¿Pero qué quieren los catalanes? (I)
09
de Enero
de
2020
Actualizado
el
02
de julio
de
2024
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Cuando se trata de valorar a los catalanes y nuestra manera de relacionarnos con España, una de las cosas que más perplejidad producen en un español es que muchos de nosotros no queramos ser considerados españoles. Voy a tratar de explicar de dónde procede este sentimiento porque creo que hay gentes de buena fe, en España, que no lo comprenden y que, por supuesto, no lo comparten. A ellos me dirijo, sobre todo.Voy a hacerlo, además, desde un punto de vista personal pues los sentimientos pertenecen a la esfera de lo íntimo y, por ello, no generalizable. Digo esto porque es posible que una parte de los catalanes no se sientan identificados exactamente con el contenido de mi exposición, ya que estoy seguro de que algunos van a creer que me quedo corto, mientras que otros van a pensar que voy demasiado lejos en mis planteamientos. Sin embargo, creo que lo que expondré refleja con bastante exactitud un sentimiento que es mayoritario entre aquellos catalanes a quienes no nos gusta ser considerados españoles.Y, de entrada, voy a definir lo que es para mí España. Primera consideración, que algunos tendrán por poco menos que una herejía: España no es una nación, sino un Estado. Diferencia sustancial. Un Estado, además, relativamente joven, forjado por la monarquía absoluta borbónica de 1714 después de un conflicto bélico. Anteriormente, existía la Monarquía Hispánica, un sistema político y administrativo surgido del matrimonio de los Reyes Católicos, soberanos de los reinos de Aragón y Castilla, pero no monarcas de España. Con el paso del tiempo, los territorios peninsulares, islas e incluso otros de ultramar, llegaron a tener un monarca común, pero aquéllos conservaban sus propias leyes e instituciones por lo cual las prerrogativas y derechos que ese único monarca tenía sobre ellos era diferente en cada uno, en virtud de cada particular ordenamiento jurídico propio. Esos derechos y privilegios, sin embargo, fueron desapareciendo, entre graves problemas, en favor de Castilla.Pero, hasta entonces, nadie había discutido a Cataluña su derecho a gobernarse, ya que su pertenencia a la Monarquía Hispánica no iba más allá de compartir monarca con los otros territorios, pero conservaba su cultura, sus leyes, sus instituciones y sus costumbres hasta que fue conquistada en 1714 por Felipe V de Borbón por la fuerza de las armas. Éste, con la promulgación sucesiva de los Decretos de Nueva Planta desde 1707, sometió Valencia, Aragón, Mallorca y Cataluña, sobre todo desde 1716, a las leyes absolutistas de Castilla (nótese que eran las de Castilla y no las de España, ya que no existía un ordenamiento jurídico completo que fuera común), dejó sin efecto las leyes catalanas, cerró universidades, restringió tanto como pudo el uso de la lengua catalana en un territorio cuya inmensa mayoría era monolingüe y, por tanto, desconocedora del castellano y, en definitiva, castigó severamente a la población por haberse alineado en contra del Borbón en la sangrienta Guerra de Sucesión.España, la España que hoy conocemos, esa que establece la Constitución y que hay quien quiere hacernos creer que es incluso anterior a la mismísima Creación divina, esa España no existía todavía. Y esto no es opinión. Es historia. La anexión de Catalunya al ordenamiento jurídico castellano, por consiguiente, fue traumática, en absoluto consentida y mucho menos deseada por los catalanes; y se obtuvo a través de un triunfo militar de los ejércitos borbónicos sobre las tropas catalanas, gracias a un sitio final a la ciudad de Barcelona por parte de las tropas de Felipe V que se prolongó más de trece meses, durante los cuales nadie podía entrar ni salir de la ciudad, que acabó capitulando por hambre e insalubridad el día 11 de septiembre de 1714. No me negará usted, amigo lector, que, como comienzo, no es de los más estimulantes para un catalán. ¿Es por ese episodio, ciertamente no demasiado edificante, que deberíamos considerarnos españoles?Además, la derrota catalana se produjo como consecuencia de que los ingleses, por aquel entonces aliados de Cataluña en la Guerra de Sucesión, la abandonaron a su suerte, lo que les valió la soberanía de Gibraltar a partir de la firma del Tratado de Utrecht (1713). Por cierto, a pesar de eso, ahora el Estado español tiene el cuajo de reclamar Gibraltar, cuya población desea continuar siendo británica, con la misma convicción con la que hace oídos sordos a una reivindicación similar, la de Ceuta y Melilla por parte de Marruecos sobre la soberanía de esos enclavamientos, que geográficamente se encuentran en territorio marroquí.Pero vaya, si sólo hubiera sido eso… Hace tanto tiempo ya, que se podrían haber limado asperezas si el Estado español hubiese tenido en cuenta que quizás los catalanes de la época no se debieron de sentir muy felices del paso y hubiera intentado demostrar que esa forzada cesión de soberanía había valido la pena también para los catalanes. Ha tenido más de 300 años, el Estado español, para intentar seducir al pueblo catalán y, lamentablemente, sin embargo, se ha limitado a conquistarlo, a reprimirlo y a doblegarlo. Sin más. Y así nos luce el pelo…Esa parte de nuestra historia se ha intentado negar a base de ofrecer relatos fraudulentos sobre una España que, teóricamente se habría reconstruido a partir de la llamada “Reconquista”, una falaz denominación que parece dar a entender que existió una España anterior al Cid que se perdió con la pérfida invasión musulmana y que hubo que conquistar de nuevo. Nada más falso. Pues bien, eso es fundamental para entender de dónde arranca el actual rechazo de una parte muy significativa de nuestra sociedad. Y nótese que digo “de dónde arranca” y no “a qué obedece” ese rechazo. Porque arranca de ahí, pero las causas son otras y muy variadas. Porque, naturalmente, si la reivindicación catalana se fundamentara únicamente en la historia, valdría la pena echar pelillos a la mar y ponernos a trabajar juntos para construir un Estado común que los catalanes –todos– sintamos también nuestro, que respete de modo integral nuestra condición nacional, que no compita con Cataluña y que no necesite demostrar quién manda aquí, que es lo que hace el Estado español, hoy por hoy, con cada ridícula decisión que toman sus instituciones para impedir el libre ejercicio de nuestro autogobierno.Se ha hablado del carácter etnicista del catalanismo. Pues bien, a pesar de que no se puede afirmar que el etnicismo sea una parte fundamental del pensamiento soberanista catalán puesto que hay muchos soberanistas que tienen sus raíces en distintos puntos del planeta y, sobre todo, del Estado español, sí es cierto que puede parecer que hay un punto esencialista en una parte de los que formamos parte del movimiento. Vamos a tratar de explicarlo.Los que nos sentimos soberanistas, creemos que, para ser catalán, no hace falta haber nacido en Cataluña, sino que basta con amar a este país, trabajar por él y sobre todo entenderlo. Entender su diversidad. Esa diversidad que es riqueza pero que, al mismo tiempo, hace de la convivencia un reto. Una convivencia que es más meritoria precisamente por la heterogeneidad de las gentes que vivimos en Cataluña. Porque esa convivencia se da, indudablemente, y no tiene fisuras más allá de las que pueda haber en otros territorios por causas de las más heterogéneas.Este Estado se preocupa exclusivamente por preservar aquello que el nacionalismo español más rancio cree que son derechos de los catalanes de habla materna castellana. Por eso, vela únicamente por el respeto a la españolidad y le da igual si, para ello, hay que pisotear la catalanidad. Pretende hacernos creer que la lengua castellana es una lengua de todos los catalanes, mientras que la catalana lo es exclusivamente de una parte de nosotros. Según ese extraño planteamiento, habría catalanes de lengua única –la castellana– y catalanes bilingües, cualidad que nos vendría dada, por el simple hecho de ser administrativamente españoles. Además, la Constitución española establece que el conocimiento del castellano es un derecho y un deber para todos los ciudadanos –catalanes incluidos– y, sin embargo, el conocimiento del catalán es sólo un derecho pero no un deber, lo que significa que, legalmente, se puede desconocer el catalán pero no el castellano, incluso en Cataluña. Simplemente inaceptable. ¿No le parece? Resulta que imponer el catalán es una cosa muy fea, pero si se trata de imponer el castellano, no hay ningún problema. ¿Acaso los ciudadanos de lengua materna castellana tienen que tener más derechos que los de lengua materna catalana?