Eduardo Luis Junquera Cubiles

Rusia, el epicentro de la desinformación (II)

10 de Junio de 2024
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Rusia

Una sospechosa unanimidad caracteriza a los medios financiados por Rusia, incluyendo por supuesto a RT y Sputnik, que no expresan críticas hacia Putin o hacia sus líneas maestras de política exterior e interior, mientras se muestran inmisericordes con Occidente y todas las formas de disidencia interior. Todo lo que rodea la invasión de Ucrania es otro ejemplo perfecto de la desinformación promovida por Rusia. Durante los días inmediatamente anteriores al inicio de la guerra pudimos ver de forma particularmente nítida la perfecta coordinación de los medios de comunicación del Kremlin a la hora de desinformar y confundir, todo pese a los cientos de fotografías e imágenes de satélites que mostraban nada menos que 190.000 soldados rusos en la frontera entre ambos países. Varios de estos medios, vinculados al Servicio Federal de Seguridad (FSB), el Departamento Central de Inteligencia Militar (GU) y el Servicio de Inteligencia Exterior (SVR) de Rusia se dedicaron a decir que los gobiernos y la prensa occidentales que alertaban sobre una posible invasión eran “exagerados” y “alarmistas” y se hallaban presos de una “histeria occidental” con el fin de “arrastrar a Ucrania a la guerra”.

Como era de esperar, una vez consumada la invasión Rusia continuó mintiendo e intoxicando a la opinión pública mundial. Cuando llegaron las primeras ayudas militares a Ucrania los medios cercanos al Kremlin dijeron que “Estados Unidos y la OTAN estaban prolongando la guerra”. News Front y Sputnik mencionaban a supuestos “expertos” que afirmaban que la OTAN estaba “echando leña al fuego”. Además, la Fundación de Cultura Estratégica y la Revista Oriental, ambas dirigidas desde el Servicio de Inteligencia Exterior (SVR), declararon, nada menos, haber demostrado que “la OTAN había provocado la guerra de Ucrania”. Días después de que Estados Unidos y Alemania enviasen a Ucrania los tanques M1 Abrams y Leopard, Rusia acusó a estos países de “rusofobia”. Son estrategias similares a las que usan las tiranías de Oriente Medio cuando reciben críticas a su modelo totalitario que discrimina a la mujer y persigue a las minorías: se parapetan tras la patraña de la “islamofobia” occidental, no sin antes mentir diciendo que el velo, la homofobia y la segregación de las mujeres forman parte del acervo cultural de la región.

Para que algo tan grave como la invasión de Ucrania fuera ampliamente aceptado tanto por la opinión pública rusa como por la del resto del mundo, era necesario apelar a una razón suficientemente poderosa en sí misma. Al menos desde 2017, Putin ha dotado de un significado cada vez mayor a las conmemoraciones de la victoria de la Unión Soviética sobre el nazismo, como una forma de alimentar el orgullo nacionalista del pueblo ruso. Poco antes de la invasión, las webs de propaganda rusa, que solo mencionaron el término “nazismo” a partir de diciembre de 2013, tres meses antes de la anexión ilegal de Crimea, comenzaron a usarlo de nuevo de manera extraordinariamente profusa. Durante las protestas del Maidan, entre noviembre de 2013 y febrero de 2014, algunos manifestantes mostraron imágenes de Stepan Bandera, el líder fascista ucraniano y colaboracionista con los nazis, pero eso no es motivo para que Rusia hable de “gobierno de nazis” para referirse al ejecutivo de Zelenski. Después de apoderarse de Crimea, Rusia desencadenó una rebelión en el este de Ucrania, en las regiones de Donetsk y Luhansk, que fue liderada por separatistas apoyados por Moscú: desde entonces, el enfrentamiento contra las fuerzas ucranianas se ha cobrado unas 14.000 vidas. Durante ese período, algunas milicias de ultraderecha como Pravy Sektor y el Batallón Azov comenzaron a actuar para repeler a los separatistas rusos. Sin embargo, ningún partido ultraderechista o de ideología nazi ha obtenido diputados en el Parlamento ucraniano ni tampoco cuenta con representantes en el Gobierno de Zelensky. Putin menciona el nazismo sabedor del efecto que tiene evocar en la memoria colectiva de los rusos el ataque de Hitler. Así fue como millones de ciudadanos de todo el mundo se convencieron de que, si Putin invadía un país hermano unido a Rusia desde la noche de los tiempos por lazos históricos y culturales profundos, solo podía ser a causa de motivos verdaderamente graves y excepcionales, y qué mejor razón que decir que el nazismo, el símbolo del mal por antonomasia en Rusia y Occidente, se estaba extendiendo de nuevo en el siglo XXI, en este caso en Ucrania.

