La presunción de inocencia es uno de los pilares fundamentales sobre los que se asienta cualquier Estado de Derecho moderno. Es una garantía procesal esencial que asegura que toda persona es considerada inocente hasta que no se demuestre lo contrario mediante pruebas fehacientes en un juicio justo. Sin embargo, su aplicación e interpretación, especialmente en el fragor del debate público y político, a menudo se torna compleja, llegando a rozar lo que podríamos llamar una "presunción de inconsciencia" colectiva, donde el principio se invoca o se ignora según conveniencias. Este texto no pretende ser un tratado jurídico, sino una reflexión ampliada sobre cómo este principio se ha visto recientemente en el centro de una controversia política y mediática en España, a raíz de unas declaraciones de la ministra María Jesús Montero.
El incidente en cuestión ocurrió durante un mitin político. Unas palabras de Montero, interpretadas por muchos como un cuestionamiento de la presunción de inocencia en casos de violencia machista, desataron una tormenta. Es crucial señalar que, en ningún momento, la ministra afirmó explícitamente no creer en este principio constitucional. No obstante, la maquinaria de la crítica se puso en marcha de inmediato. La denominada "derecha mediática", figuras prominentes del Partido Patriotero, analistas de diversas cadenas televisivas como La Sexta, e incluso voces dentro de su propio espectro político, coincidieron en señalar el "error" de Montero.
Para entender la controversia, es necesario analizar la figura de María Jesús Montero y su particular estilo de comunicación. Más allá de sus problemas de dicción, que van más allá de su reconocible acento andaluz, Montero a veces muestra una vehemencia expresiva que puede llevar a formulaciones imprecisas o fácilmente malinterpretables. Cuando expresó su frustración por la histórica incredulidad que sufren las mujeres víctimas de agresiones sexuales o comportamientos machistas frente a la presunción de inocencia del presunto agresor, su intención era señalar una problemática muy específica y real. Se refería a esas situaciones grises, a menudo sin testigos ni pruebas físicas directas, donde la balanza de la justicia ha tendido históricamente a inclinarse en contra de la víctima.
Pensemos en el ejemplo clásico: una agresión en un espacio privado, como un ascensor. La palabra de la mujer contra la del hombre. Sin marcas visibles, sin grabaciones, sin terceros. ¿A quién creer? Históricamente, la duda ha beneficiado casi sistemáticamente al acusado, dejando a la víctima en una situación de desamparo probatorio. Casos de figuras públicas, como un conocido cantante de ópera acusado de tocamientos en camerinos y besamientos no deseados, o un actor franco-ruso con acusaciones similares, ilustran esta dificultad. Son actos que, por su naturaleza, a menudo ocurren en la intimidad y son difíciles, si no imposibles, de demostrar más allá de toda duda razonable basándose únicamente en el testimonio. A este desequilibrio estructural, a esta dificultad inherente a la prueba en ciertos delitos, es a lo que, presumiblemente, Montero quería referirse. Su expresión pudo ser torpe, pero el fondo del asunto que señalaba –la vulnerabilidad probatoria de las víctimas de ciertos tipos de violencia– es innegable y merece una reflexión seria, más allá de la literalidad de una frase sacada de contexto.
Aquí es donde entra en juego la reacción pública y política. Una vez pronunciadas las palabras, la interpretación se bifurca. Por un lado, se puede optar por un ejercicio de comprensión contextual, de buscar el significado probable detrás de una formulación imperfecta, mostrando empatía y reconociendo la complejidad del tema abordado. Por otro lado, se puede elegir la vía del ataque directo, del "tirar a degüello", aprovechando la ambigüedad para desgastar políticamente al adversario o para reafirmar posturas ideológicas preexistentes. La rapidez y virulencia de las críticas hacia Montero sugieren que muchos optaron por la segunda vía.
Resulta especialmente llamativo, como señala el texto original, contrastar esta reacción con el tratamiento mediático y político del caso Koldo García. A García se le atribuyó una supuesta agresión sexual a su mujer basándose en "indicios", una categoría probatoria mucho más débil que un testimonio directo, y esto a pesar de que la propia mujer negara los hechos. En este caso, la presunción de inocencia pareció quedar en un segundo plano para muchos de los mismos actores que tan vehementemente la defendieron frente a las palabras de Montero. ¿Por qué esta diferencia de vara de medir?¿Se aplica la presunción de inocencia de manera selectiva, en función de intereses políticos o partidistas? ¿Se protege más este principio cuando el acusado es afín o cuando atacar a quien cuestiona su aplicación (aunque sea indirectamente) beneficia a una determinada agenda política, como la del PP?
Esta aparente inconsistencia invita a una reflexión más profunda sobre la instrumentalización de los principios legales en el debate público. La presunción de inocencia no debería ser un arma arrojadiza, sino una garantía universal. Sin embargo, la polarización política actual parece convertir cada declaración, cada incidente, en munición para la batalla partidista, olvidando a menudo la sustancia de los problemas reales.
El ataque a Montero, además, puede analizarse desde varias perspectivas. ¿Se la critica por ser mujer y atreverse a señalar una incomodidad en un sistema legal diseñado históricamente desde una perspectiva masculina? ¿Se la ataca por pertenecer al PSOE, en un clima de confrontación constante? ¿O simplemente se aprovecha su dificultad expresiva para magnificar un error y convertirlo en una herejía contra los principios democráticos? Probablemente, una combinación de estos factores explique la desproporción de la reacción.
En conclusión, la controversia en torno a las palabras de María Jesús Montero sobre la presunción de inocencia es un síntoma de varias cuestiones complejas: las dificultades inherentes a la prueba en casos de violencia de género, la tensión entre la protección de las víctimas y las garantías procesales del acusado, la tendencia a la simplificación y la polarización en el debate público, y la posible instrumentalización de principios legales con fines políticos. Si bien la claridad expresiva es deseable en cualquier figura pública, reducir el debate a un simple "error" de comunicación es obviar la profundidad del problema que Montero, acertada o torpemente, intentaba señalar. La presunción de inocencia es irrenunciable, pero también lo es la necesidad de encontrar mecanismos para que las víctimas de delitos sexuales y machistas no se enfrenten a un muro de incredulidad sistemática. Quizás, en lugar de rasgarnos las vestiduras por una frase, deberíamos abordar con más seriedad y menos partidismo cómo equilibrar estas dos exigencias fundamentales de la justicia. Y por favor, los paletos malintencionados, absténganse. Un saludo todo el mundo.