, en el festival de cine de Tribeca, donde al final de su intervención reconoció que él también se hacía la misma pregunta.
Nominada a mejor película independiente en los Spirit Awards 2020, Premio del Jurado Ecuménico en el pasado Festival de Cannes, elegida para ser visualizada en el 60 aniversario de la Filmoteca Vaticana, a la que asistió el propio director, se puede afirmar que Vida oculta (“A Hidden Life”, 2019) es un poema sinfónico de una belleza y una hondura estratosféricas.
Malick tiene en la cabeza la idea de esta película desde los primeros años sesenta. Había tenido noticia de la historia de este campesino austríaco, muy desconocida entonces, cuando era estudiante de Filosofía en Harvard. Malick nace en 1943, el mismo año del fallecimiento de Jagerstätter.
Estamos ante una película grande, muy grande. Es una obra que toca hasta la última fibra del alma humana. Y pobre del que la vea y no se sienta conmovido hasta la médula. Décimo largometraje de Malick, no es una película fácil, no es un divertimento, como no lo es ninguna del director estadounidense. Todo su obra, en palabras de Alberto Fijo, crítico de cine, cuya tesis doctoral está dedicada al trabajo del director estadounidense, “es un cine de montaña y no de playa; hay que entrenarse para escalar a sus películas. Cuando llegas a la cumbre, la recompensa es extraordinaria, pero el esfuerzo no te lo quita nadie”.
Interpelación moral
Malick no rueda Vida oculta para contarnos únicamente la vida de un hombre sencillo de campo llamado Franz Jägerstätter. Nos propone, en realidad, enfrentarnos al misterio de la conciencia, al dilema íntimo y radical que surge cuando la vida misma se convierte en una encrucijada. Obedecer a la voz interior, aunque ello suponga el sacrificio extremo, o plegarse a lo que todos hacen y garantizar así la supervivencia.
El filme sitúa al espectador frente a una pregunta ineludible: ¿qué significa ser libre? Para Franz, libertad no es poder escoger entre varias opciones ventajosas, sino la posibilidad de mantenerse fiel a una verdad reconocida en lo más hondo del corazón, aunque ello suponga la pérdida de la propia vida. El conflicto que nos presenta Malick no es político en primer término, sino ético y espiritual. La gran tentación de Jägerstätter no es tanto adherirse al nazismo como “seguir la corriente”, diluirse en la masa y así evitar el sufrimiento.
El gesto de Franz nos remite a figuras universales que se han enfrentado a dilemas semejantes. Sócrates, condenado a muerte en Atenas, pudo haber escapado del juicio injusto. Sin embargo, eligió beber la cicuta y ser coherente con su enseñanza según la cual el mal nunca debe hacerse, ni siquiera en respuesta al mal recibido. Tomás Moro, canciller de Inglaterra, prefirió perder la cabeza, literalmente, antes que firmar un juramento de fidelidad al rey Enrique VIII que contradecía su conciencia católica.
Franz se inscribe en esa misma tradición de hombres que comprendieron que la vida biológica no es el valor supremo. La integridad interior, la fidelidad a la verdad descubierta, vale más que la mera supervivencia. Aquí radica la hondura universal de la historia. Aquí no se trata solo de un campesino austríaco en los años cuarenta, sino de la condición humana enfrentada a la tensión entre la conveniencia y la fidelidad.
Soledad última
Uno de los elementos más sobrecogedores de Vida oculta es la soledad en que Franz toma su decisión. Ni sus vecinos, ni sus autoridades, ni siquiera algunos de sus familiares lo comprenden. Todos lo acusan de egoísta. ¿Qué sentido tiene abandonar a su mujer y a sus hijas en nombre de un principio abstracto? ¿No sería más razonable acatar exteriormente el juramento a Hitler y vivir en paz?
La objeción que recibe no es baladí. Y aquí Malick no se refugia en un maniqueísmo simplista. La película muestra con hondura la angustia de Franziska, la esposa de Franz, desgarrada entre el amor conyugal y la imposibilidad de apartarlo de su conciencia. La cámara de Malick, con sus silencios y sus planos dilatados, nos introduce en esa soledad radical donde la libertad se juega sin testigos, sin garantías, sin certezas de que la historia nos dé la razón.
Muchos podrían pensar que el dilema de Franz pertenece a otro tiempo, que hoy ya no nos enfrentamos a opciones tan extremas. Pero Malick filma con la intención de sacudir esta complacencia. ¿Cuántas veces hoy la conciencia se ve forzada a elegir entre la conveniencia social y la fidelidad a la verdad personal? Puede ser en contextos laborales, familiares o sociales. El precio ya no es la guillotina, pero sí puede ser la marginación, el desprecio o el aislamiento social.
