Un poco de carisma, un buen número de seguidores, un discurso convincente y acceso a las redes sociales bastan para tener el poder de influir sobre la salud de miles de personas en todo el mundo. Así de sencillo; demasiado, incluso. Más aún en una sociedad con una frágil salud mental, enferma de soledad crónica y con un espíritu crítico que, a menudo, parece estar en peligro de extinción.
Las redes sociales nos han igualado y han democratizado la difusión de las opiniones individuales. Gracias a ellas, cualquier persona tiene la oportunidad y la facilidad de decir lo que considere del tema que desee; puede informar/opinar –en redes sociales, los límites entre ambas se han difuminado casi por completo- de lo que quiera o de lo que más beneficio le reporte en forma de seguidores, likes, ingresos por publicidad con marcas o satisfacción de las necesidades del ego personal. No está mal y, algunas veces, puede ser enriquecedor. Pero sí es cierto que hay ámbitos, como el relativo a la salud, en los que puede ser peligroso y llegar a costar vidas humanas; especialmente, cuando influencersque no provienen del sector sanitario hablan de enfermedades, promocionan suplementos y tratamientos o se convierten en imagen de centros sanitarios.
En redes sociales se publican cada día millones de recomendaciones sobre autocuidados, suplementación, tratamientos y terapias, kits de autodiagnóstico, clínicas y centros médicos y, la mayoría de las veces, esas informaciones no proceden de voces autorizadas, de profesionales sanitarios o expertos en el tema. Hay quien llega a recomendar medicamentos que requieren receta médica, lo cual es ilegal.
Las redes sociales se han convertido en una ventana de información, formación y consumo. Y la salud no escapa a esta tendencia. Reconozcamos que no es lo mismo que recomendar una prenda de ropa, un cosmético, una experiencia de ocio, un libro o un electrodoméstico. Dar consejos sobre salud es otro nivel para el que no todo el mundo está preparado y cuyo impacto, tanto a nivel general como particular, puede llegar a ser abrumador.
Estar expuestos a continuos mensajes sobre suplementos, tratamientos, terapias… puede, cuanto menos, generar dudas sobre si también se necesita ese suplemento, ese tratamiento o servicio tan fantástico y milagroso del que hablan constantemente en redes sociales y que parece que cambia vidas. Lo más probable es que esos mensajes terminen creando necesidades donde quizás no las haya y empujando al consumo innecesario o incluso perjudicial sino hay un profesional formado, respetuoso con la ética profesional y con valores que lo pare antes. Nada es inocuo. Ni tan siquiera los tratamientos que ofrecen en centros de estética o los suplementos a base de plantas medicinales, que pueden tener efectos secundarios e interaccionar con fármacos, con otros suplementos, con los alimentos, alterar el curso de otras patologías…
¿Quién es responsable de esto?
Los influencers tienen derecho a ganarse la vida promocionando lo que deseen, incluso productos y servicios sanitarios. Las empresas también tienen derecho a utilizar el marketing de influencia para llegar a más público. Y los gobiernos… Sí, pueden regular esta cuestión, pero dudo si realmente deben de hacerlo. Una sociedad que necesita de figuras paternalistas que le indiquen siempre lo que debe o no hacer a golpe de legislación, es una sociedad con carencias importantes. Por tanto, la responsabilidad es individual, recae en cada uno.
Cuestionar lo que se ve; decidir si se quiere confiar en alguien que hoy promociona unos vaqueros, que mañana es imagen o parece ser paciente de una clínica de medicina estética y que, a las pocas horas, lo es o parece serlo, también, de una clínica de fisioterapia; elegir entre analizar lo que se escucha y se lee y contrastarlo con un profesional para determinar si es adecuado para uno o seguir ese consejo ciegamente, tiene que ser de incumbencia y responsabilidad personal, siendo conscientes de las consecuencias. Y ello, bebe de la madurez, la sensatez, el juicio, el respeto y el valor que cada uno quiera conceder a su vida, pero también de una adecuada educación sanitaria.
Internet y las redes sociales nos han convertido en falsos eruditos, o al menos, nos han hecho sentir como tales. Si bien, en todo lo relativo a la salud y el bienestar la barra libre no debería de existir.
China ha sido uno de los primeros países en prohibir a los influencers hablar de temas como la salud si no tienen formación acreditada. Más cerca, tenemos el ejemplo de Galicia. El pasado mes de marzo, la Xunta aprobaba un decreto por el cual las farmacias no pueden publicitarse a través de influencers. ¿Es esa la solución? Parece que sí, pero no deja de ser triste que necesitemos que los gobiernos tengan que regularlo todo, cuando, tal vez, sería mejor para todos que se dedicaran a la promoción de la educación sanitaria para fomentar el autocuidado y evitar el mal uso y consecuente colapso del sistema sanitario.
Termine regulándose o no el papel de los influencers en la comunicación en salud, nuestros mejores salvavidas ante los miles de imputs informativos que recibimos cada día, siempre serán el pensamiento crítico y la educación sanitaria para ser capaces cuestionar todo cuanto vemos y escuchamos. ¿Tenemos suficiente de todo eso?