Vitaliy Shevchenko es el editor jefe del servicio ruso del BBC Monitoring, el sistema de monitoreo de medios de la BBC, y lleva 20 años estudiando el fenómeno de la desinformación en Rusia. El análisis de su equipo no habla solo de la utilización continua de eufemismos como “operación militar especial” para evitar hablar de “guerra” o de “invención de Occidente” para no reconocer ninguna cifra de civiles ucranianos muertos, sino de relatos delirantes como decir que “los ucranianos están recibiendo al ejército ruso con flores y aplausos, y los soldados ucranianos se están rindiendo en masa". Desde dos días después del inicio de la invasión, se recogieron datos que evidenciaban una disminución de la velocidad de conexión a Facebook, Twitter y otras redes sociales en Rusia, lo que dificultaba publicar, descargar o compartir vídeos en estas plataformas. Aunque el Gobierno de Ucrania también ha difundido informaciones que han resultado ser falsas, estas actitudes están lejos de la estrategia de los rusos diseñada con el fin de justificar la guerra.

Cada vez que Rusia sufre un revés militar a manos del ejército ucraniano, el inmenso ecosistema de medios de desinformación financiados por el Kremlin recupera la narrativa de que las minorías rusas están siendo perseguidas en la región del Dombás. Varios medios de comunicación independientes, los expertos en contrarrestar la desinformación y diversas organizaciones internacionales multilaterales de derechos humanos han desacreditado las mentiras rusas, pero millones de personas que llevan décadas engañadas se resisten a cambiar su forma de pensar, tal vez porque, incomprensiblemente, otorgan menos crédito en materia de derechos humanos y transparencia a las democracias occidentales que a Rusia. Sin embargo, el sitio web Polygraph.info, adherido a los estándares más altos de transparencia y verificación del periodismo estadounidense también negó que existan pruebas de genocidio en el Dombás y señaló cómo Putin y altos funcionarios de Rusia ya “habían utilizado vagamente el término genocidio” contra Georgia durante la invasión rusa del país, en 2008.  Esta agresión fue precedida de un ciberataque, una campaña de desinformación y un intento de injerencia rusa en la política interna georgiana. Polygraph.info destacó además que “quizá el incidente más cercano (al genocidio) fue el protagonizado en 2014 por el ejército ruso en Slovyansk, donde las fuerzas ucranianas que reconquistaron la ciudad encontraron una fosa común con 20 cadáveres”. Del mismo modo, el equipo de verificación de datos de la BBC señaló hace un año que no existían pruebas de genocidio en el Dombás. El Consejo de Europa, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y la misión de expertos establecida en el marco del Mecanismo de Moscú de la OSCE concluyeron de forma independiente que tampoco había pruebas de que los rusos étnicos o los rusoparlantes estuvieran sufriendo persecución a manos de las autoridades ucranianas.

Estas estrategias de desinformación no son nuevas: antes de cada invasión, la Alemania nazi elaboraba noticias falsas para engañar a la opinión pública alemana y mundial. En los días anteriores a la anexión de Austria, en 1938, Alemania promovió noticias falsas con el fin de justificar su presencia en el país, hablando de desórdenes en Viena provocados por los comunistas. De esta forma, los ataques, que obedecían al incontenible expansionismo del Tercer Reich, se mostraban como reacciones defensivas. Lo mismo podemos decir de la anexión de los Sudetes y la posterior ocupación de Checoslovaquia, también en 1938: el Ministerio del Reich para la Ilustración Pública y Propaganda, dirigido por Joseph Goebbels, difundió durante semanas noticias inventadas como aquellas que relataban que “mujeres y niños alemanes son aplastados por tanques checos” y otras atrocidades con el fin de que la invasión nazi fuera percibida como un rescate hacia la minoría alemana. Apenas unos meses después, en el verano de 1939, Goebbels preparó la invasión de Polonia ante la opinión pública de Alemania sembrando noticias falsas, ampliamente difundidas por la prensa, hablando de “familias alemanas inocentes apaleadas”. Idénticas estrategias fueron utilizadas la noche del 31 de agosto de 1939, cuando miembros de las SS irrumpieron en una emisora de radio alemana de la frontera de Gleiwitz, haciéndose pasar por saboteadores polacos y emitiendo un mensaje declarando que la emisora estaba en manos polacas. Horas después Alemania invadió Polonia, dando comienzo a la Segunda Guerra Mundial.

