Tras la resaca festiva de la pasada semana, los tertulianos y la prensa han celebrado el último aniversario de la Constitución con el último tema estrella de los políticos: la necesidad de que sea reformada: han pasado ya treinta y ocho años desde que fue aprobada.
Unos y otros utilizan el término con una alegría que resulta contagiosa: como si la reforma fuera la solución a todos los males patrios, pero las más de las veces, el rigor no acompaña a sus argumentos, si es que los hay.
¡Con lo que estresan las obras! Pero unos políticos aplauden la idea de emprender una reforma integral: tirar tabiques, dejarlo todo diáfano, dar la vuelta a la casa como si fuera un calcetín, todo a la última, la más moderna, no salvar ni los muebles, todo a lo grande, para que no la conozcan ni sus padres, tan famosos y celebrados durante tantos años.
Otros se apuntan también a la moda reformista, pero menos, dentro de un orden. Unos cuantos arreglos para lavarle la cara: una manita de pintura para tapar los desconchados de la edad; una limpieza para restaurar las manchas de humedad provocadas por las goteras y poco más. Una intervención menor, de cara a la galería. Para tapar la boca a los que pretenden que una reforma, cualquiera, va a suponer terminar con todos los males de la política.
Y algunos van más lejos y pretenden prescindir de la casa común, hacer tabla rasa, dejarse de pegotes, nada de reciclar, eso sólo para el vidrio y los cartones. No vale la pena actuar sobre una ruina. Hay que acabar con los escombros, dejar la casa en solar y empezar de nuevo.
Sorprende que, de golpe, se hay llegado una fiebre reformista que sacude a todos y que la clase política administra y utiliza como le conviene. Tan malo como ponerse ya a reformar por reformar es negarse tozudamente a la reforma.
Lo primero que deberían plantearse quienes propugnan su reforma es si ha funcionado razonablemente en estos años y, en su caso, qué es lo que se ha podido observar que es mejorable o debiera adaptarse a los cambios que ha experimentado la sociedad y sería oportuno recoger en su articulado.
Sería aconsejable que los políticos se sentaran con expertos en la materia, con estudiosos y conocedores de la Constitución de todos los signos, pero de probado prestigio e independencia intelectual, para fijar las pautas a seguir y establecer prioridades. Incluso para decidir si la reforma es necesaria ya o es posible acometer mejoras en la organización política que no la harían imprescindible de manera inminente.
Porque lo primero que se observa cuando se habla de la reforma en algunos foros, con cierta precipitación, a veces, es que no se concretan, de verdad, los puntos necesitados de modificación, se repiten algunos tópicos, nada más. Menos aún se razona el porqué de la necesidad de cambiarlos ni, por supuesto, la urgencia.
Y, además, se olvida, también casi siempre, el sentido de la Constitución en un Estado de Derecho: que sea una norma con permanencia en el tiempo para que sea conocida y aceptada, asimilada por sus destinatarios. Pero, también, para que los valores y principios que establece y que informan el resto del ordenamiento jurídico no se tambaleen cada poco y exijan, a su vez, una revisión en cascada.
Nadie ignora hoy que una norma, por muy fundamental que sea, no puede mantenerse inalterada para siempre jamás, como Franco pretendió que lo fueran los Principios del Movimiento Nacional. Pero tan obvio como esto es que no cabe pretender una reforma con el único argumento de que ha pasado mucho tiempo desde que la norma empezó a regir.
Un aniversario no puede ser excusa para la reforma, pero puede ser el momento de reflexionar, en serio, sobre su conveniencia, necesidad u oportunidad. En serio y sin urgencias, antes bien, con sosiego y serenidad.
Sol Otto Oliván. 12-12-16.