Aún no gozando de mi simpatía, aún teniendo claro que no es posible ese lujo de detalles en una narración tan plagada de matices después de tanto tiempo, salvo estar construida ex profeso; aún no justificando, en absoluto, que en los últimos años haya dejado como cosa perdida a sus hijos en manos precisamente del "diablo" - según su propio relato -; aún pareciéndome realmente execrable que ahora lapide públicamente a su hija - por dinero - cuando ya fue condenada y pagó su deuda con la justicia; y aún sin asumir que su hijo no tiene la culpa de lo ocurrido y lleve años sin hacer nada por él, voy a reconocerle un único punto positivo a Rociito: ha construido un relato con el que ha puesto nombre a lo que muchas mujeres anónimas padecen, sin saber que eran ellas las auténticas víctimas.
Llevo muchos años oyendo relatos de mujeres, de vidas marcadas por algo mucho más sutil que una bofetada, un empujón, o una patada directa al vientre, incluso estando preñado y siendo testigo de que solo reparan en la crueldad de lo que viven cuando desde fuera les adviertes que eso que sufren no deben seguir soportándolo, porque los malos tratos sin violencia física existen y marcan algo mucho peor que la piel. Marcan el alma.
Una violencia que no entiende de clase social, o educación y tan dañina como la otra. La heroina siempre fue la droga de baja clase, pero la cocaina, limpia, aseada y con mucho estilo, no es menos droga que aquella.
“Eres una madre de mierda", “no sirves ni para echar un buen polvo" “eres un parasito, gastándote mi dinero” “pareces una puta barata con esa falda” “límpiate esa cara de zorra y esos labios pintados" “ni tus hijos te soportan" “algún día te daré lo que te mereces" “hasta el aire que respiras es mío" “eres una guarra que no sabe ni limpiar esta mierda de casa" “¿ a quien te habrás follado hoy ?” “inútil, eres una inútil"... Una vez escuché a una mujer que llevaba más de cincuenta años sufriendo el mismo comportamiento de su marido, cada día: cuando llegaba del bar para comer, casi siempre con dos copas de más, ella le servía la comida y si no le gustaba en exceso, “solo” la miraba, le decía “inútil” y le tiraba el plato al suelo, haciéndole recoger los restos esparcidos. Solo eso. Cada día.
No puedo justificar a las Carlotas Correderas y a los Jorges Javieres de turno que de repente se convierten en adalides de la violencia machista en una cadena que sistemáticamente ha pisoteado a las mujeres y que lo hacen con discursos sesgados y tendenciosos -mirando a cámara con los ojos empañados “ad hoc”- hablando sobre cosas que realmente ignoran y todo, siempre, a golpe de talón. No, no los justifico porque como jurista tampoco puedo compartir que se conviertan en jueces sin juicio y fulminen el sagrado derecho a la presunción de inocencia.
Aquel hombre que tiraba los platos cada día fue denunciado por sus propias hijas. Murió a los pocos meses en un centro donde lo habían internado tras la orden de alejamiento que le impuso un juez de verdad. Y lo hizo solo y me contaron que muy delgado. Cuando tiraba el plato de comida, nunca le pusieron otro. Recuerdo que no sentí ninguna pena.