“¿Qué tiene que hacer un Estado...? ¿Qué tiene que hacer un gobierno, cuando alguien vulnera la Constitución, cuando alguien declara la independencia, cuando alguien corta las vías públicas, realiza desórdenes públicos, cuando alguien está teniendo relaciones con dirigentes políticos de un país que está invadiendo Ucrania...?”
Con estas palabras, comenzó la ministra española de Defensa, la señora Margarita Robles –en sede parlamentaria–, a reconocer, de facto, que había existido un espionaje masivo contra políticos y abogados catalanes relacionados con el independentismo, tal como habían denunciado Citizen Lab y la Universidad de Toronto en un informe que fue validado per Amnistía Internacional. Hoy se conocen 65 intervenciones en teléfonos, pero Citizen Lab investiga la posibilidad de que pueda haber, por lo menos, 150 más.
Este caso, a mi modo de ver, solo presenta dos escenarios posibles: que las escuchas telefónicas, que indudablemente se produjeron, hubieran sido efectuadas ilegalmente, lo que comportaría que se convirtieran en un caso penal, o que se hubieran hecho a instancias de un juez, que podría haber prevaricado puesto que no se puede iniciar una intromisión en la privacidad de tantas personas, máxime cuando parece imposible establecer una causa común que lo justifique. Recordemos que el juez Baltasar Garzón fue inhabilitado por haber autorizado escuchas a los imputados en el caso Gürtel. Pues bien, aquí hay una escucha masiva a ciudadanos –no imputados, además, entre los cuales, abogados– cuya única culpa es estar relacionados con una ideología que no place al Estado. Recordemos que la cosa no arranca desde el famoso referéndum de 2017 en Cataluña, sino que, ya en 2015, había habido alguna escucha a personas relacionadas con el independentismo. Por tanto, los motivos no pueden ser más que de orden ideológico.
Por consiguiente, tanto si existe cobertura judicial como si no, el escándalo político es mayúsculo. Y, sin embargo, la señora ministra se permitió un discurso con marchamo claramente exculpatorio. ¡Pues claro, señora ministra! ¿Qué tiene que hacer un Estado?: ¡vulnerar la ley y dejarse de prejuicios democráticos y demás zarandajas…! ¿Verdad? Sí, señora. ¡Como en los mejores tiempos...!
Porque, claro, a la señora ministra, no se le debió ocurrir que quizás había otras formas de hacer frente a una situación en la que más de dos millones de ciudadanos de un mismo territorio, claman durante años que se sienten incómodos en ese Estado, que, por lo visto, no sabe resolverlo si no es vulnerando la ley y las normas más elementales de la democracia. ¡Menudo espectáculo, ante nuestros socios europeos con democracias que ofrecen garantías!
Naturalmente, a la señora Robles, ni se le pasó por la cabeza por un solo instante escuchar a los que claman –darles audiencia, vaya, porque, escucharles, sí se les escuchó–, negociar con ellos, pero negociar de verdad, ¿eh?, pactar una solución, ver cuáles eran las quejas, averiguar de dónde procede su malestar, intentar llegar a satisfacer unos mínimos por los que esos dos millones largos de ciudadanos, que pagamos impuestos como los demás, quizás podríamos estar dispuestos a pactar condiciones en nuestras exigencias. Como hizo el Reino Unido con Escocia y, mucho antes, el Canadá con Quebec.
“¿Qué tiene que hacer un Estado…?”, dijo la señora ministra, como comprendiendo y disculpando la “ligera veleidad” que habría tenido ese Estado al haber espiado sistemáticamente a cargos electos y a abogados, entrando en su intimidad, accediendo a todo tipo de información, hasta la privada, que nada tiene que ver con su actividad política o profesional, vulnerando el derecho al secreto profesional y a la confidencialidad entre abogado y cliente, obteniendo información que podía ser utilizada ventajosamente por sus adversarios políticos...
La alocución de la señora ministra parecía inducir a una única respuesta: ¡Pues, claro! ¿Qué esperaban ustedes? El Estado, pobrecito, que se las tiene que ver con gentuza de un determinado territorio que tiene la desfachatez de tener unas ideas distintas a las del resto de ciudadanos, no tiene más remedio que utilizar todos los recursos a su alcance, aunque sean ilegales y hagan saltar por los aires los ya oxidados goznes de esta maltrecha democracia nuestra. Y si hay que espiar, se espía. Y si eso no es legal, pues da lo mismo porque la unidad de España justifica que se pase por encima de la ley.
