La primera vez que estuve en Camboya (1992), Pol Pot todavía estaba vivo y quedaban reductos de Jemeres Rojos en el norte del país. Se veían muy pocos occidentales y, en el hoy uno de los puntos turísticos más importantes de Asia (Angkor), apenas había algunas Guest House, personal de la ONU y Cruz Roja, arqueólogos (en su mayoría japoneses) y algún mochilero, entre los que nos incluíamos. Se podían visitar algunos templos, pero no los de más al norte, y los senderos estaban delimitados con señales de “Peligro, Minas”. La última vez que fui, ya en este siglo, había centenares de hoteles, muchos de cinco estrellas con aquello que a los occidentales nos gusta llamar “lujo asiático”, y bares, discotecas, restaurantes, vuelos en helicóptero y todo lo necesario para satisfacer dos millones y medio de turistas (cifras oficiales de 2017).
El país vecino es Laos, y no dispone de un atractivo turístico como Angkor. Me refiero, a atractivo para el mercado turístico. Cuando estuve, era casi imposible moverse por tierra en época de lluvias, con numerosas carreteras inutilizadas. Pocas cosas sabemos de Laos. Algunas se han sabido con los años.
En 1962, Estados Unidos firmó en Ginebra el acuerdo que declaraba Laos como país neutral y desmilitarizado. No obstante, durante nueve años se descargaron en Laos más bombas que en toda Europa durante toda la Segunda Guerra Mundial, a un ritmo de un bombardeo cada ocho minutos, todos los días de la semana, durante casi nueve años (Odifreddi, “No todos somos americanos”). Sin interrupción: lanzaron unos 260 millones de bombas, la mayoría de racimo, que son bombas preparadas para estallar antes de tocar el suelo, pero muchas de las cuales no estallaban y sembraban la tierra como quien planta minas (https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-37293568) . Ha sido el mayor bombardeo de la historia de la humanidad, y Laos continúa siendo un país desconocido. Las órdenes que lo propiciaron, tanto de Johnson como de Nixon y Kissinger, fueron tomadas sin conocimiento del Congreso. Era un Secreto de Estado. Hay una pregunta que, de tan simple ante tal horror, podemos pasar por alto: ¿puede, un dirigente o gobierno democrático, tomar una decisión así sin consultarle a sus ciudadanos? ¿Hubiese aceptado, el pueblo estadounidense, tal barbaridad?
Muchos países han cometido y cometen barbaridades. Y, ciñéndonos a los democráticos, seguramente EEUU se lleva la palma en los últimos ciento y pico años (con permiso de la monarquía constitucional belga de Leopoldo II) debido a su supremacía mundial y las ansias por mantenerla. Pero a menudo lo hacen con ayuda o soporte moral de otros países, como el de España ante la Guerra de Irak, justificada por las mentiras sobre las armas de destrucción masiva de Sadam, que Aznar esconde en el baño de su casa, y un mejunje de proclamas de guerra contra al-Qaeda, la cual poco o nada tenía que ver con ese país.
Las democracias aceptan los “Secretos de Estado” para, directamente, infringir los Derechos Humanos. Y lo hacen, precisamente, mediante un procedimiento antidemocrático: no sólo sin consultar al pueblo, sino ocultándoselo. Tal proceder se escuda en una de las más nefastas ideas de algo llamado Realpolitik o mal llamado pragmatismo: que, para defender la democracia y la libertad, a veces, hay que infringir la democracia y la libertad. Tal patraña, evidentemente ilógica y para nada pragmática, sirve para defender los intereses de unos pocos. Tales intereses suelen ser económicos y, a veces, ideológicos (de tipo fascista), aunque incluso tras la ideología de algunos “iluminados” (pienso ahora en el Fernández Díaz que ha visto la Virgen) se esconde el interés económico que los sustenta. No son, por tanto, decisiones para defender ninguna democracia ni ninguna libertad que no sea la de un mercado concreto que enriquece unas personas concretas.
Cuanto más grande y poderoso es un Estado, más grandes y brutales son sus Secretos de Estado, porque más poderosas son las clases de su élite económica. Más ancha es su mano, mayor bofetada y mayores secretos ocultos en su puño cerrado.