Muchas de las personas que comparten noticias falsas no lo hacen conscientemente, al contrario: en no pocas ocasiones están influidas por el llamado “sesgo de confirmación”, un fenómeno cognitivo que afecta a la manera en que interpretamos la información y que nos lleva a buscar y aceptar evidencias que respalden nuestras ideas y prejuicios, mientras tendemos a ignorar la información que las cuestiona. El hecho verdaderamente determinante es que todos disponemos de un teléfono con el que compartir contenidos, de manera que el resultado de difundir propaganda surgida de las fábricas de mentiras al servicio de Putin será, como mínimo, la potenciación de un discurso falso alternativo al relato de los medios occidentales. Con esto no quiero decir que la narrativa occidental sea completamente veraz o esté desprovista de intereses ilegítimos y cuestionables, pero sin ningún tipo de dudas es más ecuánime, transparente y plural que la que proviene de Moscú. Es cuando menos curioso que un líder como Putin, que critica con tanta dureza a los países occidentales, no sea capaz de ofrecer un modelo alternativo más justo, transparente y democrático en todos los órdenes, también en el de la información.

La creación de un relato deshumanizante es el paso previo para atacar, discriminar o aniquilar a un colectivo. Mediante esta narrativa el diferente siempre será percibido por el grupo dominante como un ciudadano con menos derechos. Las tres principales televisiones rusas (en manos del Estado) llevan más de una década deshumanizando a los ucranianos repitiendo sin cesar que no tienen capacidad de elegir un buen gobierno y que no pueden tomar decisiones por sí mismos. Como antes comentábamos, la ultraderecha apenas cosecha votos en Ucrania, pero eso no fue obstáculo para que los rusos calificasen al Gobierno de Zelenski de nazi. En abril del pasado 2023, algunos medios rusos robaron imágenes de drones de la CNN que sobrevolaron Mariupol y llegaron a afirmar que el ejército de Ucrania había destruido la ciudad durante su retirada. Así es como se construye una imagen abyecta de un enemigo con el fin de justificar su aniquilación. El formidable aparato de propaganda del Kremlin continuó promoviendo falsas narrativas, acusando a Ucrania de “genocidio” en la región del Dombás, a través del sitio web “Tragedia en el Dombás”, que según el Washington Post está dirigido por el Departamento Central de Inteligencia Militar ruso (GU). “Tragedia” es de por sí una palabra que evoca un alto grado de emotividad, y todos sabemos ya que apelar a las emociones es una de las claves para manipular a las grandes masas. Como señalan Jonah Berger y Katherine L. Milkman, de la Universidad de Pensilvania, en su estudio sobre los factores que contribuyen a la viralización de un contenido en las redes sociales, “el contenido que provoca emociones de alta estimulación tiene más probabilidades de ser compartido”.

Cualquier publicación de Facebook o de la antigua Twitter que produzca asombro, indignación, ansiedad o rabia, efectivamente es susceptible de convertirse en viral. Christopher Wylie, uno de los miembros del equipo de Cambridge Analytica afirmó que en los estudios realizados por esta empresa se llegó a la conclusión de que “provocar ira e indignación reducía la necesidad de obtener explicaciones racionales y predisponía a los votantes a un estado de ánimo más indiscriminadamente punitivo”. Por eso el bulo que VOX difundió en España en abril de 2021, que decía que “Un menor no acompañado recibe 4.700 euros, mientras tu abuela cobra 426 euros de pensión al mes”, o la mentira de Matteo Salvini, que afirmaba que “el Estado italiano habría dado 35 euros diarios a cada inmigrante” son compartidos de forma masiva y nos inclinan a una opinión determinada. Como resume Andrew Marantz, especialista de la revista The New Yorker en bulos, desinformación y ultraderecha: “cuanto más incendiario es el mensaje y cuanto más alto y más enérgicamente se repite, más atención obtiene”. Mantenemos intacta nuestra capacidad de indignarnos ante algo particularmente injusto, y esa es la razón por la que reaccionamos con tanta celeridad y visceralidad ante determinadas “noticias”, y en muchas ocasiones ni siquiera nos detenemos a comprobar si son o no ciertas antes de compartirlas.

