Podrán contracturarme la garganta con su inminente asombro neurotecnológico, ponerme aquí o allá como ese aire residual de un silbido saharahui; pero no seré yo quien les haga el trabajo, pues no hay peor esclavo que el que no precisa de esclavista.
No quiero renunciar a los derechos de mi inteligencia.
No quiero reunirme una vez al mes con todos los ignorantes de la Cuenca del Ebro.
No quiero establecerme lo que me reste de vida encima de un mendrugo de pan que se siente depresivo porque nadie se lo come.
Yo quiero dejar de ignorar para ignorar con libertad —cabello libre de su dueño es esclavo del aire—.
Publico porque tengo la responsabilidad de decir lo que pienso, para compartir mi libertad con los futuros españoles; y escribo para ejercerla sin esperar ningún aplauso que no me corresponda, sin pensar en el suicidio como solución preventiva por si fueran a matarme.
Protejo mis problemas de las soluciones de los demás.
A veces hago lo que escribo y en ocasiones lo escribo para hacerlo.
Soy dueño del terror que proporciono a mi enemigo; dueño, además, de que se crea equivocadamente a salvo como todos los clítoris indetectables —si la libertad no crea problemas a menudo, no es tal libertad sino autoengaño—.
Soy dueño de escoger a quién prefiero que me mate.
Y durante nueve o diez milésimas, cuando el cuchillo fuese hundido en mi pecho, también sería dueño de su hoja.