17 de Noviembre de 2022
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Estoy ansioso por leer un día en la prensa dominical un reportaje revelador -quizás exista ya- acerca de un estudio sociológico realizado por una de esas prestigiosas universidades norteamericanas, que sostenga, con datos fehacientes y detallados, que los individuos de la sociedad occidental llevan a cabo hasta diez actividades diferentes automatizadas, o más, en su rutina de todos los días. Una tesis verificable que nos describa como entes robotizados desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, más allá de la autocomplaciente “bendita rutina”. Sería creíble y demoledora: las preceptivas horas de trabajo -o de su búsqueda-, los cursos obligatorios de formación o de promoción interna fuera del horario laboral. Llevar al niño pequeño a las clases de inglés. Recoger a la niña de las catequesis -aunque parece que todo empieza a ser catequesis y adoctrinamiento en nombre del progreso-. Ir al gimnasio a liberar toxinas y tensiones porque nos sentimos fofos, gordos y sobrantes. Coger el coche sin caer en la cuenta de que puede ser la última vez. Quedar con la pareja para hacer la pertinente compra de holgura o subsistencia. Sacar al perro a que haga sus necesidades, aunque en no pocas ocasiones es el perro el que te saca a ti del sweet home hipotecado hasta las tripas con la correa de la angustia puesta. Ir a hacer yoga como un zombi a la academia budista del centro. Qué disparate, pagar por hacer meditación trascendental y por reencontrarse con uno mismo. Después de una jornada estresante queremos contemplarnos humanos, cuando llevamos todo el día activados y en pleno movimiento como un mecanismo. Y llega el fin de semana y también viene planificado de manual: toca bicicleta, barbacoa y la visita ritual al centro comercial. Y ojalá que no tengamos otra vez un compromiso social porque queremos ver tranquilamente por fin el fútbol, que se me había olvidado citarlo. Menos mal que el fútbol es nuestra tabla de salvación y el respiro efusivo de la socialdemocracia, ya que nos demuestra que el dinero no tiene más valor que los principios democráticos, por eso el Mundial se va a celebrar en Catar.

Se trata de hacer cosas. Muchas cosas. Sin pensar. El pensamiento crítico, esa antigualla que servía de catapulta madurativa, es un atraso y una rémora contra la inmediatez y los derechos de usuarios, compradores y consumidores, no creo que haya más de estos tres pueblos en Occidente. Y en el fondo de todo esto es muy probable que palpite aquello que afirmaba Henry David Thoreau de que la mayor parte de los hombres llevan vidas de callada desesperación. El filósofo de la desobediencia civil nunca habló de la desobediencia hacia uno mismo, hacia la repetición acrítica y el autómata que somos.

Lo cierto y verdad, es que vivimos acelerados y programados como el centrifugado de una lavadora; como el cálculo aburrido de cualquier máquina, o sea, la inteligencia artificial antes de la revolución de la inteligencia artificial. Las revoluciones oficiales se dan primero como perversiones ocultas en cobayas humanas.

Es una obviedad que está triunfando el pensamiento tecnológico y será una mayor superstición y menos auténtica que el pensamiento mítico o mágico y anulará por completo al molesto pensamiento racional, una excrecencia del cerebro. Tiene sus apocalípticos y sus integrados, el tiempo -excesivamente veloz y abracadabrante- resolverá su grandeza -su utilidad es incuestionable y dogmática-. Pero este pensamiento contribuirá decisivamente a una rehominización mental y emocional de la especie (traducción eufemística: digitalización). En la escuela ya está rehominizándose con las bondades de las nuevas tecnologías y con metodologías insustanciales e incultas a partes iguales que conducen en maquiavélica operación al desconocimiento generalizado, que es justo lo contrario a la percepción de la libertad. Sin conocimiento no hay albedrío.

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