Adoctrinados en la formación oficial, reglada, acreditada, los mayores nos preguntan, de niños «¿qué quieres ser de mayor?», ciñéndose a lo que hay, sin cuestionar siquiera un segundo si el resultado de todos esos «estudios» y estos «empleos» como Dios manda, benefician o perjudican realmente a la sociedad, por no decir al individuo. Y cuando sucede que: «a este niño no le gusta nada», etiquetan al susodicho de inadaptado. Establecen equivalencias en función del nivel de adaptabilidad de ese niño a la gran estafa, al gran caos, al desastroso sistema que le vendemos.
Me paso la vida contemplando similar catástrofe, con su raíz en el egoísmo del personal «adulto». Primero, con los niños. «¿Qué quieres ser de mayor?» o «¿qué vas a estudiar?». Y cuando la tímida criatura (sincera o no, esa es otra) ofrece una respuesta insatisfactoria, le endosan un escalofriante: «ah, no, pero eso no tiene futuro», o cualquier otra desmoralizadora zancadilla, asegurando siempre, con total poca vergüenza, querer «lo mejor para él». Exactamente la misma historia con los viejos: «no, está muy mayor, no sabe lo que dice, hagámoslo así, metámoslo allí», y entonces deciden por ellos, otra vez, lo «mejor para ellos», aunque en ambos casos brille, flagrante, el interés propio, lo mejor y más cómodo para ellos mismos o, en todo caso, si hablamos de los pequeños, lo que a ellos mismos les parece lo mejor para sus niños, según aquello que su adulto egoísmo, sus frustraciones, complejos o vete a saber, les dicta.
Estoy seguro de que lo último que muchos progenitores desean para sus vástagos es que evolucionen como «buenas personas». Oh, no. Ellos conocen los castigos económicos y sociales de semejante malformación. Lo que ansían es que sus hijos completen su formación de «normales» en extremo, esto es: nada sediciosos. Que no cuestionen el orden establecido, las costumbres, la cultura. Que no se quejen lo más mínimo por los demás, sino de los demás y con respecto al propio sillón: barrer para casa, siempre. En definitiva, rezan porque sus hijos, heteros, homos o lésbicos (o como quieras etiquetarlos, precisamente tú, que defiendes la «causa», añadiendo tensión), de cualquier orientación sexual o cualquier colectivo o del «signo» político que sea, sean de lo más normales: consumistas, con aspiraciones a funcionario, fieles al ocio y el entretenimiento y el hobby de lo más convencionales. Más que por incompetente o infeliz, muchos progenitores sufren pánico ante la posibilidad de que su niño destaque por «diferente». ¿Mentiroso? ¿Dónde está el problema, cuando ellos mismos embaucan, sablean, saquean, ensucian e incumplen y olvidan su palabra? «Barrer para casa», ese es su lema. Vivir para ganar dinero y gastar como todo el mundo. Lo de menos es si te gusta o no lo que haces. ¿Por qué si no existen las vacaciones? Si de verdad nos entusiasmase la vil prostitución a la cual nos sometemos para sobrevivir, ¿quién querría parar dos semanas? Si todo el mundo, «gente de paz», se posiciona en contra de la guerra, ¿por qué autorizan, aquí, a diez minutos de mi casa, la instalación de una fábrica de lanzamisiles? Si «el domicilio es inviolable», ¿cómo es que ayer mismo, los empleados de aguas de un ayuntamiento rural (me callo el nombre), saltaron, en su ausencia, la tapia de mi amiga, para terminar un trabajo atrasado? Quizir, en los últimos días estoy asistiendo y conociendo una serie de realidades y acontecimientos inauditos, que seguro son muy comparables con otros de vuestra incumbencia, los cuales se aceptan sin rechistar. ¿Quién puede entonces parar esta máquina? ¿Qué derecho tenemos a quejarnos de los efectos colaterales, cuando día tras día vamos, unos bastante más que otros, añadiendo paladas y más paladas de basura, ego, bombas, indiferencia, traición, saqueo, con alguna limosnilla de empatía y generosidad que se pierde en el camino, en el engranaje, en la burocracia? Y considerando todo esto, decidme, ¿a qué queréis que se dedique vuestro niño? ¿Saltará tapias o venderá armas? (con todas las de la ley) ¿Qué clase de estafador o chapucero pretendéis que llegue a ser? ¿Qué tipo de antisocial? Sí, como oís. La especialización llevada al extremo, al doctorado técnico, me resulta del todo antisocial, porque en muchos casos representa obediencia ciega al mandato, al patronato, a la normativa y el vademécum, a la responsabilidad del «puesto», sin treguas ni consideraciones con las peculiaridades de una determinada víctima, de un consumidor, un contribuyente, un enfermo concreto, sin posibilidad de marcha atrás, de replanteamiento, razonamiento, discusión, nada: caso cerrado.