Hoy por hoy, aún no se sabe exactamente quién ha efectuado ese espionaje ni quién lo ha financiado. Pero lo que sí es cierto es que, si como pareció reconocer la señora ministra, fue alguna administración del Estado, una vez se ha cruzado esa gruesa línea, hay que preguntarse quién va a fijar el nuevo límite y dónde va a fijarlo. ¿Se va a ir aún más allá? ¿Qué puede ser lo siguiente? Porque, una vez se ha aceptado que, si hay que espiar se espía incluso pasando por encima de la ley, ¿si hay que secuestrar, también se secuestra? ¿Si hay que torturar, se tortura? ¿Si hay que matar, se mata? ¿Hasta dónde se puede llegar por la unidad de España? Nuestra memoria no puede ser tan corta como para olvidar que existieron unos abominables GAL y un señor X que hicieron de las suyas a propósito del también abominable terrorismo vasco. Además, fue precisamente la señora Robles, cuando era subsecretaria de Estado de Justicia e Interior, la que impulsó la investigación del secuestro y sendos asesinatos de Lasa y Zabala, que posteriormente fueron enterrados bajo una capa de cal viva.
En los casos de Escocia y Quebec, los correspondientes estados no dudaron ni un solo momento de que había que celebrar un referéndum para dar voz a los que protestaban. Sin embargo, supieron convencer a una mayoría de los ciudadanos de esos territorios –que, por cierto, perseguían lo mismo que perseguimos los catalanes– que era más conveniente quedarse en el Estado que salir de él. Por eso, los independentistas acabaron perdiendo ese referéndum, aunque fuera de manera muy ajustada en ambos casos.
¿Por qué el Estado español no sabe hacer eso? ¿Por qué el Estado español no quiere hacer eso? Pues porque no se atreve. Porque, en el fondo, sabe que, a lo mejor, para ser un ciudadano del Reino Unido o del Canadá, vale la pena renunciar a la independencia. Porque ese ciudadano tiene la seguridad de que se respetarán sus derechos nacionales en el Estado común, pero que, en cambio, para ser un ciudadano del Estado español, al que la democracia le viene muy grande y cree que los derechos nacionales no son más que pamplinas, no vale la pena. Láncense, ¡caramba! Demuéstrennos en las urnas y a través de un referéndum que, efectivamente, el independentismo es minoritario en Cataluña, si tan seguros están de ello.
La Constitución prohíbe la separación de cualesquiera de los territorios del Estado (igual que prohíbe las escuchas ilegales, por cierto). Sin embargo, la Constitución no prohíbe que se modifique ese mandato por las vías que ella misma establece. Unas vías que, sin el acuerdo de los grandes partidos, hacen imposible esa modificación. Pero la modificación, en ella misma, sería perfectamente posible si esos partidos mayoritarios tuvieran la actitud democrática que tuvieron el Reino Unido y Canadá. Es decir, escuchar el clamor de los ciudadanos y darle respuesta con recursos democráticos. Y, desde luego, lo que no prohíbe la Constitución ni ninguna ley española es la celebración de un referéndum como el que tuvo lugar en Cataluña el día 1 de octubre de 2017. Y, sin embargo, ese referéndum generó una actitud extremadamente hostil del Estado hacia los catalanes y una represión que fue y está siendo todavía la causa de una implacable persecución política e ideológica de muchos ciudadanos. Fíjense qué diferencia de comportamiento entre el Reino Unido y Canadá en comparación con el del Estado español. ¡Vergüenza, debería darles! ¿Con esos mimbres, cómo pretenden que abracemos, como metecos en tierra propia, esa tronada españolidad que nos quieren vender?
Esa obtusa obcecación en la unidad de España, aunque sea a la fuerza, lleva al encastillamiento. Y ese encastillamiento lleva a justificar cualquier barbaridad. Por ello, el Estado español no ha transigido jamás en preguntar a los ciudadanos de Cataluña qué es lo que queremos. Aunque para ello haya habido que meter en la cárcel a representantes electos, a través de un juicio que fue una burla, aunque haya habido que golpear brutalmente a ancianos y se haya mutilado de manera irreversible a determinadas personas, aunque haya habido que amenazar con la cárcel a ciudadanos que, aún hoy, están siendo investigados por nimiedades y que han tenido que sufrir, por ello, una terrible experiencia en su vida.
Podrán encarcelarnos, podrán reprimirnos, podrán cercenar la cabeza de los partidos como se jactó de haber hecho Soraya Sáenz de Santamaría, podrán prohibirnos votar, podrán dictar sentencias, podrán vulnerar la ley y hasta esa Constitución que aseguran defender. Pero no van a poder hacernos callar. Quizás conseguirán que, en las elecciones y en las encuestas, según la coyuntura de cada momento, en algunas ocasiones seamos menos y, en otras, seamos más. Pero siempre seremos muchos. Siempre seremos tantos que algún día tendrán que escucharnos. No lo dude, amable lector.
Para acabar, permítame parafrasear a la señora ministra: ¿Y qué tiene que hacer una nación como Cataluña...? ¿Qué tiene que hacer un pueblo, cuando alguien vulnera los derechos más elementales de sus ciudadanos, cuando el Estado desoye el clamor de más de dos millones de personas, cuando la policía reprime salvajemente a unos ciudadanos que solo pretendían votar, persigue y encarcela a los disidentes, cuando los que se proclaman defensores de la Constitución transgreden sus preceptos sin pestañear...?
¿Qué hay que hacer, en definitiva, para que el Estado español se comporte democráticamente con la disidencia de una puñetera vez?