La vigencia de Jägerstätter no reside en el contexto nazi en sí, sino en que su decisión revela la esencia del drama humano. La tensión entre la voz interior y la presión del entorno. El mal histórico cambia de rostro, pero la tentación de rendirse a lo fácil, de disolver la responsabilidad personal en la obediencia a “lo que todos hacen”, permanece inmutable.
La estética de Malick en Vida oculta es inseparable del fondo teológico y ético. Los interminables campos austríacos, la luz que inunda las montañas, los silencios de la naturaleza frente al estrépito del cuartel. Todo construye una liturgia visual que contrapone la creación de Dios a la maquinaria del poder humano. No se trata de un decorado, sino de un lenguaje. La belleza bucólica de la vida campesina subraya lo que está en juego: la armonía del mundo creado frente a la violencia que busca someterlo. Malick filma con ojos de místico, y convierte cada plano en una metáfora del combate interior de Franz. La cámara parece rezar con él, compartir la certeza de que la vida oculta —esa que se vive en fidelidad silenciosa— es la que verdaderamente sostiene el mundo.
Radicalidad de lo pequeño
Quizá lo más inquietante de esta historia es que, en términos humanos, la decisión de Franz fue inútil. Su negativa no detuvo al nazismo, no cambió el rumbo de la guerra, ni evitó la muerte de millones de inocentes. Al contrario, quedó en el olvido durante décadas, hasta que fue rescatado por un sociólogo en los años sesenta. ¿No confirma esto a sus críticos, que lo acusaban de imprudente?
Y, sin embargo, ahí se encuentra la paradoja cristiana y humana que Malick quiere resaltar: lo esencial no es la eficacia visible, sino la fidelidad al bien. Franz entendió que la dignidad de un hombre no se mide por el éxito de sus actos, sino por la verdad que encarnan. En esa “inutilidad” radica precisamente la fuerza de su testimonio. Porque la historia se sostiene no solo por grandes batallas y victorias, sino también por vidas escondidas que, con su resistencia silenciosa, impiden que el mal se adueñe del todo de la tierra.
En 2007, Benedicto XVI beatificó a Franz Jägerstätter, reconociendo oficialmente su martirio. Pero su figura va más allá de los credos. Es un icono de la objeción de conciencia, de la libertad espiritual que ningún poder político puede sofocar. Su historia inspiró a generaciones posteriores en la defensa de los derechos humanos, y su figura se ha convertido en un referente en debates sobre la justicia, la obediencia y la responsabilidad individual.
El juez que lo condenó a muerte le advirtió que nadie recordaría su gesto. La ironía es que hoy el nombre del juez se ha borrado, mientras que el de Franz sigue interpelando y removiendo nuestras conciencias. Malick lo rescata para el gran público no con el tono de una hagiografía edulcorada, sino con la hondura de una parábola existencial.
El peso de lo invisible
El propio Malick, al escribir a Scorsese, formulaba la pregunta que recorre toda la película: “¿Qué espera Cristo de nosotros?”. En un sentido más amplio, ¿qué espera la conciencia de cada uno de nosotros? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar para ser fieles a lo que reconocemos como verdadero?
Vida oculta no ofrece respuestas fáciles. Más bien nos deja con la inquietud de una decisión que, aunque ajena en el tiempo, se vuelve sorprendentemente actual. Nos obliga a mirarnos al espejo y preguntarnos: ¿cuáles son mis certezas como ser humano? ¿Qué precio estoy dispuesto a pagar por mi verdad? ¿Qué corrientes acepto seguir solo por comodidad o miedo?
“Lo que hacemos o dejamos de hacer en esta vida oculta no se pierde”, dice una de las voces de la película. Franz, desde su aparente insignificancia, se convirtió en signo luminoso de que la conciencia humana es inviolable. Terrence Malick, con su mirada poética, nos recuerda que el drama verdadero de la existencia no se juega en los titulares de los periódicos, sino en la intimidad de cada decisión, allí donde la libertad se mide con la verdad.
Quizá este sea el mayor mérito de Vida oculta, recordarnos que la historia no la sostienen los poderosos, sino los hombres y mujeres que, en silencio, se atreven a decir “no” cuando todos dicen “sí”. La verdadera grandeza, nos dice Malick, está en esa fidelidad invisible que, aunque nadie la celebre, mantiene viva la dignidad humana.