La responsabilidad social no entiende de normas, ni de burocracias, ni de leyes, sino de sentido común. Los más socialmente responsables no son, por cierto, aquellos «elegidos», que desde pequeñitos ya sabían lo que querían ser y dónde y en quién mandar. No. El responsable social es empático, flexible, y deja de lado su camino, su vida, su puesto y su norma y hasta la insana, injusta ley para estar ahí, sin cobrar, ni cotizar, ni buscar protagonismo. Si todos pronunciásemos a diario el tan de moda «eso no es asunto mío», o el recurrente y cobarde «no tengo tiempo», el mundo se habría detenido hace mucho. Es gracias a la gente desinteresada que esto sigue funcionando, en una guerra constante, dolorosa, contra los extremadamente interesados, aquellos que no dan nada por nada, que son más en número, e identifican la contestación con los problemas, cuando resulta enormemente fácil aplicar a estos el filtro de nuestra personalidad, quizir: asumir las consecuencias del compromiso con una sonrisa en la cara y pasarlo bien en deserción, sin dramas, porque el drama consiste, precisamente, en todo lo contrario: callar y existir, a secas, en el gris, polvoriento sillón del conformismo, preguntándote qué habría pasado si le hubieses echado valor.
Ahora atiende tú. Mientras las vidas de millones de mediocres sin aspiraciones humanas de ningún tipo que no sean ganar y gastar cuanto más mejor, continúan desarrollándose sin sorpresas ni emociones ni peligro, mientras, en la sombra, en este momento, se agachan recolectoras de limones, limpiadoras, panaderos, cuidadoras, barrenderas, todo un ejército de trabajadores verdaderamente útiles a la sociedad, que en su mayoría no se prepararon desde pequeñitos, a conciencia, para lo que ahora llevan a efecto dejándose las horas con sudor, lágrimas y arañazos. No son ellos los que diseñan las bombas, los que inundan los campos de fábricas y paneles solares, los que decretan qué vas a vestir, de qué vas a hablar, a quién vas a votar. No están «altamente cualificados» (¿para qué?), ni asistieron a «los mejores colegios», ni presiden tribunales, ni comités, ni consejos de administración. Su único defecto, quizá, sea haber perdido el rumbo de la vida sencilla, aquella que sus abuelos sí sabían disfrutar, para caer bajo el magnetismo de la tendencia consumista común.
Ilusión y fuerza son las principales armas con que cuenta la juventud para hacer posibles las utopías de la amargada, vencida, mediana edad, miembros de la cual también fueron jóvenes adoctrinados. ¿No será el miedo a ser diferente, más que la obsesión por el dinero y el futuro, lo que te empuja a inculcar obediencia al régimen a tus niños? «Quiero para ellos lo que yo no tuve». Bien. ¿Por qué no se lo das ahora, en este momento? Solo tienes que abrir la boca. Tú sabrás, mejor que nadie, lo que a ti no te contaron, lo que te prohibieron o consintieron, equivocadamente. No hay más.
Solo hay algo más sano para el desarrollo del individuo que cuestionarse lo establecido, y es hacer o dejar de hacer algo al respecto. ¿Le vas a enseñar esto a tu niño, dando ejemplo? ¿Tienes lo que hay que tener?