Tenía 21 años, estaba en cuarto de carrera, hacía prácticas de verano en Salamanca y Luis Eduardo Aute daba un concierto en “Las Noches del Fonseca", en aquel verano del 90. Y mandaron a la becaria a esperar, mientras duraba el ensayo, para el canutazo al artista.Y allí le pude seguir, en el patio del maravilloso Colegio Fonseca de Salamanca, edificio plateresco, de tipo conventual, organizado alrededor de un claustro. Y Aute ensayó con su equipo, con la voz femenina y maravillosa que le acompaña en este concierto, durante horas y horas.Los periodistas se marcharon, ya no había opción para las entradas en emisoras locales y para la prensa escrita era tarde. Yo, sin moverme. Porque tenía más miedo que a un nublado a mi redactor jefe, un hombre duro, malhablado y con peor estilo, que luego fue un jefazo de El Mundo, y que me había dicho “si no consigues unas declaraciones, no vuelvas”.Y allí seguía, escuchándole, mientras oscurecía, con una temperatura de aquel agosto de fuego, emocionada de poderle escuchar teniendo ya a mí sola como espectadora, pero muerta de miedo por si, al finalizar, no me concedía unas palabras. Y esa era exactamente su intención. Aute, bajó del escenario, serio -como era él-, y relajado para salir por la puerta tras mirarme y decir un “hasta luego”.Casi me muero. Y corrió hacia él, que estaba muy cansado, que en un rato tenía que dar el concierto -a las 22.00 horas y serían las 19.30 h- y que lo sentía. Me dio la espalda. Y no sé bien si grité, lloré o qué hice exactamente, pero -como después de ha ocurrido mil veces en mi vida profesional- viví aquel instante como si no hubiera un mañana. Y sé que le dije: “no puedes hacerme esto, mi madre y yo comparamos todos tus discos, soy tu fan, si no me haces declaraciones igual me echan del periódico…Por favor, ayúdame…”. Y, entonces, sin perder la calma, se dio la vuelta y me dijo, “dale, tienes cinco minutos”. Y yo seguí quejándome, pidiendo, lloriqueando. Y me miró, me puso mi mano en mi hombro y dijo: “tranquila, vamos a joder a ese hijo de puta de tu jefe”. Y no sé si estuve 5, 10, o 30 minutos. Ni idea. Pero en aquel patio del Fonsea plateresco tuve mi historia con Aute mientras él “Pasaba por aquí” y yo supe que siempre siempre “queda la música”, la suya claro.Hoy sé que aquellos minutos (los que fueran) sólo para mí fueron momentos maravillosos, que él me confesaría años después que no recordaba, pero que a mí se me grabaron a fuego en el alma.Así, Aute se convirtió en mi héroe, sin pretenderlo, ni recordarlo, ni valorarlo. Porque así era él. Discreto, distante -hasta que se le conocía mejor y llegaba a conocerte- y generoso sin darse importancia. Y así también pude ir a redacción y presumir de que sólo yo tenía en la ciudad declaraciones de Aute. Nadie me felicitó por ello (la bronca hubiera sido monumental si no lo hubiera conseguido), pero las lecciones del Periodismo se escriben con renglones torcidos. Sólo los periodista de alma y vida lo sienten.Mi madre me enseñó a conocer, admirar y seguir al artista que hoy nos deja, como al alba, huérfanos. Otro de los millones de cosas que sólo a ella tengo que agradecer.
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