A la hora de analizar los procesos, sucesos o acontecimiento geopolíticos (tanto a nivel de Estado como internacional) se olvida por completo tomar como punto de partida el sistema socioeconómico que rige el funcionar del orden mundial. Esto es importante porque, según qué sistema, podemos alcanzar a entender mejor lo que sucede en nuestro entorno. El capitalismo, en su fase de globalización neoliberal, es el complejo sistema que domina todos los ámbitos del día a día a través, eso sí, de una poderosa élite político-económica. Por tanto, nada de manos invisibles o mercados autorregulados para explicar el presente, existe un grupo social que se encarga de mover personas y recursos a su antojo para la generación y acumulación de riqueza. No obstante, lo que resulta enormemente llamativo es que, en la sociedad capitalista, los que se encuentran al frente de ella nunca jamás aparecen como un factor determinante en la geopolítica. Las tensiones, revueltas, conflictos armados o crisis en general (económicas, humanitarias y medioambientales) aparecen explicadas como fruto de la casualidad, de la acción de un sátrapa (con toda seguridad antes era un antiguo aliado de occidente) o de un grupo social/pueblo minoritario de carácter sanguinario. Visto lo visto, los que hicieron de este planeta una gran empresa nunca opinan, condicionan, deciden o son responsables de lo que pasa en él.
La historia del capitalismo está plagada de planificadas injerencias con claros objetivos económicos y políticos. Estos movimientos han sido controlados y provocados, siempre, por aquellas familias dueñas de las grandes compañías y capitales. Un grupo con capacidad para construir Estados según sus necesidades y, así mismo, modelar y controlar a la mayoría social constituyendo un complejo sistema de poder o establishment. Por tanto, no se trata de un poder oculto o sociedades secretas que mueven sus hilos en la sombra sino, más bien, de personas con nombres y apellidos (algunos hasta dan la cara por ego) al frente de corporaciones e instituciones que, como no podía ser de otra forma, se reúnen y emiten comunicados o informes sobre el futuro de amplios territorios o varios sectores económicos. Ahora bien, comparten el modelo pero discrepan, según al sector que representan, en cómo sacarle el mejor provecho.
Está claro que, como consecuencia de no conformar un grupo social homogéneo, surgen continuas tensiones cuando se ponen a determinar cuál es la mejor estrategia para gestionar un territorio. Estas disputas pueden terminar resolviéndose desde las instituciones y organismos de cada Estado o supranacionales. Sea como fuere, es clave el papel que desempeña cada lobby o partido político afín en la resolución de la causa que, por supuesto, siempre debe omitir representar las necesidades reales de la mayoría social. Pero, como más gusta dirimir una disputa entre élites de diferentes Estados es, al margen de la “vía política”, con la violencia. Un conflicto armado moviliza recursos, capitales y genera innumerables botines que satisfacen la parte más especulativa del sistema sin importar, por descontado, las consecuencias que estos conflictos generan sobre la población. ¿Qué se puede esperar de una élite que hace de la ayuda humanitaria y la solidaridad un negocio?
En ese sentido, los trabajos de Josep Fontana, Naomi Klein, Chomsky o Encarnación Lemus (recomendable para entender la intervención de EEUU en la “modélica” transición española) son esclarecedores a la hora de indicar el potencial de la élite norteamericana en la configuración del presente político y socioeconómico mundial. En el caso del Estado español se puede rastrear los intereses de la misma a través de la obra de Mercedes Cabrera y Fernando del Rey que, bajo el título El poder de los empresarios, nos relata de manera cronológica sus actuaciones. Una lectura que, posteriormente y para reconectar económica y políticamente con un pensamiento crítico, debe ser acompañada de las diversas obras y artículos de Naredo, Julián Casanova o Ángel Viñas. Al margen de estos autores también podemos seguir lo que está sucediendo en el presente a través de revistas y periódicos independientes. Es decir, contamos con estudios y documentación suficiente que acredita el modus operandi de la clase social dirigente para, si así lo estimamos oportuno, señalarles como responsables y ponerle freno.
La realidad es que, pese a todo lo anteriormente señalado, nunca se habla del papel determinante que la élite juega en el devenir diario de nuestras vidas. Es decir, no forma parte, ni como remota y posible variable, de las conversaciones que a diario mantenemos entre nosotros mismos para explicar-nos, por ejemplo, la guerra de Ucrania y sus consecuencias o, a nivel “doméstico”, lo que suponen las llamadas “cloacas del Estado”. Llegados a este punto no nos queda más remedio que volver a recordar, una y otra vez, el papel que los mass media (en propiedad de la élite) juegan en el mundo audiovisual globalizado. Éstos, junto con gobiernos u organismos supranacionales, se empeñan, ante al más mínimo acontecimiento geopolítico, en descargar a la élite de cualquier tipo de responsabilidad política, económica, militar o medioambiental.
De repente, cuando se atisba el posible desbordamiento de un conflicto, las compañías que tanto interés tenían en tal recurso geoestratégico (plasmado en informes, declaraciones o conferencias) dejan simplemente de aparecer. Son desconectadas de la realidad. Como si nunca hubiesen existido. Los acontecimientos pasan por el todopoderoso filtro de la metacultura neoliberal para, una vez descontextualizados y simplificados, construir el mejor relato posible dentro de los marcos conceptuales que la población maneja. A partir de entonces se pasa a analizar el acontecimiento como resultado de la acción de un tercer actor ambicioso y cruel contra el que hay que luchar o responsabilizar de lo sucedido. Nos dicen, corrigen y bombardean con la idea de que se trata de una cuestión de principios, un inevitable “choque de civilizaciones” donde está en juego la libertad política y el estilo de vida occidental. Además, cuando se producen respuestas desde la voluntad popular (movilizaciones o protestas) contra las acciones o mensajes del establishment, éstas son rápidamente condenadas, demonizadas y reprimidas de forma “legal” o violenta.
La élite es la única clase social con capacidad para tener una visión holística del sistema y, sobre todo, poder real y efectivo para reinterpretar el pasado, planificar el futuro y condicionar el presente. El objetivo final de dicho grupo es, a base de hacer creer a la mayoría social que con sus acciones están defendiendo los intereses colectivos, sostener de forma indefinida los privilegios de una selecta y poderosa minoría.