No obstante, no es el secreto en sí mismo lo pernicioso. Esto lo hemos podido apreciar con el caso WikiLeaks (https://cnnespanol.cnn.com/2016/10/04/las-10-filtraciones-mas- importantes-de-wikileaks-en-sus-10-anos/) y semejantes que han iluminado, gracias a la tecnología, esos rincones oscuros. Con muy poco esfuerzo (vayan a Youtube) uno puede visionar ataques del ejército estadounidense matando civiles de una manera absurda y gratuita cercana a la moral de un videojuego (que es casi como se visionó por la tele la guerra de Irak). Tampoco son ya ningún secreto las torturas en Abu Ghraib o Guantánamo... por el país gran defensor de la democracia y libertad occidental. Si hoy es USA, ayer fueron Reino Unido, Francia o España, cada uno con las salvajadas que se proporciona a sí mismo en su propia época.
La gran diferencia con épocas pasadas es que, hoy en día, la sociedad sabe algunas de estas cosas, y quien no las sabe es porque no quiere, porque cómodamente elige no saber. Entonces, ¿el problema son los Secretos de Estado o que la sociedad prefiere no saber? ¿Sabemos qué armas produce nuestro país y a dónde van a parar y para qué? En el fondo, toda sociedad acaba encontrando un conflicto, un tema, un problema que, para ellos, “justifica” infringir los derechos fundamentales o los Derechos Humanos. Y esas mismas sociedades señalan a otras (probablemente mientras leían señalaban a los EEUU) pero evitan mirarse a sí mismas. Ante tal característica penosamente humana, una posible solución se supuso por encima de los Estados (la UE, la ONU... aunque una ONU hipotética sin vetos en el Consejo de Seguridad, claro) para que mirasen con otros ojos, más libres de intereses. Pero no hay manera: siempre aparece el velo del mercado de esos intereses económicos que acaban dirimiendo qué es aquello susceptible de mirar y aquello necesario de ignorar (el comportamiento de la UE durante la guerra de la ex Yugoslavia, lo deja bastante patente). En el fondo, un reflejo de nuestro comportamiento individual. ¿Será que también anhelamos disponer de unos Secretos de Estado para nosotros mismos? ¿Para hacer y deshacer impunemente sin que nadie nos vea ni juzgue?
Curiosamente, la sociedad actual tiende hacia la hipertransparencia... del individuo, pero no del Estado. Poco a poco la privacidad personal deviene pública o, como mínimo, con posibilidades de verse públicamente (Facebook, Instagram...). Y el mercado celebra que sea por propia voluntad y algarabía de una población que se expone continuamente. Casi cualquier ciudadano de un país democrático, en manos de un hacker habilidoso, tendría comprometida gran parte de su privacidad: saber dónde ha estado en cada momento, qué ha comprado o consumido, qué lee, qué mira, cuáles son sus intereses a raíz de su navegación y búsquedas por internet. Se pierde privacidad no en aras de más seguridad (como a veces se vende) sino en aras de los intereses del mercado. Del mismo modo, los Secretos de Estado se agazapan en proporcionar seguridad, cuando el verdadero motivo es un interés mercantil. Occidente no ha infringido e infringe los Derechos Humanos para “extender la libertad y la democracia”, sino para proteger sus intereses de negocio (de unos pocos, además). No es ya que el mercado sea una parte importante de la política, sino que la política se ha convertido en un simple apartado del mercado. Esta es la democracia del capitalismo extremo.
Vemos, entonces, que nuestras sociedades democráticas no acaban otorgándole más poder al pueblo (los ciudadanos de cada Estado) sino que modifica las formas, cada vez más sofisticadas y espectaculares gracias a la tecnología, para que el verdadero poder se concentre todavía más en unos pocos. Por ello, pocas acciones son tan peligrosas como el desafío de Assange (y otros y otras), porque obligan a los ciudadanos a mirar, a ver aquello que prefieren ignorar cómodamente. Y, así, Assange está prácticamente solo, como aquellos que, ante la certeza que la tierra era redonda y giraba alrededor del sol, o se desdecían o eran quemados en la hoguera. Como se dice de Galileo (y, “se non è vero, è ben trovato”), al salir de abjurar de sus ideas señaló la alegre cola de un perro (como quien disimuladamente señala al suelo) y dijo: “Eppur si muove” (“y, sin embargo, se mueve”, la tierra, aparte de la cola del perro). Esa es la realidad de los Secretos de Estado, por mucho que queramos vendarnos los ojos con la simpática cola de un can.
