Sobre Dolores Ibárruri, “Pasionaria”, se han escrito miles de páginas, pero seguramente, lo mejor para hacerse una idea de quién fue, es leer sin prejuicios El único camino, su libro de memorias, publicado originalmente en 1962. Akal lo ha reeditado, enriquecido con el estudio preliminar del especialista Mario Amorós, una selección de artículos de la autora, y con una joya aún más espectacular: la autobiografía inédita de Amaya Ruiz, su hija.
Pensamos en Pasionaria como una defensora de la II República. Es lógico. Nuestra memoria se centra en la guerra civil, cuando ella protagonizó la lucha contra el fascismo. Pero vayamos ahora a lo que sucede después del 14 de abril de 1931, cuando cae la monarquía y se instaura otro sistema de gobierno. Dolores no estaba satisfecha, ni mucho menos, con los nuevos dirigentes. De hecho, hablaba del sistema con el mismo tono despectivo que utilizaría Pablo Iglesias, o cualquier otro líder de Podemos, para referirse al “régimen del 78”. En ambos casos, lo que se critica es una democracia que, supuestamente, se ha quedado a medio camino a la hora de cumplir sus promesas.
Pasionaria nos cuenta que los españoles, en todo el país, recibieron a la República con gran ilusión y esperanza. Afirma también, sin embargo, que los llamados a ejercer el poder demostraron pronto su conservadurismo, hasta el extremo de que los comunistas comprobaron que se diferenciaban en muy poco de los viejos políticos de la monarquía.
En la práctica, las fuerzas de seguridad del Estado continuaban reprimiendo, sin contemplaciones, a las organizaciones proletarias. Dolores da testimonio de ello en términos muy gráficos: “Cuando intentamos avanzar, los guardias se lanzaron sobre nosotros golpeándonos con sus sables y pisoteándonos con sus caballos”. Su libro es un grito de indignación contra la incoherencia de aquellos que se mostraban implacables con la izquierda obrera mientras trataban con guante blanco a la derecha. Semejante actitud solo servía para envalentonar a los reaccionarios, dispuestos a cualquier cosa para reconquistar su hegemonía. En términos políticos, este comportamiento resultaba desastroso: así no se ganaba para el régimen el apoyo conservador pero sí se perdía el respaldo de los obreros.
Nos hallamos ante una mujer que no se muerde la lengua al censurar la inoperancia de los republicanos. Transcurridos dos años desde su llegada, infinidad de personas seguían viviendo en chozas y alimentándose de cualquier manera. Podemos imaginar que esas circunstancias no animaban a tomarse al pie de la letra la declaración constitucional de España como una república democrática de trabajadores de todas clases.
Hacían falta menos palabras y más hechos. El gobierno progresista no se había esforzado, según Pasionaria, por transformar la España latifundista y feudal. La burguesía solo estaba interesada en el cambio político, no en la revolución social. Solo los trabajadores podrían construir un mundo más igualitario porque solo ellos se atreverían a ir más allá de las estructuras capitalistas.
No obstante, también es cierto que la mítica dirigente comunista señala que la República abrió nuevos caminos para el desarrollo democrático. La mayoría de las veces, sin embargo, da a entender que los dirigentes republicanos y los monárquicos vienen a ser el mismo perro con distinto collar. ¿Decía todo esto, tal vez, por hacer demagogia? La verdad es que su postura resulta comprensible. Por más que ya no hubiera Rey, a ella la detenían y encarcelaban en razón de su activismo político.
Por otra parte, El único camino refleja las divisiones internas del movimiento obrero. El PSOE recibe frecuentes ataques en los que queda como un partido traidor a los trabajadores. La autora nos dice, por ejemplo, que los socialistas, en 1917, conspiraban contra la monarquía sin ninguna intención de llevar la lucha hasta sus últimas consecuencias. Más tarde, ya bajo la República, habrían constituido un freno para el desarrollo de la democracia en lugar de contribuir a lograr avances revolucionarios.
De un tiempo a esta parte, se ha convertido en habitual comparar la República con la Transición para enaltecer la primera, el paraíso perdido, y denigrar la segunda, la realidad prosaica hecha de claudicaciones. En realidad, si ponemos 1931 frente a 1978, encontraremos ciertas similitudes que nos sorprenderán. Si después de la muerte de Franco muchos de sus antiguos partidarios se hicieron demócratas, de la noche a la mañana, algo parecido sucedió tras la marcha de Alfonso XIII. Solo que entonces fueron muchos monárquicos los que se hicieron republicanos. Otro punto en común es el desencanto que siguió la ilusión inicial: conocemos el de la Transición, no tanto el de los años treinta. Pasionaria, con sus memorias, nos ayuda a no caer en la idealización de un régimen que, a sus ojos, no dejaba de ser una democracia burguesa más.
La República no fue perfecta, la Transición tampoco. ¿Se trata de emitir veredictos favorables o desfavorables, para sacar réditos políticos, o de intentar comprender las enormes dificultades a las que se enfrentaron la una y la otra? Lo que está claro es que la democracia, en ningún caso, puede legitimarse solo con Libertad. La Igualdad y la Fraternidad también son necesarias.