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Siesta de agosto

13 de Agosto de 2024
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Siestas de agosto

La siesta, ese “yoga ibérico” como tan acertadamente la describió Camilo José Cela, es un arte, y no de los menores, que forman parte del oficio de vivir; de esa capacidad, de esa actitud y aptitud para disfrutar de la vida que cada vez se está perdiendo más, hasta que se desaparezca definitivamente diluida en el agobio, en la desazón y la pesadumbre a la que insensatamente nos hemos abandonado. La siesta es un camino de perfección, una vía de conocimiento interior que puede, y debe, practicarse todo el año. Pero es en agosto, ese mes que tiene una luz propia que no tiene ningún otro mes, como dice un personaje de la novela titulada precisamente “Luz de Agosto”, donde la siesta alcanza toda su gloria y esplendor. Si nunca han leído “Luz de Agosto” les animo a hacerlo, a adentrarse en esa  maravillosa obra de arte del genial escritor William Faulkner, aquí somos muy de Faulkner. Una novela que suelo releer todos los agostos saboreando y disfrutando de cada capítulo, de cada frase, de cada palabra. Si algo malo tiene esta novela para los que nos gusta juntar palabras es la amarga constatación de que nunca llegaremos a tener siquiera una pequeña parte del inmenso talento de este extraordinario escritor del sur de los Estados Unidos, una región donde ambientó toda su obra, aunque ésta trasciende las fronteras geográficas y se convierte en una reflexión universal sobre la condición humana. Faulkner fue un maestro que desde muy joven ya tuvo la osadía, el descaro, el atrevimiento de decir que podía escribir “Hamlet” la obra maestra de Shakespeare, cuando quisiera. Y no era un farol, era  la pura verdad. Y lo demostró en un puñado de obras maestras.  

Volviendo al no menos excelso arte de la siesta, si uno profundiza en él, si pasa de ser un simple aficionado del montón, a ser un consumado maestro, o al menos un iniciado de este  “yoga ibérico”, se pueden llegar a tener sueños tan alucinantes, tan reales que al término de cada sesión uno puede decir que la vida  de verdad, la que todos anhelamos y por la que suspiramos, está en los sueños que procura la siesta. Y la vida entre siesta y siesta es la vida real, ese desasosiego en sesión continua que nos relatan los telediarios como un moderno y cansino cantar de ciego; la pesadilla que todos conocemos y padecemos.

Ahora los médicos, esos cenizos, esos seres despiadados, esos implacables aguafiestas empeñados en fastidiarnos la vida apartándonos de mala manera, a puros empujones, de los placeres que le dan sentido y la hacen digna de ese hermoso nombre, han dado en decir que la siesta de más de veinte minutos ¡veinte minutos! es mala, muy dañina para la salud por no se sabe qué “desarreglos neurológicos” puede llegar a acarrear, desde luego palabrería no les falta. Pero los buenos españoles, los españoles guardianes de las esencias de la siesta, sabemos que una siesta para ser digna de ese nombre, y no caer en ese espantoso sucedáneo llamado “cabezada” no debe durar menos de dos horas. Si los médicos, siempre atentos a servir al maligno apartándonos de los placeres de la vida, recomiendan esas “cabezadas”, razón de más para no darnos nunca a esa nociva  e insalubre práctica.

Ahora rescato de la memoria un cuento que escribí hace ya unos cuantos años. El relato estaba basado en un sueño que tuve en una siesta. Un sueño tan real, tan vívido, que ya lo he incorporado al resto de recuerdos y no como uno más, sino como uno de los más hermosos de toda mi vida. Esta maravillosa experiencia no puede, de ninguna manera, darse en  el curso de una triste e insulsa “cabezada” sin pena ni gloria. Una experiencia de esta magnitud solo puede venir a través de una extraordinaria, una sublime sesión de siesta.

El relato de esta alucinante experiencia lleva por título “Soñar con la coja” y aunque un sueño así es casi imposible de explicar con palabras, sirviéndome de ellas intento contarlo con la mayor precisión, rigor y exactitud posible. El sueño vino durante la imprescindible, inapelable y obligatoria siesta que siguió a la ingesta de un monumental cocido de los que hacía mi madre en aquella época.

Como por problemas de espacio no  puedo transcribir todo el cuento, me limitaré solo a la narración del sueño: “Fue en ese momento cuando la vi. Estaba aquí mismo, en mi casa, en el piso de arriba, junto a una de las ventanas de la primera planta, una “cámara”, como decimos en La Mancha, una enorme pieza vacía y destartalada que fue granero y pajar muchos años atrás. Un gran espacio rectangular con un techo a dos aguas muy alto, formado por un entramado de vigas de madera con un techo de apretado cañizo cuyas cortezas colgaban como crines de caballo. Al verla, tras un primer momento de asombro e incredulidad, me quedé inmóvil, rígido como una estatua. Era ella, Marilyn Monroe, la que venía hacía mi deslumbrándome con su sonrisa, moviéndose con su suave y maravilloso contoneo de caderas. En ese momento me acordé de una cosa que me contaron. Resulta que hace años había un cura joven en el pueblo que también ejercía como censor de películas, y al verla caminar así en una película, preguntó si es que la señorita era coja, lo que provocó algunas risas contenidas a duras penas. También hubo otro cura censor, éste ya más viejo, que al acabar la proyección de la  película “Con faldas y lo loco” se vio totalmente incapacitado para andar y le tuvieron que sacar a la calle en la silletita de la reina, a causa del tremendo dolor e hinchazón de huevos que sufrió el pobre hombre a fuerza de ver y admirar tanta belleza. Cuentan que estuvo tres días acostado hasta que se le pasó la fiebre y sus venerables partes volvieron a sus proporciones normales.

