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Recortes, bulos y otros burdos disfemismos

12 de Mayo de 2024
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Los que peinamos canas recordamos los recortes de El Mundo de Pedro Jota que, un día sí y otro también, oreaban la corrupción del pesoe en tiempos de Felipe González.

Felipe, infinitamente más listo y ocurrente que la soporífera medianía actual, contrapuso la verdad real a la verdad publicadaen un intento, por otra parte baldío, de devaluar la información de la prensa aceptablemente libre. No ha mucho, en un ejercicio de sinceridad que particularmente agradezco, afirmó que “en democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad”. Digamos que Felipe pensó en voz alta lo que la inmensa mayoría de la aristocracia política asume sin reservas. Hasta hace relativamente poco, el poder tenía cierto control sobre los medios escritos y audiovisuales que, al calorcito del aquél, construían esa apariencia de verdad. Corren malos tiempos para la lírica, también para los medios, y toda ayuda gubernamental es bienvenida; y correspondida. Siempre ha sido así y me temo que seguirá siendo así.

La dialéctica política, glosada y amplificada por los cronistas de aquí y de allá, tiene sus bondades. La pluralidad de medios informativos y de sus respectivas líneas editoriales alborean las roñas y costras de los adversarios. La coexistencia de la diversidad funciona. Poco importa si las motivaciones son ideológicas, patológicas, nobles o crematísticas pues, aunque fragmentaria, desarrollan una labor vital para la supervivencia de la democracia. No es extrañar, por tanto, que el control absoluto de la verdad publicada es atributo necesario, aunque no suficiente, de todo estado bananero o tiránico.

Suerte que España, de momento, es una democracia suficiente. La verdad no siempre resplandece pero la larguísima lista de putrefacciones partidistas iluminadas por los medios invita a la esperanza. Y en esas estamos.

Uno de junio de dos mil dieciocho. El pesoe de Pedro Sánchez, tras conocerse la sentencia del caso Gürtel, lidera y gana la moción de censura contra el gobierno de Rajoy. Encaramado en la tribuna del Congreso, Pedro Sánchez dijo muchas cosas, incluidas éstas:

“La corrupción merma la fe en la vigencia del Estado de Derecho cuando campa a sus anchas o no hay una respuesta política acorde a la entidad del daño que se ocasiona. Y en último término, la corrupción destruye la fe en las instituciones, y más aún en la política, cuando no hay una reacción firme desde el terreno de la ejemplaridad……….

Creo firmemente en el valor de la palabra…….

Este país, señorías, tiene que mucho reconocer la inmensa labor de quienes levantan el último dique de contención al servicio de la democracia, la fortaleza y la limpieza de las instituciones………..

Me comprometo a impulsar la derogación urgentede aquellos artículos que fueron recurridos ante el Tribunal Constitucional por el PSOE y por los grupos parlamentarios de la oposición. Me refiero a los artículos que limitan desproporcionadamente, a nuestro juicio, el ejercicio de los derechos de reunión y manifestación y la libertad de expresión, a los artículos que restringen la libertad de información de los profesionales del periodismo………”

Reconozcamos que no es la primera vez, ni será la última, que un presidente desbanca a otro para incurrir, poco tiempo después, en las mismas faltas que con tanta vehemencia censuró de su antecesor. Por mucho que los paniaguados cercanos al poder y los fanáticos lo nieguen, Pedro Sánchez no cree en el valor de la palabra dada, no ha venido a liberar la democracia de todas sus impurezas y le incomodan los jueces y periodistas impredecibles. Precisamente por no creer en las instituciones, las asalta y si algo teme y detesta a partes iguales es a lo que él mismo llamó “el último dique de contención al servicio de la democracia”.

España padece una tormenta casi perfecta por su larvada letalidad. De un lado sufrimos los nacionalismos consolidados de Cataluña y Vascongadas, al que habría que añadir el aletargado aunque latente de Galicia. De otro, el bipartidismo del PP y PSOE, omnipresentes en la política nacional de estos últimos cuarenta años y a  cuyas acciones y clamorosas omisiones debemos la debilidad de la democracia y nación españolas. Lo he repetido muchas veces y lo recordaré una vez más. Unos enterraron a Montesquieu y otros se negaron a exhumarlo. Unos y otros, tan pronto tuvieron oportunidad, coparon las instituciones del Estado y controlaron la radio televisión de todos. Ambos se negaron a consensuar una política educativa y sanitaria que, más allá de mantras y cosméticas insensatas, garantizase la estabilidad, calidad y sostenibilidad de la del santo grial de nuestra sociedad del bienestar.  Pudieron y debieron negociar una legislación electoral que primara al individuo sobre el territorio.   Las Cortes  Generales habrían de exhibir y hacer valer el derecho de admisión. La democracia es una conquista permanente y de ninguna manera debería levantar sus barreras a confesos caballos de Troya que sólo buscan la aniquilación, desde sus entrañas, de la patria común.  España no es una entelequia, un sueño o un espejismo; es una realidad edificada sobre la sangre, grandeza, sacrificio y generosidad  de quienes nos precedieron. No hay lugar para la autocomplacencia y fragilidad mostradas por quienes, entre otras cosas, recibieron el mandato de preservar la casa de todos. No hay lugar para ladrones y troleros que, por no creer en nobles ideales, transitan por la política para agenciarse una vida con red. Para polizones que mendigan en castellano y pastorean en euskera y catalán. Para quienes en la Justicia falible pero independiente atisban una amenaza para sus andanzas en absoluto caballerescas.  

La reapertura del Caso Pegasus por la Audiencia Nacional y la admisión a trámite de la denuncia de Manos Limpias (por el posible tráfico de influencias de la mujer del presidente) no deberían inquietar a quienes se saben limpios de toda mácula. El Presidente del Gobierno puede comparecer, cuando así lo desee, para refutar racional y argumentalmente lo que, sobre el particular, ha trascendido en los medios. Pero no lo ha hecho. Escenificó un retiro espiritual para releer su Manual de Resistencia y quién sabe si para hacer algunas llamadas y tocar algunas teclas. Compareció para decirnos lo que, conociendo el paño, ya intuíamos. Que se quedaba, con más fuerza que nunca. No verbalizó explicación alguna, no desmontó ni una sola de las informaciones que se ciernen sobre él y su entorno más cercano. Punto y aparte, dijo. Sonó intimidante. Recordé entonces a los gallos de pelea que acostumbran a defender sus lindes con desafiante altanería. De veras que lo lamento por los miles de socialistas decentes, por la mayoría de sus cargos públicos que insuflan honor y eficacia a sus quehaceres. Conozco a algunos de ellos y tienen mi aprecio y respeto. Incluso algunos de sus principios e ideas son también las mías. Pero, como por otros lares, han de aprender a elegir mejor a su líder pues, para bien o para mal, les representa. Cómo estará la cosa que hasta el diario El País se ha hecho eco del debate sucesorio en el PSOE. Es enteramente cierto que otro PSOE muy distinto del actual, en determinantes momentos de nuestra historia más reciente, testimonió su sentido del deber, responsabilidad y altura de miras. El PSOE, y ante todo España, necesitan otro líder o lideresa porque es mucho lo que está en juego.

Un deseo sincero y bienintencionado que intuyo causará indiferencia cuando no hilaridad. Disculpen la reincidente utopía de este humilde comentarista que, pese a todo o precisamente por todo,  sigue pensando que otra política y otro mundo son posibles.

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