¡Ah, la Escuela Oficial de Idiomas! Esa venerable institución que vio la luz allá por 1911, un tesoro de la educación pública que enseñó a generaciones a decir ‘thank you’ y ‘merci beaucoup’ sin ruborizarse. Y ahora, ¿qué tenemos? La digitalización. El progreso. La muerte lenta de las aulas donde se aprendía más con la mueca de un profesor que con cien tutoriales de YouTube.
¿Renovarse o morir? Eso dicen, pero aquí parece que la consigna es dejar morir y luego simular que fue un accidente. Las administraciones, con sus manos limpias y sus planes de modernización, han abrazado el modelo semipresencial y virtual como quien adopta un cachorro exótico sin saber cómo cuidarlo. ¿Es más barato? Desde luego. ¿Más eficiente? Ah, eso depende. ¿Un golpe mortal para la educación pública? Pregunta capciosa, pero quién sabe si la respuesta ya la conocemos.
Que conste que no soy enemigo de lo digital. He paseado por todas las plataformas educativas posibles, desde los antediluvianos WebCT y Blackboard, a Edmodo y Moodle hace más de una década, hasta Microsoft Teams y Google Classroom hoy en día. ¿Y qué usamos en nuestras escuelas? Pues miren: Aules, un sistema basado en Moodle (versión 3.11), un software de código abierto con licencia GPL, de interfaz anticuado pero muchas posibilidades.
Siempre he usado estas plataformas como complemento a las clases presenciales, pero jamás como sustitutos. Porque, queridos lectores, el aula presencial no es una sala de reuniones virtual ni un espacio para clicar botones. Es un teatro de la vida donde el idioma cobra cuerpo y alma, donde el alumno tropieza y el profesor le enseña a levantarse. Más Cicerón y menos Kahoot, decía yo en una jornada educativa, y lo repito aquí con todas las letras. ¿Y esas ratios abultadas del entorno digital? ¿Y esos otros problemas de los que no se habla tanto? Mejor no abramos esos melones. Pero antes de que me salga el grinch por estas fechas prefiero consultar con tres compañeras que saben más del tema que yo.
Según me cuenta la Coordinadora de la modalidad a distancia de la EOI de Alicante, el nivel de abandono no es tan diferente al de una clase presencial, pero atiende a la falta de entendimiento del sistema por parte del alumnado, que no ve que tiene que trabajar de forma más individual y autónoma desde casa. Por otra parte, el problema de base de esta modalidad es su puesta en marcha a coste cero: sin formación específica para el profesorado, sin inversión en instalaciones y equipos adecuados y, sobre todo, sin tener en cuenta las exigencias del entorno digital.
Natalia Norte, colega de escuela, lo explica con claridad. Las clases en línea tienen sus ventajas: flexibilidad, accesibilidad, la posibilidad de practicar desde casa. Pero también sus trampas: los niveles de abandono, la desconexión emocional, y la cruel realidad de que no todos los alumnos llegan preparados. Porque el entorno virtual exige disciplina y autonomía, virtudes que no todos tienen o pueden desplegar, y ahí la capacidad del profe de enganchar es fundamental.
Isabel Orellana, otra querida colega con la que compartí pared, me recuerda que no podemos equiparar lo presencial con lo virtual. Cada modalidad tiene su lugar y su público. Hay alumnos que, por trabajo o familia, no pueden asistir a clases presenciales. Para ellos, el modelo en línea es una bendición. Pero intentar replicar la dinámica del aula en un entorno digital es como querer domesticar un tornado. Y sí, los materiales deben adaptarse al medio, no al revés.
Pero, ¿quién escucha a los profesores? Nadie. En lugar de integrar lo digital con cabeza, relegan lo esencial de la enseñanza, lo humano, a un caprichoso algoritmo. Las EOI están en riesgo de ser convertidas en fábricas de certificados, donde el aprendizaje real es tan irrelevante como los discursos de los políticos que las manejan.
El problema no es la tecnología, es cómo se usa. Las plataformas pueden ayudar, pero nunca reemplazar el alma de una clase. Esa chispa que hace que un alumno diga su primera frase con miedo y termine con una carcajada.
¿Y qué nos queda? Una súplica disfrazada de reproche: no entierren aún a la EOI. No conviertan las aulas en mausoleos. La educación pública merece algo mejor que un réquiem mal entonado. Y nosotros, los que aún creemos en ella, también.