La revista European Economic Review publicó en 2012 un extenso estudio que reunía un conjunto de datos de 20 países durante 140 años de procesos electorales, es decir, 800 elecciones entre 1870 y 2014. La primera conclusión fue que las crisis financieras tienen una influencia capital en el comportamiento de los votantes y contribuyen a que existan altos niveles de incertidumbre política. La polarización política aumentó después de cada una de las crisis financieras a lo largo de los siglos XIX y XX, y los mayores beneficiados fueron los partidos de extrema derecha, que experimentaron en promedio un aumento en su porcentaje de votos de alrededor del 30% en relación con su nivel anterior a la crisis. Ese incremento se mantuvo durante los cinco años posteriores a una crisis financiera de carácter sistémico. Después de las crisis financieras, los votantes se sienten atraídos por el discurso duro contra los inmigrantes u otras minorías raciales. La izquierda, por el contrario, no se benefició de la misma forma por los episodios de inestabilidad económica. La extrema polarización que vivimos en España o en Estados Unidos fue ensayada en Brasil durante 2014, 2015 y 2016, cuando varios medios de la derecha se dedicaron con esmero a deteriorar la imagen de la presidenta Dilma Rousseff, ridiculizándola de muchas maneras, también mediante noticias falsas, con el propósito de que los brasileños vieran con buenos ojos su destitución, que se aprobó en el Senado el 31 de agosto de 2016, no por corrupción o abuso de poder, sino por cuestiones puramente administrativas. Tras una brutal campaña de desinformación e infamias contra una gobernante elegida democráticamente, la población se mostraba inclinada a que se adoptasen medidas excepcionales contra ella. Y lo mismo sucede en todos los lugares en los que se implementan campañas de desprestigio hacia personas o colectivos.

Si las ideas que Rusia promueve a través de su enjambre de medios se imponen, y los casos de corrupción del PSOE y el PP en España lo demuestran con claridad meridiana, todos seremos mayoritariamente escépticos respecto a la honestidad de la clase política, nos desvincularemos de los asuntos públicos y nuestra única y mediocre aspiración será que gobiernen los nuestros, incluso a costa de un deterioro del Estado de Derecho. En ese contexto, los pueblos perderán su espíritu crítico y solo desearán orden, entretenimiento y un mínimo de bienestar económico, pero poco o nada apreciarán valores democráticos como la libertad, la pluralidad, la transparencia o el respeto por la libertad de expresión y los derechos humanos. Más allá de ese escepticismo hacia nuestros políticos, los escenarios de inestabilidad creciente plantean otras preguntas, ¿qué es lo que queda cuando no confiamos en las instituciones? ¿En qué nos apoyamos cuando perdemos la fe en el sistema democrático? Tenemos el ejemplo histórico de lo que sucedió en la República de Weimar (1918-1933), donde nada funcionaba, el Estado era completamente inoperante y la política no respondía a las expectativas de los ciudadanos. ¿Cuál fue para el alemán medio la solución al caos, la crisis económica, la desmesurada inflación y la incertidumbre? Hitler, el líder autoritario, el hombre enérgico que surge en medio del desconcierto y que parece tener la capacidad de imponer un cierto orden, aunque sea a costa de socavar las libertades y el Estado de Derecho. Esa es la razón por la que RT y Sputnik han potenciado siempre la imagen de un Putin fuerte y resolutivo, que se ha convertido en el imaginario colectivo de los rusos en una garantía de orden, estabilidad y pervivencia de los valores religiosos, familiares y ultraconservadores.