¿Y a qué conclusión llegamos cuando constatamos esa intolerable asimetría? Pues que el Estado no se conforma con obligarnos a ser españoles, sino que quiere confundirnos pretendiendo que, además, seamos castellanos. Como si ser español fuera algo de matriz única; como si la diversidad de los pueblos del Estado fuera ajena a ese Estado, un estorbo, una anomalía que, simplemente hay que soportar intentando que moleste lo menos posible, minimizándola al máximo; como si ese Estado no tuviera la obligación ineludible de potenciar esa diferencia para que todos nos sintamos cómodos dentro de él, ya que entre todos lo pagamos y, en el caso de los catalanes, con creces.Y al descubrir que el Estado sólo reconoce la verdadera españolidad, la españolidad de primera, en lo castellano y no en lo que es exclusivamente catalán y, por ende, tampoco en lo vasco ni en lo gallego, es cuando, por un natural instinto de conservación, se produce ese rechazo que se confunde con etnicismo cuando no es más que una reacción de autoprotección.Esos defensores a ultranza de esa España uniforme, esos que creen que las lenguas distintas del castellano que se hablan en el territorio del Estado español son lenguas menores, esos que, encima se jactan de amar a España por encima de todo, paradójicamente, resulta que odian profundamente la España real, la diversa, la que incluye culturas distintas del castellano porque no quieren asumirla. La España que aman es una España que no ha existido nunca, una España que sólo existe como quimera en sus mentes cerradas, una España que no existirá jamás por mucha represión que nos apliquen como están haciendo estos últimos años. Porque esos españoles de pacotilla, esos españoles a quienes, en realidad, no les gusta como es España y quieren moldearla a su antojo es posible que puedan vencer porque tienen la fuerza de las armas, el ejército, la policía, la judicatura y todo el aparato del Estado, pero no tienen la razón que da la realidad y, por lo tanto, jamás convencerán. Porque las cosas son como son y las quimeras no son más que humo. Y, mientras el Estado y los partidos que se autodenominan constitucionalistas sigan consintiendo seguirles el juego a esos españoles cegados por su nacionalismo supremacista, estaremos eternamente condenados a vivir en una España no homologable con los Estados democráticos de Europa, en una España, en definitiva, exenta de libertades en todo lo que concierne a la ordenación territorial, porque la libertad, en España, es incompatible con una España uniformemente castellana, con una España de territorios conquistados por la fuerza de las armas y con una España sometida por el aparato del Estado.El día que esos españoles acepten honestamente y sin trucos ni incumplimientos la España real, la España diversa, la España que no tiene el castellano como lengua propia, y acepten que esa España, con su diversidad y su no castellanidad, es tan España como la castellana, ese día, se habrá dado un gran paso para que los distintos pueblos del Estado podamos llegar a sentir ese Estado como propio. Mientras tanto, lo sentimos enfrente. Cuando el Estado entienda que, en España, no puede haber ciudadanos cuya lengua se considere de primera división y la de otros, de segunda, habrá alcanzado una madurez democrática de la que, hoy por hoy, no goza. Porque hay muchos catalanes que hoy claman por la independencia de nuestro país que se sentirían satisfechos de proclamar su españolidad a los cuatro vientos si ello no comportara haber de renunciar a parte de su catalanidad. Vayan tomando nota, por favor.Ya me gustaría ver cómo encajarían los ciudadanos de cualquier provincia española de habla castellana si, un par de décadas años, como pasó en Cataluña desde los años cincuenta hasta los setenta, se doblara o triplicara su población y, además, los recién llegados hablaran todos una misma lengua, que esa lengua estuviera favorecida por un poder autoritario como lo fue el de Francisco Franco y que se impusiera en la escuela y en el uso público, prohibiendo además la autóctona, que sería, en su caso, la castellana.Imagínenlo por un momento e intenten ponerse en nuestro lugar.En la segunda parte de este artículo, trataré de dar algunas pistas más sobre otros aspectos de la reivindicación catalana.
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