Ayer por la mañana el país desayunó conociendo la muerte de Rita Barberá. La ex alcaldesa de Valencia y hasta ahora senadora del grupo mixto, ha muerto en una habitación de hotel de Madrid, por un infarto que ha terminado con su vida a pesar de los esfuerzos que se hicieron por reanimarla. Rápidamente, los medios se hicieron eco de la noticia, que corrió como la pólvora y se convirtió en tema de debate en todos los matinales de radio y televisión. Como había actividad parlamentaria, todo político de tal o cual signo no quiso desaprovechar el momento para expresar su tristeza, pesar o dolor por la pérdida de tan señalado personaje. Especialmente parecían consternados en el que había sido su partido, e incluso todo un ministro como Juan Ignacio Zoido, pudo hacer un hueco en su apretada agenda para ir a visitar el cadáver al hotel. En fin, todo un drama nacional. Y es que cuando hay un muerto de por medio las costumbres españolas dictan que toca el luto y punto, y aquel que ose cuestionar las bondades de un recién difunto podrá ser señalado casi como el autor de su muerte. Porque eso es así. Aquí todos los muertos son buenos.Este casi supersticioso respeto a los muertos está tan anclado a nuestra cultura que es capaz de superar incluso desavenencias ideológicas extremas. Cuentan que al morir Franco la Pasionaria ordenó parar la broma cuando algunos de sus camaradas propusieron brindar con champán para celebrar la noticia. En tiempos más recientes, cuando murió Fraga, pocos fueron los que se atrevieron a recordar su pasado franquista y su protagonismo en la aplicación de sentencias de muerte a miembros de la oposición democrática. Lo mismo sucedió con Carrillo, al que en el día de su muerte la derecha pareció olvidar Paracuellos, y los dirigentes del actual PCE que el eurocomunismo que él propugnó casi destruye al partido.No crean que pienso que eso de respetar a los muertos está mal. Es que simplemente me parece que sacar ahora a relucir las bondades de una persona de la trayectoria de Rita está fuera de todo lugar. En un país en el que la gente está siendo desahuciada, los niños estudian en barracones y los enfermos mueren antes de recibir ayudas a la dependencia, no creo que sea lícito poner de ejemplo de nada a una política relacionada en terribles casos de corrupción. Casos de extraordinaria gravedad, por los que ya nunca podrá ser juzgada, pero que estaban tan claros que hasta su partido se había atrevido a repudiarla, expulsándola de sus filas al grupo mixto.Hoy el Partido Popular –especialista como ningún otro en explotar la tragedia-, ha empezado a señalar a la oposición y a algunos periodistas por la muerte repentina de Rita. Resulta desde luego curioso ver como ex compañeros que hasta ayer evitaban ser relacionados con ella, hoy lamentan la muerte de una persona de la que dicen no se respetó su presunción de inocencia. Podemos e Izquierda Unida se lo han puesto fácil a la hora de preparar su cortina de humo, al negarse sus parlamentarios a secundar el minuto de silencio que por ella se ha guardado en el Congreso. Ese gesto, que ha sido explicado por ellos con el argumento de que no iban a participar en lo que podía considerarse un homenaje político, va a servir a muchos como munición en los próximos días.En todo caso, nada de eso habría importado demasiado. El caso Rita está cerrado, y ya hay malos y buenos en esta historia. Hoy seguramente, muchos de los que se enjugan las lágrimas de cocodrilo respiran en el fondo aliviados por lo sucedido. Rita desaparece, y con ella sus más que probables escándalos de corrupción que iban a salpicar a su ex partido. Al resto de la humanidad nos toca respetar la muerte de una persona, pero eso no significará desde luego que su trayectoria tenga que ser juzgada como inmaculada por nadie. Porque no lo fue, y por mucho que ahora nos vayan a decir lo contrario, Rita no fue el ejemplo de política deseable para nuestro país. Deseo que la tierra aun así le sea leve, a ver si así descansa en paz lejos de la hipocresía de los suyos.
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