¿No es increíble? no hace mucho tiempo nos quejábamos de lo absolutamente miserable que era ganar 1000 euros y esta última semana debatimos sobre si es lícito y provechoso trabajar gratis. Como hemos llegado hasta aquí no es algo, me temo, para nada casual. La polémica la han puesto nuestros merecidamente famosos cocineros, pero me temo que no han sido los primeros: todos sabemos de empresas multinacionales, compañías eléctricas, entidades bancarias, colegios prestigiosos, despachos de abogados, etc que se sumaron, hace mucho tiempo, a esta nueva forma de explotación laboral que no es nueva en cuanto al fondo, pero sí en cuanto a las formas: además de explotarte, además de dar lo mejor de ti en tus mejores años, debes sentirte agradecido. Con un par.Por eso reivindico de nuevo la importancia del lenguaje aquí, de cómo lo usamos, de cómo lo gestionamos: aplicar términos como “afortunados” o “privilegiados” a los hombres y mujeres que se ven abocados a aceptar una de estas “ofertas” es lamentable, ruin y mezquino. Decirles que todo el mundo empezó así, que la experiencia les va a enriquecer, mientras que se pasan meses pelando patatas o zanahorias, llevando y trayendo cafés o haciendo fotocopias es de ser, cuanto menos, unos auténticos hipócritas: porque no nos olvidemos, pero cualquiera que se haya visto involucrado en unas prácticas sabe que, salvo contadísimas excepciones, no va a aprender allí absolutamente nada. Y solo los muy gilipollas se sienten realizados mientras que cortan la enésima cebolla, grapan el centésimo informe o intentan recordar para quién era el café con leche de soja y el cappuccino con leche desnatada.Pero si el privilegio no es, obviamente, económico, ni tampoco ofrece nada desde el punto de vista profesional… ¿Dónde está ese cacareado privilegio? ¿Hace falta decirlo? En compartir espacio con esos semidioses que pueblan los consejos de administración de nuestros bancos y empresas, esos seres sobrenaturales de los que, según ellos, se aprende por ósmosis o por compartir (si se da el caso) cuarto de baño o ascensor. Se habrán dado hasta casos de que, con solo respirar el mismo aire que uno de estos “cráneos previlegiados” que diría Valle Inclán, alguno de estos afortunados jóvenes precarios descubriese las ventajas de abolir la Glass-Steagal, como explicar la factura de la luz a sus padres o como cocinar un plato que ponga en jaque al celebérrimo “León come Gamba”. La suerte es tener, oh míseros seres inferiores, a uno de estos moradores del Olimpo cerca, para babear al verlo pasar, y correrse a chorros si un día nos dedica unas palabras y como un Coelho con las manos en la masa nos dicen un “nunca te rindas, lucha por tus sueños, si quieres los puedes cumplir”. Paradójico que hablen de sueño los que cuesta creer que, con su forma de actuar, sean capaces siquiera de conciliarlo por las noches.Pero el sumun de esa corrupción del lenguaje viene cuando descubrimos que el término becario se nos ha quedado pequeño. No, este puñado de afortunados, este ramillete de agraciados que van a estar a punto de tocar con la punta de sus dedos a lo más granado en ídolos de barro, para ellos que, como Ícaro, sueñan con alcanzar el sol, “becario” es un término obsoleto. Ellos son “stagiers”. Maravilloso término que, sin decir nada, da un toque chic y sofisticado a lo que, de toda la vida, ha sido ser un pringado. Genial juego neoliberal el de convertir la precariedad, la necesidad, en algo de moda, solo usando (o mal usando, mejor dicho) un término.Todo el mundo que habita en esa morada que los stagiers quieren alcanzar, les insisten siempre en lo mismo: “así se empieza, hay que currárselo, nadie va a darte nada”; y solo parecen tener razón en esa última parte. Es cierto que algunas personas alcanzan un trabajo soñado tras unas prácticas no remuneradas duras y agotadoras, pero son los menos; Owen Jones cuenta en “El Stablishment” como se criba a estos individuos: para empezar, esas prácticas suelen estar adscritas a un máster que, curiosamente, es de los más caros. Pero, por si un pringado es capaz de trabajar a destajo y consigue pagárselo, ahora viene el punto numero 2, la joya de la corona: unas prácticas de al menos un año trabajando entre 12 o 16 horas diarias lo que, obviamente, imposibilita compaginarlo con otro trabajo que nos permita, ironías del destino, pagarnos nuestro otro trabajo. Con esa premisa, no es difícil imaginar que solo las personas con recursos económicos puedan acceder a ese tipo de ofertas. Pero no, en lugar de analizar todo esto, nos han grabado tan a fuego que la experiencia es importante, que va a ser algo enriquecedor que, como una cuadrilla de lemmings, corremos raudos a despeñarnos donde nos manden.De repente, lo he visto claro: en España llevamos siglos siendo unos privilegiados, unos innovadores, unos pioneros en esto de acercar al común y miserable de los mortales al territorio de los elegidos, de los hercúleos y apolíneos hombres hechos a sí mismo. Así que, de repente, surge la idea de pensar que quizás hemos estado interpretando erróneamente a Delibes, y que sus “Santos Inocentes” eran, en realidad, unos privilegiados por poder compartir espacio y vida con lo más granado de la sociedad de su época; por poder aprender de ellos a garabatear su nombre como monos amaestrados, a limpiar caballerizas y porquerizas o a abrir la puerta de la finca con la gracilidad y rapidez de una prima donna del Bolshoi. Quizás Paco el Bajo no era un ser humano tratado como un animal, sino un becario de un master en explotaciones cinegéticas. Quizás Régula disfrutaba llena de mierda de gallina todo el día y pendiente del claxon de un coche pensando que le ayudaría en su brillante carrera posterior.Así que en esas estamos, 50 años después: humilladores y humillados, sintiéndose importantes unos y hasta culpables los otros; merecedores de lo suyo los primeros, anhelantes de una limosna u oportunidad los siguientes. Igual, después de todo, no hemos cambiado tanto.Pero que tengan cuidado, porque como dice un buen amigo: “no conviene reírse del Azarías, que al menos el ahorcó al señorito”.
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