Cada crisis absoluta y repentina, como la que nos ha tocado vivir estos días pasados, es un “stress test” social y regulatorio. El corte eléctrico del 28 de abril de 2025 dejó a decenas de millones de personas sin suministro en toda la Península; pero la reacción ciudadana resultó tan serena como lo que cabía prever. Interior confirmó una “normalidad absoluta” sin pillajes ni incidentes graves, desmontando la narrativa apocalíptica que algunos medios propiciaban, y a la que jugó el Partido Popular y VOX pidiendo que el ejército saliera a la calle, pidiendo el nivel 3 de emergencia y disfrazando un estado de alarma.
Ya hace 18 años, el 23 de julio de 2007, Barcelona y su cinturón sufrieron un apagón de cuatro a seis días tras la caída de un cable sobre la subestación de Collblanc y una cadena de fallos en otras seis instalaciones. Afectó a 350.000 cuentas de abonados y casi dos millones de vecinos. Pues bien, en esos días, en Barcelona hubo menos accidentes que nunca, menos robos en domicilios y establecimientos que nunca y ningún altercado público.
Aquella crisis reveló déficits de inversión en la red y desembocó en indemnizaciones. Hoy, la tecnología de monitorización es mucho más sofisticada, pero el corte de 2025 —atribuido preliminarmente a una caída de tensión y no a un ciberataque— demuestra que la fragilidad estructural persiste.
Durante esos días de 2007, sin electricidad, sin alarmas domésticas, sin semáforos y sin poder llamar a la policía, la gente se adaptó y se apoyó en vecinos y conocidos.
La serenidad colectiva no surge de la nada. Durante el confinamiento de 2020, la población española practicó rituales diarios de aplausos y redes de ayuda mutua que fortalecieron el capital social. Estudios sobre bienestar registraron un impulso a la cooperación comunitaria, incluso en pleno estrés sanitario. Esos hábitos -compartir recursos, conversar con desconocidos, cuidar del vecino- reaparecieron espontáneamente la tarde y noche del 28-A, cuando conductores ofrecían traslados, los súpers y colmados permanecieron abiertos y los bares servían con velas en la barra.
Hace un par de semanas, a cuento de ese Kit de resistencia, que nos sugería la UE, oí, por una católica radio, las palabras de una especie de Rambo argentino, quejándose de que la ciudadanía no estuviera armada para poder defender su casa. Decía que el famoso Kit, era un kit para perdedores. Y lo defendía con la retórica del derecho de defensa. Precisamente con las mismas palabras que usan esos que te venden alarmas a porrillo.
El imaginario audiovisual estadounidense —de Fall out a The Last of Us— predispone a anticipar saqueos y violencia, pero la realidad ibérica se alinea mejor con la sociología de Protección Civil: en España predominan absolutamente respuestas cooperativas ante emergencias. Nuestra herencia comunitaria, reforzada por años de fiestas de barrio, de Ampas, de los clubes y peñas y hasta, no lo olvidemos, la experiencia católica de la parroquia genera un “idioma emocional” compartido que desactiva el miedo al otro.
Sí, está comprobado. Somos capaces de estar peleándonos, superar la crisis juntos y continuar peleándonos.
El apagón del 28-A no degeneró en caos porque, igual que en 2007 y durante la COVID-19, la sociedad catalana, española o portuguesa, activó redes de confianza y apoyo mutuo. Donde algunos apuestan por la oscuridad, emergió un laboratorio cívico que refuerza la idea de que la resiliencia no depende solo de infraestructuras críticas, sino de una cultura de vecindad que la normativa puede y debe proteger, cosa que no se hace.