Un escenario desconcertante en el que abundan los medios de desinformación evidencia la necesidad de que apoyemos económicamente a la prensa libre y plural (hasta donde pueden serlo grupos financiados también por intereses particulares), que contrastemos las noticias y escudriñemos de forma pormenorizada y crítica lo que se publica. El ruido atronador que escuchamos hoy en España puede dar a entender, efectivamente, que todos nuestros políticos son iguales, pero no es así: cada caso de corrupción que nos ocupa es diferente y tiene sus propias especificidades, y el ciudadano tiene la obligación de informarse para decidir su futuro con responsabilidad y criterio. En un estudio publicado en 2003 en The Journal of Law, Economics, & Organization, Alicia Adsera, Carles Boix y Mark Payne, de la Universidad de Princeton, analizaban la relación entre la corrupción y la “libre circulación de los diarios por persona”, llegando a la conclusión de que cuanto más baja es la circulación de periódicos en un país, más alta es su posición en el índice de corrupción. Otro análisis publicado en 2006 por los economistas Matthew Gentzkow (Standford), Edward L. Glaeser (Harvard) y Claudia Goldin (Harvard), indicaba que la proliferación de una prensa muy orientada hacia la información fue un factor importante en la reducción de la corrupción gubernamental en Estados Unidos entre la Edad Dorada (1870-1890) y la Era Progresista (1891-1929).

No podemos caer en el escepticismo, que es el objetivo de todas estas campañas de desinformación, porque ni los sistemas políticos son iguales ni tampoco los medios de comunicación. Durante los meses anteriores a la salida del Reino Unido de la Unión Europea, la BBC criticó de forma inmisericorde al Gobierno de David Cameron. Trece años antes, la cadena británica también había denunciado con dureza el apoyo del Gobierno de Blair a la invasión de Irak por parte de Estados Unidos. Por el contrario, RT jamás ha manifestado el menor grado de beligerancia hacia Putin, y sus jefes editores son personas cercanas al líder ruso. Muchos de los escándalos que han hecho temblar los cimientos de la política estadounidense han sido desvelados por el periodismo de investigación de periódicos como el Washington Post, el New York Times o el Chicago Tribune o por cadenas de televisión como la CBS, mientras que multitud de periodistas críticos con Putin han sido asesinados o viven exiliados, y son incontables los rivales políticos y empresarios enfrentados al líder ruso que han muerto en extrañas circunstancias.

Los sistemas democráticos occidentales no son perfectos, es evidente, pero eso no significa que las dictaduras que se oponen a ellos sean una alternativa válida. Tras los grandes totalitarismos del siglo XX, el nazismo, el fascismo y el estalinismo, había promesas de libertad, justicia y progreso e incluso de la creación de un “hombre nuevo”, pero la realidad que ofrecieron fue terror, persecución y una violencia implacable contra las disidencias internas. Lo mismo sucede con Rusia, que ocupa la posición 141 de entre 180 países en el índice de corrupción elaborado por Transparencia Internacional. Según Reporteros Sin Fronteras, desde la invasión de Ucrania, en febrero de 2022, casi todos los medios independientes rusos han sido prohibidos, bloqueados o declarados “agentes extranjeros” u “organizaciones indeseables” por el régimen de Putin. No es extraño: las situaciones excepcionales son utilizadas por los tiranos para crear medidas de excepción, y Putin ha aprovechado la guerra para justificar acciones aún más represivas. El resto de los medios de comunicación rusos que permanecen operativos están sometidos a censura. En Rusia no es posible acceder a medios occidentales, como Euronews, France 24, Deutsche Well, Voice of America y Radio Free Europe/Radio Liberty. El Tribunal Supremo ruso prohibió el pasado mes de noviembre el movimiento LGTB al considerarlo “organización extremista”, mientras que la reforma constitucional de 2020 introdujo el concepto de que el matrimonio únicamente es una unión entre un hombre y una mujer, después de que Putin asegurase que, mientras sea presidente, en Rusia no habrá matrimonio homosexual. Rusia también ha aprobado duras restricciones a la libertad de expresión, reunión y asociación. El Ministerio de Justicia ruso añadió en 2023 a 166 personas a la lista de “agentes extranjeros”, una denominación creada para restringir las actividades de los defensores de los derechos humanos y los periodistas. Lo mismo podemos decir acerca de la Ley sobre “organizaciones indeseables”, aprobada en mayo de 2015, cuyo objetivo principal eran las asociaciones independientes rusas por la defensa de los derechos humanos. En marzo de 2024, Rusia se retiró del Consejo de Europa, razón por la cual las víctimas de violaciones de derechos humanos no tienen acceso al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. La tortura y otros malos tratos siguen siendo endémicos en los centros de detención, y los procesos contra sus autores, excepcionales. Persisten los informes sobre secuestros y desapariciones forzadas en Chechenia.

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