Recordando la atrocidad de los bombardeos en Laos, ¿se imaginan un Assange, en aquel momento, haciendo pública tal monstruosidad? ¿Podrían haber hecho, los mandamases de turno, lo mismo ante los ojos de su población y de la población mundial? Si opinan que no, recuerden todo lo que se llegó a hacer en Irak, o en Siria... o que ocurre en tantos países ante nuestros ojos (con unos pocos clics, es suficiente para enterarse).
Es una peligrosa falacia creernos que el procedimiento democrático es suficiente para convivir en una sociedad democrática. Este autoengaño, tan cómodo, nos conduce al riesgo de que, incluso, pueda llegar a ponerse en duda tal procedimiento. En la intrincada, compleja y no siempre lineal historia de la humanidad, hay una constante: la reticencia de los que tienen más hacia las reivindicaciones de los que tienen menos. De hecho, la gran pretensión (a menudo disfrazada bajo el concepto de “estabilidad”) es que ni siquiera existan esas reivindicaciones, convencer a los de abajo como sea: que sí es una cuestión divina, una necesidad de ley y derecho, que es inevitable o, incluso, distraer para que no se perciba la injusticia, usualmente dirigiendo la mirada hacia “los otros”, que siempre están a mano, como cuando el fascismo dirige la mirada de la clase media a la baja y la de la baja a la de los pobres o los emigrantes.
En una sociedad (no un Estado) democrática y libre, los ciudadanos deben soportar el peso que les corresponde. Aligerarse esa responsabilidad permite que, aquellos que la acaparan agraciados, la utilicen para sus propios intereses. Y les permite mantenerse arriba menoscabando la libertad de los de abajo, dejándoles una cómoda manta (pero muy fina, cada vez más fina cuanto más abajo uno está). La libertad, aunque parezca una contradicción, no es el hombre desnudo, ese es el despojado, sino el vestido con el peso de la responsabilidad. Ni siquiera las revoluciones causadas por abusos extremos han permitido trasladar la responsabilidad al ciudadano (más allá del simple procedimiento del voto). Tan solo el conocimiento y la educación basados en el pensamiento crítico abren la puerta. Y el pensamiento crítico es fundamentalmente arduo e incómodo, lo contrapuesto a utopías basadas en la felicidad o comodidad (hoy nos acercamos más a Un Mundo Feliz de Huxley que al 1984 de Orwell). ¿Cómo es la educación en nuestros países? ¿Cuánto se destina en los presupuestos? ¿Cuál es el prestigio social del profesorado? Aparte de datos, ¿qué aprenden nuestros hijos para formarse en el pensamiento crítico?
Al respecto, actos como el de Assange nos fuerzan, no tanto a mirar hacia el Estado, como a colocarnos ante el espejo. Y es esta, tal vez, la razón de su soledad: no queremos mirarlo de frente para no ver nuestro reflejo y comprobar que está mirando hacia otro lado. Que, en el fondo, la mayoría prefiere no conocer aquello que nos ocultan. Los Secretos de Estado devienen, así, una válvula de escape de nuestra propia hipocresía, cinismo, desfachatez y de cómo aceptamos la injusticia cuando (creemos) no nos afecta. Craso error: con que solo afecte a un humano, nos afecta a todos, porque aceptar que no es así, es el caldo de cultivo de todo fascismo. Y luego es una sorpresa que empiece a parecer por nuestras democracias. Como los dinosaurios de Monterroso, siempre están aquí, alimentados porque cerramos los ojos. Assange, les caiga mejor o peor, simplemente nos puso unos cuantos dinosaurios ante la cara. Y todo indica que pagará por ello, si no es que ya le han arruinado la vida.