La política, todos lo sabemos, es hoy una actividad desprestigiada. Por eso es importante volver los ojos atrás y fijarse en la contribución de Franklin Delano Roosevelt, un presidente de Estados Unidos que, a diferencia del actual, de cuyo nombre preferiríamos no acordarnos, hizo del compromiso moral y la virtud cívica dos pilares de su mensaje. Su mandato no fue una época fácil: una recensión y un conflicto mundial. Sin embargo, no utilizó las dificultades de su país para proponer menos democracia sino más compromiso con las libertades. Lo comprobamos en Discursos políticos de los años de la guerra (Tecnos, 2024), una reciente recopilación de sus intervenciones, en las que, gracias a una utilización magistral de los recursos de la retórica, se muestra como un incomparable comunicador. Así debería ser siempre puesto que la política, por naturaleza, se basa en la capacidad para razonar y transmitir un programa.
Para Roosevelt, la democracia no consiste solo en votar cada cuatro años. El gobierno tiene la obligación de velar por el bienestar económico de sus ciudadanos y atender, en especial, a las necesidades de los más débiles. El progreso no consiste en que los ricos sean más ricos sino en proporcionar “lo suficiente a quienes tienen demasiado poco”.
Nos hallamos, por tanto, ante una defensa decidida del Estado del bienestar que se realiza en nombre de la mejor tradición norteamericana. Si la gente no posee un mínimo de seguridad económica no podrá buscar la felicidad, un derecho que ya en el siglo XVIII se recogió en la Declaración de Independencia. Eso quiere decir que los estadounidenses trabajan para vivir, no viven para trabajar. El acceso al ocio y a la cultura también son importantes.
El presidente demócrata evidencia una aguda sensibilidad por problemas como el de la vivienda, que todavía nos afligen. Sabe que millones de conciudadanos habitan en suburbios, en hogares que, lejos de proporcionar confort, constituyen foco de enfermedades que amenazan la salud de las generaciones futuras. Este desastre, como otros, caso de la mala alimentación y la pobreza en el vestuario, nada tiene de natural e inevitable. El bienestar colectivo no debe quedar en manos del azar, de una iniciativa privada incapaz, por sí misma, de atender a las necesidades de todos.
¿Qué hacer para enfrentarse a tantos y tan graves obstáculos? El entonces inquilino de la Casa Blanca tenía muy claro que el Estado debía actuar como una potente herramienta frente a los desafíos colectivos. Antes se había intentado solucionar la crisis prescindiendo de ese instrumento y el resultado, una total ineficacia, saltaba a la vista. En la actualidad podemos decir lo mismo puesto que el neoliberalismo, basado en el empequeñecimiento de lo público, solo nos conduce a más desigualdad. Así, frente a la idolatría del mercado, Roosevelt nos propone que encontremos “controles prácticos sobre fuerzas económicas ciegas y sobre hombres ciegamente egoístas”. Del éxito que tengamos en esta misión dependerá la calidad de nuestro autogobierno. La justicia social, de esta forma, viene a ser el fundamento más íntimo del sistema democrático.
Roosevelt era plenamente consciente de que el fascismo, por entonces en auge, proponía recortar las libertades para arreglar un mundo que atravesaba una de sus crisis más peligrosas. Eso era así no porque los italianos o los alemanes fueran especialmente autoritarios sino porque se habían cansado del desempleo y de ver a sus hijos hambrientos. La falta de liderazgo y de soluciones les había empujado a confiar en los cantos de sirena de los movimientos totalitarios: “han elegido sacrificar la libertad con la esperanza de recibir algo para comer”.
Mientras leemos al presidente demócrata nos resulta Imposible prescindir del crecimiento de la extrema derecha en la Europa del siglo XXI, en la que bárbaros nuevos y viejos se alimentan de la falta de expectativas. Si nuestras democracias no saben proteger a sus ciudadanos, inevitablemente llegaran los que propugnen una tiranía como si fuera buen negocio. Roosevelt lo vio con toda claridad: “La historia prueba que las dictaduras no nacen de estados fuertes y exitosos, sino de estados débiles e indefensos”:
Hitler y Mussolini habían sabido aprovechar la incertidumbre y la angustia. Estados Unidos, por el contrario, se proponía “hacer lo que requieren los tiempos sin ceder su democracia”. Eso implica un cambio político pero también una transformación moral. El país, si desea recuperar la prosperidad antigua, ha de entender que la búsqueda obsesiva del beneficio individual no es solo un error ético. Tampoco sirve como principio económico. Los que alardean de su sentido práctico y cierran los ojos a los ideales nunca van a conseguir que el mundo sea mejor de lo que es. De ahí que sus éxitos no merezcan, ni mucho menos, nuestra admiración: “Estamos empezando a abandonar nuestra tolerancia al abuso de poder de quienes traicionan por los beneficios las decencias elementales de la vida”.
Ahora estamos acostumbrados a la demagogia. Cada vez que ocupan el gobierno, tanto la derecha como la izquierda son expertas en decirnos que “España va bien”. Roosevelt, en cambio, no le oculta a sus compatriotas los graves obstáculos que se interponen en su camino. Les dice la verdad a la cara, sin perder nunca de vista que son adultos. Pero, a continuación, hace un canto a la esperanza. Cree que los norteamericanos pueden salir adelante si evitar caer en la comodidad, el oportunismo o la timidez. No ignora que la fortuna, como dirían los antiguos, solo sonríe a los audaces. El suyo es un proyecto de futuro, no un simple parche para que todo se reduzca, como se dice vulgarmente, a “ir tirando”.
Los clásicos son clásicos porque nos hablan aquí y ahora. El gran artífice del “New Deal” no es simple curiosidad para los historiadores sino una voz que nos pide que saquemos lo mejor de nosotros mismos a la hora de construir un futuro que merezca la pena, un futuro a la altura de nuestros sueños. Roosevelt, con un lenguaje bellísimo que tanto contrasta con la pedestre oratoria de nuestro presente, insiste en ello una vez más: “Debemos navegar -navegar, no permanecer anclados, navegar, no ir a la deriva”.