La reforma laboral se mueve en un espectro entre los extremos. Unos la califican de histórica: es la más ambiciosa de la democracia. Otros, en cambio, la bajan al mínimo: no se deroga la reforma anterior y por eso se queda en una reformilla. Los dos extremos tienen una parte de razón y ninguno tiene la razón completa, aunque sí que hay una línea positiva a seguir en el futuro.
Es un triunfo innegable para el Gobierno actual haber puesto de acuerdo a la patronal y a los sindicatos, a través de la ministra de Trabajo. Una reforma se puede imponer, como ocurrió con la anterior, mediante la mayoría de votos en las Cámaras, sin que participe alguna de las partes a las que concierne. Cuando las dos partes interesadas llegan a un acuerdo, no tiene sentido el rechazo político parlamentario, que legisla porque han sido apoyados por la sociedad. Sin embargo, nuestra política es de tal complejidad que todo podría suceder, acabando en otro desastre más. Esperemos que no sea este el caso.
No se trata de una contrarreforma, porque la anterior no se deroga, por lo que sigue vigente. Ni siquiera elimina los aspectos más lesivos de la otra. Es otra cosa nada temeraria, pero sí decisiva. El objetivo no era una revisión a fondo de la reforma popular, sino modernizar el mercado de trabajo para que pase del siglo XX al XXI. Menos no se podía hacer, había que ponerlo al día.
Cuando dos fuerzas sociales claves tienen que ponerse de acuerdo, ya se sabe que todos han de ceder en algo para salvar el conjunto, que es de lo que se trata. Pues esto es lo que ha ocurrido aquí. Si funciona o no lo acordado, solo se verá en la práctica durante los próximos años.
De momento, la reforma tiene tres bases fundamentales, que, si se consiguen, quedaría validada suficientemente: temporalidad, flexibilidad y precarización. Las tres constituían un clamor de la sociedad en forma colectiva, o de toda la sociedad, podríamos decir.
Temporalidad. Es imprescindible acortar los plazos. Son tantos los abusos que se han cometido y se cometen que constituyen un verdadero escándalo laboral y se ha hecho a todos los niveles y no solo en empresas privadas, sino también en administraciones públicas, porque todo se pega. Que un titulado superior, incluso con doctorado y máster, haya tenido más de cincuenta contratos en diez años que lleva ejerciendo en Hospitales y Atención Primaria es el fruto de un abuso contundente. Igual que si le contratan de lunes a viernes para ahorrar Seguridad Social el fin de semana. Ocurre también con los docentes contratados desde mediados de septiembre a mediados de junio para evitar pagar las vacaciones. O despedir al acabar una obra, o por finalización del contrato, para no tener que pasar el trabajador a fijo. Todo contrato temporal tiene que ir a indefinido, si los operarios han cumplido los objetivos. Ahora quedarán tres contratos de los 33 que había: indefinido, temporal, de formación.
Flexibilidad tanto interna como externa. Se mantiene para las empresas, que pueden modificar condiciones de trabajo sustanciales, establecer la movilidad geográfica, no aplicación del convenio, regulación del empleo y el coste de despido, que no se toca. Esto es esencial para la patronal y los sindicatos habrán tenido que ceder. Incluso la ministra de trabajo ha tenido que renuncia a recuperar la indemnización por despido, recortada por el gobierno anterior, porque una parte del gobierno de coalición no lo aceptó. Los ERTE evitarán despidos.
Precariedad. Los trabajos precarios han sido calificados de contratos-basura. Esto se hacía mediante la subcontratación y las empresas multiservicios, que modifican a su antojo las condiciones laborales a la baja. El tema de la limpieza ha sido aquí el peor de los ejemplos con sus propios convenios, que hunden los salarios para poder competir. Así la incertidumbre se impone sobre todo. Contra la precariedad estabilidad y permanencia en el empleo.
De este modo los trabajadores recuperan derechos que habían perdido con la precariedad, que bajaban los salarios en consecuencia. Gana, igualmente, la sociedad. Y también las empresas, porque la patronal mantiene sus derechos en el nuevo marco. Ya no se recortan derechos, como pide la lógica neoliberal, sino que se amplían y refuerzan. Ahora queda acabar con el paro en el que somos líderes y que hay que corregir, como ya se está haciendo con menos agilidad de la deseada, quizás, pero con los datos de empleo positivos. Tenemos implantada la cultura de la precariedad, que irá cambiando, penalizando las cotizaciones. Cuando los empresarios vean que les resulta antieconómico, empezarán a pensárselo. Si se evitaran los despidos, los trabajadores quedarían más protegidos.
Trabajadores, empresarios y Gobierno alcanzan un acuerdo, pero ¿qué dice la oposición? Tampoco entrará en el nuevo marco, al parecer. Así irá contrariamente a la patronal, a los representantes sociales y a los trabajadores, solo por mantenerse en contra del Gobierno. Se equivoca y hace mal a todos por orgullo, fiereza y pura tozudez, dado que se mantiene su reforma, salvo algunos retoques. Nadie los va a doblegar. Esto no desmerece a la ministra de Trabajo y Economía Social, que consigue que España se acerque más a Europa.
Siempre queda una sensación agridulce en todo lo que se hace. Quizás se ha perdido una ocasión única para haber llegado a un gran consenso en las relaciones laborales. Este podría haber sido el mayor orgullo patrio del presente siglo. Ha estado a punto de conseguirse, pero se ha quedado en eso. Si es un buen acuerdo, deberían firmarlo todos y este podría ser un punto de partida para llegar a otros consensos gobierne quien gobierne. Podría orientar perspectivas próximas, pero somos mostrencos para ceder, porque lo consideramos una humillación, sin pensar en la cohesión y unidad, siempre necesarias y hasta imprescindibles.
El final solo es indignidad y bochorno ante el espectáculo en el Parlamento.