Los buenos oradores están desapareciendo, este podría ser el título para una buena película. Pero no, esta frase dice mucho más que la ociosa fantasía de un film. Es cierto que en esta época nuestra, donde se escribe más de lo que se lee, y en donde los libros, al igual que los títulos universitarios, salen a porrillo, se va descuidando cada vez más el esfuerzo de la buena práctica de la oratoria.
Vemos cómo figuras televisivas y los políticos reparten consignas más que buenos argumentos, mostrando una falta de buena oratoria y preparación, con discursos más propios de tertulianos de corazón que de verdaderos expertos. Es como si en lugar de debatir, estuvieran en un concurso de frases hechas.
El problema en todo esto es que esta gente que se dedica a este mundo de la “farándula politiquera” sabe a quién se está dirigiendo y cómo hacerlo. Por tanto, esa labor educativa del político, como diría el filósofo Antonio Gramsci, se va perdiendo por el camino. Y, viendo el panorama que tenemos, uno no puede evitar pensar que la política se ha convertido en un episodio interminable de “Sálvame”.
Uno podría reírse a carcajadas con lo dicho anteriormente sobre la comparación con este programa del corazón. Y, si no fuera por lo grave del asunto, yo también me reiría. Aunque a veces me da por pensar que vaya casualidad que el declive de dicho espacio televisivo haya coincidido con esta nueva perspectiva de hacer política. Es como si el público en general, ese mismo que siempre tiene razón, del cual hablaba “El pobrecito hablador” (seudónimo de Mariano José de Larra), estuviera ahora más interesado en los dramas políticos que en los amoríos de los famosos.
Ante el absurdo de tal situación, es verdad que el marketing se ha convertido en una herramienta efectiva para hacer llegar a nuestros hogares las telenovelas políticas, donde los personajes (políticos) se meten más en un papel dramático y sentimentalista. Contamos con héroes, villanos y una retahíla de aspirantes a protagonistas. Cada vez más gente quiere interpretar ese papel, sin darse cuenta de las consecuencias sociales que este tipo de sentimentalismo comporta. Como diría el filósofo Guy Debord, vivimos en una “sociedad del espectáculo” donde la política se ha convertido en un mero entretenimiento.
Los personajes populistas son los que mejor representan a este enjambre político. Sus discursos se caracterizan por promesas irrealizables, a menudo presentadas como soluciones rápidas. El problema es que muchas de estas promesas están tan arraigadas en su ideario político que hasta ellos mismos se las creen. Además, fomentan la polarización social, disfrutando de la confrontación y erigiéndose como víctimas cuando son atacados de igual forma, envolviendo a todos en un "nosotros contra ellos".
Atacan la división de poderes, fundamentales para el estado de derecho que tanto ha costado construir, bajo el pretexto de que están siendo perseguidos. También proponen políticas simplistas que, a largo plazo, resultan ineficaces. Es irónico ver cómo algunos de estos políticos populistas disfrutan del estado de bienestar que critican.
Esto es peligroso porque el público descontento con una situación delicada, ya sea económica o social, está predispuesto en su desesperación a escucharlos. En momentos de crisis, es difícil escuchar a la razón más que al corazón. Por eso, sus políticas son sentimentalistas y, a la larga, suelen ser muy dañinas.
Ortega y Gasset, en su obra "La rebelión de las masas", advertía sobre el riesgo de la manipulación de las emociones en la política. Según él, la masa tiende a seguir a líderes que apelan a sus sentimientos más que a su razón, lo que puede llevar a decisiones irracionales y perjudiciales para la sociedad.
Así, y terminando por donde he empezado, no quiero alargar mucho este artículo. La buena oratoria, esa que está en peligro de extinción, no solo se está perdiendo, sino que su ausencia arrastra a la sociedad a un pozo oscuro. Grandes oradores y buenos conversadores políticos, como Cicerón en la antigua Roma, Martin Luther King, Indira Ghandi y Nelson Mandela en el siglo XX, y figuras de la izquierda como Salvador Allende y Luiz Inácio Lula da Silva, son ejemplos de figuras cuya elocuencia y capacidad de persuasión han dejado una huella imborrable.
La relevancia de instruir a la población mediante discursos detallados y bien pensados es inmensa. Estos discursos no solo proporcionan información, sino que también forman y elevan a la sociedad, permitiendo una mejor comprensión de problemas complejos y facilitando la toma de decisiones bien fundamentadas. En la antigüedad, la oratoria era una asignatura fundamental en la educación, especialmente en la Grecia clásica y la Roma antigua. Longinos, en su obra "Sobre lo sublime", destacaba la importancia de la oratoria como una herramienta educativa y de elevación del espíritu. Quizás deberíamos considerar reintroducir la oratoria en los programas de estudios actuales para recuperar esa función educativa y formativa que tanto necesitamos.