No sabría explicar la emoción que me embargó al verla acercarse sonriendo, moviendo aquella vibrante anatomía, con esa fascinante y prodigiosa “cojera”. Cuando llegó hasta mí (quise acercarme a ella pero no podía moverme) me puso las manos sobre los hombros y me dijo algo que no entendí. Yo no sabía ni una palabra de inglés (estudiaba francés) pero tampoco importaba mucho. Lo principal era que estaba frente a mí sonriendo y que podía ver y sentir sus formas de diosa, sus increíblemente bien proporcionadas turgencias quemándome como un fuego helado. El sol color calabaza de la tarde que entraba por el ventanal, iluminaba su hermoso rostro y encendía con un cegador destello su cabello platino. Fue un instante de plenitud, un segundo perfecto, de una serenidad, una quietud y dulzura inigualable. Tomé su mano blanca, pequeña y regordeta, y la besé con infinito placer, ella me miró a los ojos y me plantó un beso en los labios que al separarlos sonó como una ventosa despegándose de un cristal. En ese momento la estreché un poco más entre mis brazos preso de un sentimiento de felicidad hasta ahora desconocido; un sentimiento de tan desmesurada magnitud que la realidad nunca podría igualarlo. Desde ese momento tuve claro que esa sensación sólo podía experimentarla en el mágico y misterioso  mundo de los sueños, esa “rendija” por la que vemos parte del paraíso perdido. Marilyn y yo permanecimos abrazados así durante un buen rato, con los ojos cerrados, fundidos en un solo cuerpo, una sola materia envuelta por la fragante luz de calabaza del atardecer.

Un minuto después desperté sudoroso, desorientado y desconcertado. El sueño había terminado. Estuve durante un buen rato sin poder mover ni una pestaña,  anonadado, bloqueado, aturdido, sin poder creer lo que acababa de sucederme. Había tenido un sueño casi real, de ésos que sólo aparecen cada muchos años, si es que lo hacen. No sólo había sido un sueño feliz, era la esencia misma de las fantasías que todos habíamos acariciado en algún momento de nuestras vidas”.

Y aquí acaba la narración del encuentro con Marilyn. El cuento sigue y pueden leer el texto completo, si tienen tiempo y ganas, claro, en Internet: “Soñar con la coja” Alejandro Tello Peñalva.

Lo que me interesa y vengo a reivindicar en este escrito es el poder de la siesta como instrumento, herramienta, artefacto para soñar. Hace ya mucho que no sueño con la “coja”, pero cada vez que me dispongo a llevar a cabo una sesión, ahora sesión doble por imperativo el calor, del llamado “yoga ibérico”, del que soy un ferviente y devoto practicante, me acuerdo de ella. La divina “coja” hace mucho que no aparece, esa es la amarga verdad. Pero hace unos días, la siesta de agosto pareció querer compensarme de la ausencia de la Monroe, regalándome otro maravilloso sueño donde sin saber bien cómo, por obra y gracia de la magia de los sueños, abría la boca y me salía la voz exacta de Fredie Mercury cantando “Friends Will Be Friends” “Los amigos siempre serán amigos” a todo pulmón. Y la cantaba una y otra vez embriagado de una inenarrable sensación de felicidad. Cuando desperté, la maravillosa voz de Fredie Mercury se quedó, naturalmente, en el sueño.

Pero vendrán más siestas, eso espero, y con ellas más oportunidades de soñar, y quién sabe si no podré desgañitarme y recrearme de nuevo haciendo mía la prodigiosa voz del irrepetible cantante británico.  Mientras tanto hay que seguir practicando el noble, amén de saludable, digan lo que digan los malvados galenos, arte de la siesta. Hago mías las palabras del gran Charles Baudelarie en su famoso poema “Embriagaos” donde habla de la necesidad de “estar siempre ebrio para no sentir el horrible peso del Tiempo, que nos destroza los hombros doblegándonos hacia el suelo” (…)  “Si alguna vez os despertáis en la escalinata de un palacio, tumbados sobre la hierba verde de una cuneta o en la lóbrega soledad de vuestro cuarto, menguada o disipada la embriaguez, preguntadle al viento, a la ola, a la estrella, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, canta o habla, preguntad qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el pájaro, el reloj, contestarán: ¡Es hora de embriagarse! Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, embriagaos; ¡embriagaos sin cesar!. De vino, de poesía o de virtud, como os plazca.” O de siesta, ese “yoga ibérico” que al igual que el vino o la poesía, o la virtud, evita ser esclavizados y martirizados por el Tiempo, ese cabrón con pintas que nos trae a mal traer.   

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