El escritor húngaro Sándor Márai no es muy conocido en España. Lástima, porque siempre nos seduce con su prosa elegante y crepuscular que nos recuerda, salvando las distancias, a la de Stefan Zweig. Los dos, por cierto, sufrieron un período de ostracismo hasta que la posteridad, finalmente, les hizo justicia. Un perro de carácter (Salamandra, 2024), una de las obras más originales del magiar, gira alrededor de un cachorro llamado Chútora, el regalo que le compra un marido a su esposa en el Budapest de 1928. ¿Es, entonces, el animal el protagonista del relato? Sí y no. En realidad, funciona de espejo que retrata a su amo. No es cierto, por eso, que el autor, como sugiere al inicio, escriba sobre un perro por ser demasiado cobarde para escribir sobre una persona.
El amo, al adquirir a la mascota, no parece darse cuenta del todo de lo que ha hecho. Poco tiempo después, el desastre se ha consumado. Encuentra excesivo que Chútora acapare toda la atención y le obligue a gastar en sus cuidados más tiempo del que le gustaría. Su actitud, en todo momento, resulta distante. Dar cariño a una criatura humana no sería, a su juicio, algo del todo apropiado. Cree que eso equivale a derrochar la propia capacidad de amar cuando hay tanta gente, como las ancianas enfermas o los niños raquíticos, necesitados de que alguien les preste atención. Sin embargo, con el paso del tiempo, acaba por cambiar de idea. El perro se convierte entonces en un elemento imprescindible de su hogar.
El drama es que el pequeño animal, con su juventud, su libertad y su independencia, ofrece a su propietario el reverso de lo que es él. Por eso lo mira con envidia. En calidad de adulto, ha de sujetarse a una disciplina y no puede abandonarse a la espontaneidad. Siente cómo se hace mayor y, aunque gana en madurez, pierde en coraje mientras su vida se instala en el desencanto. En cambio, su animalito es todo ímpetu. ¿Cómo no sentir envidia ante su energía desbordante?
La apariencia no es lo mismo que la verdad. En el momento decisivo, Chútora, en lugar de marcharse en busca de independencia, regresa con el caballero a cambio de la comida. El amo, lúcido, se da cuenta de que, en eso, ambos son iguales. Él podría desafiar al destino, subir a un tren y desaparecer por fin… No lo hace porque no quiere tentar a la suerte y perder su seguridad económica. Márai, de esa forma, pasa de lo cotidiano a lo existencial desde una postura poco complaciente: no tenemos valor para cumplir nuestros sueños. Nos dejamos atar por nuestros miedos. El perro acepta el control de la correa y nosotros los de otros instrumentos menos tangibles pero más sofisticados, de manera que nos inclinamos ante el orden social. La rebelión de nuestra juventud, poco a poco, se desvanece para ser un simple recuerdo.
Un perro de carácter nos aporta una reflexión amarga sobre la servidumbre voluntaria. El cachorro, aunque podría escaparse, elige la dependencia, acepta el dominio de un ser humano. Exactamente con el mismo servilismo, el caballero se pliega ante unas normas que desprecia en secreto, escindido entre su yo íntimo y el que ha de aparecer en público tras una máscara. La vida le ha vuelto cínico y le ha enseñado “a endurecerse y a disimular”. Chútora está ahí para recordarle lo que habría podido ser y no fue. La novela adquiere así una dimensión trágica al mostrarnos, sin anestesia, cómo todos acabamos expulsados del paraíso de nuestra infancia. Crecer, nos guste o no, implica someterse. ¿O no? Márai, en la vida real, prefirió el exilio a vivir bajo una dictadura.