La representación política no es una relación de poder, sino un fideicomiso, una obligación deóntica basada en la confianza (fides). En la concepción republicana, el ciudadano es el "principal" que delega su poder en un "agente" —el político, el ministro— que actúa como su servidor. La autoridad no le pertenece; es un encargo que puede ser revocado unilateralmente en cuanto el principal, el pueblo, manifiesta haber perdido la confianza.
El 'caso Montoro' representa la perversión más letal de este contrato fiduciario. No estamos ante un simple caso de corrupción, sino ante la presunta traición del guardián que se convierte en depredador. La sospecha es que la cúpula del Ministerio de Hacienda y de la Agencia Tributaria, los agentes encargados de garantizar la equidad del sistema utilizaron su enorme poder y su asimetría de información para demoler la confianza ciudadana y saquear el interés general. Se trata del fideicomisario traicionando al fideicomitente.
Este asalto a la legalidad se orquestó, presuntamente, en un "tres en uno" de la corrupción institucional: se legislaba a medida para favorecer a lobbies que contrataban la consultora del ministro; se usaba información fiscal privilegiada como arma para premiar o castigar discrecionalmente; y se manipulaban expedientes para proteger al propio partido de otras tramas judiciales. Es la conversión de un ministerio en un cortijo particular, la demolición consciente de los cimientos del Estado de derecho.
Frente a esto, la invocación a la "presunción de inocencia" por parte de un político acusado es una falacia que confunde el ámbito penal con el político. La presunción de inocencia es una garantía del ciudadano frente al poder del Estado en un juicio. La representación política, sin embargo, es una relación de confianza. La pérdida de esa confianza pública es motivo suficiente para interrumpir el mandato, independientemente del resultado penal. Como resumió Robespierre, "el pueblo es bueno y el magistrado es corruptible", por lo que la vigilancia y el derecho a deponer al agente infiel son irrenunciables.
La consecuencia de esta traición es la quiebra definitiva de la legitimidad institucional. Cuando el ciudadano percibe que el servidor se ha convertido en amo, utilizando las herramientas del Estado para enriquecerse y perpetuar su poder, se abona el terreno para opciones radicales que capitalizan el hartazgo. Investigar hasta el final no es solo una exigencia penal, sino un imperativo para restaurar el mensaje de que nadie, y menos el guardián de la confianza pública, puede dinamitar las instituciones que nos pertenecen a todos. Porque su profanación desde dentro es el ataque más devastador que puede sufrir la democracia.