Las mujeres de mi familia han tenido un ir y venir curioso con la Iglesia. Parece que mi bisabuela era una mujer muy piadosa de firmes convicciones. Sin embargo su hija, mi abuela, decía que tenia hilo directo con Dios y que no necesitaba intermediarios, en clara alusión al clero en letras mayúsculas, mientras que su hija, o sea mi madre, volvió al catolicismo más ortodoxo.
Hace un par de días, cuando fui a verla, allí estaba a los 92 años con su libro de lecturas litúrgicas y el rosario enroscado en unos dedos cada vez más delgados, pero extrañamente hábiles con las cuentas. En mi caso, como mi abuela, confieso que no puedo sustraerme a la fe, esa que dicen que es genética, pero por más colegios religiosos en los que haya estudiado, con la Iglesia y su más alta jerarquía topo demasiado a menudo. Sus formas, su lenguaje, los tabúes, la pompa y el boato y todo lo que se oculta con falsas apariencias. Hasta la imagen que proyecta me resulta injusta, una imagen en la que siguen siendo hombres los que mandan y “siervas" las que consagran su vida exactamente igual que ellos.
Cuando veo la labor de muchos sacerdotes de barrio con colectivos y familias desfavorecidas; cuando escucho las historias de esos misioneros y misioneras en países lejanos en donde se juegan literalmente la vida - y hasta la pierden- por un puñado de comida; cuando veo a las hermanas que practican la auténtica caridad en silencio, sin estridencias, con humildad; y cuando veo la impagable labor de instituciones como Caritas, me siento tremendamente injusta y trato de reconciliarme conmigo misma.
El problema es cuando a continuación abro el periódico y con mitra y báculo y revestido de dorado, uno de los que manda en esa Iglesia, callada, humilde, trabajadora y sacrificada, sale diciendo que “el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor ”; cuando además me deja fuera de los dos grupos en que los que divide a los buenos (o tienes vocación para la vida consagrada, o tienes vocación al matrimonio); cuando se mete en el charco de la ideología de género, comparándola hirientemente con una “bomba atómica”; cuando a la fecundación artificial, in vitro, a la que tantas parejas legal y legítimamente recurren en su deseo de crear una familia, la denomina “aquejare químico de laboratorio “; cuando tacha de “plaga“ la homosexualidad, como si fuera una de las diez que azotaron Egipto y acusa a la UNESCO de crear un plan premeditado para “que la mitad de la población mundial sea homosexual “; cuando compara el aborto con crímenes horribles y niega el sacramento de la confirmación a una persona creyente, solo por su género trans. Cuando incluso amenaza públicamente con eso de “El que toque sentimientos religiosos tendrá consecuencias», solo porque las autoridades tratan de aplicar la Ley de Memoria Histórica, es entonces cuando aparece mi abuela y me susurra al oído: "te lo dije, nada de intermediarios”.
Se que ella pensaría diferente si conociera al Papa Francisco, como se que este le reñiría a Don Demetrio Fernandez, Obispo de Córdoba, como a tantos otros, si leyera esas cartas pastorales con las que nos regala tremendas perlas toledanas que ningún favor, ninguno, le hacen a la auténtica Iglesia.