El consenso científico no se obtiene de un día para otro, ni de una semana para otra, ni de un mes para otro; se labra con el paso del tiempo a través del estudio y la observación. Y, desde luego, tampoco da vuelcos de 180 grados en tan cortos periodos de tiempo. Las nuevas evidencias necesitan del paso del tiempo para ser validados. ¿Cuánto tiempo creéis que transcurrió desde que apareció el primer científico afirmando tener pruebas de que era la tierra la que giraba a través del sol y no al revés, hasta que dicha teoría fue plenamente aceptada por la comunidad científica?
Cuando a mediados de marzo del 2020 fue declarada la pandemia de la COVID-19, tanto la Organización Mundial de la Salud (OMS) como expertos de todo el mundo –Anthony Fauci incluido–, dijeron públicamente que la población general no debía usar mascarillas porque no protegían contra la COVID-19 y, además, podrían causar diferentes problemas en la salud de quienes las usaran continuadamente.
Las afirmaciones iniciales y oficiales de que las mascarillas no protegían contra el nuevo coronavirus, fueron realizadas con base en la evidencia científica acumulada durante décadas. Si bien no debiéramos necesitar que nos lo confirmase ningún estudio científico, ya que el mero uso del sentido común así tendría advertírselo a cualquier persona mínimamente informada. Las mascarillas –ni las quirúrgicas ni tampoco las N95/P2– no podrían protegernos contra ninguna clase de infección vírica por la más sencilla de las razones: los orificios de sus tejidos suponen para el paso de los virus un impedimento similar al que una red de portería de fútbol supondría para una canica. Vale decir, ningún impedimento.
Tres meses después de la declaración de la pandemia por parte de la OMS, tanto esta última como los expertos que salían en los principales medios de comunicación de todo el mundo, dieron un vuelco de 180 grados a su guión en relación a las mascarillas, y comenzaron a decir que éstas debían de ser usadas como herramienta de protección contra el contagio e infección de la COVID-19.
Los representantes del gobierno español, justificaron tan sorprendente cambio de guión afirmando públicamente que, si anteriormente se dijeron que las mascarillas no protegían contra los virus, fue solo porque todavía no tenían suficientes mascarillas para todos. Todo muy lógico: según ellos resultó más apropiado dejar que el ciudadano saliese despreocupadamente a la calle sin protección alguna frente a un virus presuntamente contagiosísimo y mortal, que prevenirlo para que tomase otras medidas hasta que se consiguieran más mascarillas.
No tomaron por idiotas. Y, lo que es peor, con toda la razón. Bastó comprobar cómo reaccionó la inmensa mayoría de la población ante la imposición de la obligatoriedad del uso de las mascarillas para comprobar el tremendo grado de indigencia mental del ciudadano medio.
Desde ese día en adelante, quien se negase a usar mascarillas o se atreviese a decir que no protegían contra los virus, sería tachado de irresponsable, negacionista, e incluso asesino. En eso lo convertía a uno el conocer el consenso científico y el no dejarse manipular por las falacias transmitidas desde todos los canales de radio y televisión a razón de 24 horas al día durante los 7 días de la semana.
Todavía recuerdo vívidamente el día que Mónica Sanz me entrevistó en “Cuatro al día” para recriminarme que, en la manifestación que yo mismo convoque el 16 de agosto del 2020 en Madrid para denunciar el fraude de la pandemia y la ilegalidad de las medidas que se estaban tomando, hubiésemos acudido miles de personas sin mascarillas. Nunca olvidaré la cara que se le quedó cuando le dije que no tenían ningún derecho a recriminarme nada, ya que ella tampoco llevaba mascarilla pese a estar compartiendo espacio con varios de sus compañeros de trabajo en el plató de televisión.
Tras este intento de encerrona frustrado en el programa “Cuatro al día”, hizo su aparición el conductor de telediarios David Cantero para ponerme verde públicamente. Otro sujeto que justificaba que en los platós de televisión no se usaran mascarillas, tenía la poca vergüenza de criticar –por decirlo suavemente– a quienes decidíamos no llevarlas en otros lugares. Estas son algunas de las perlas que soltó: “pobre Mónica Sanz, qué paciencia y buena educación ha demostrado ante la prepotencia y chulerías y las burradas y las majaderías que le ha soltado un verdadero cretino”; “no cabe dar pábulo a gente así, son un verdadero peligro para todos”; no se puede hacer apología del suicidio colectivo, lo haga Miguel Bosé, Fernando Luis Vizcaíno o Perico de los Palotes ¡Son un peligro real!”
Juzguen ustedes mismos ahora que, a cada día que pasa, son publicados más y más estudios confirmando que las mascarillas no sirvieron para nada, quien fue el chulo prepotente que soltó las verdaderas burradas y quien salió a decir la verdad aun a sabiendas de que toda la maquinaria mediática se pondría a trabajar en su contra. Lo peor de todo es que a estos individuos se les supone profesionales de la información cuando, en realidad, no son más que vulgares marionetas en manos de los poderes fácticos que gobiernan el mundo desde la alargada sombra que proyectan Vanguard y Blackrock.
Los mismos que ponían a caer de un burro a quienes decidíamos no usar mascarillas, tampoco hacían uso de ellas frente a millones de telespectadores que parecían ciegos ante tal desfachatez. Como si el espectador medio estuviese programado para aceptar que los platós de televisión fuesen territorio vetado para el mismo virus que, presuntamente, se estaba propagado por cada rincón del planeta sin que nadie pudiese hacer nada para evitarlo. Una extraña forma de disonancia cognitiva que impedía a la ciudadanía caer en la cuenta de que, los mismos “periodistas” que se dedicaban a meterles miedo al virus durante las 24 horas del día, en realidad parecían no tenerle a éste el más mínimo miedo.
Mientras los ya proclamados mediáticamente como negacionistas, luchaban contra la censura en redes sociales para tratar de hacer llegar a otras personas los videos que la OMS había publicado explicando que las mascarillas no servían como herramienta de protección contra el presunto coronavirus, Fact-checkings como en España lo es “Maldita” advertían que había que tener mucho cuidado con estos videos. Para ello esgrimían como argumento el de que estos videos tenían varios meses de antigüedad y que ahora la versión oficial había cambiado. Y era muy escaso el porcentaje de la población que se preguntaba cómo era posible que, sin ni tan siquiera aportar un solo estudio científico serio, en apenas tres meses el oficialismo hubiese entrado en tales contradicciones, así como ilegitimado de un solo golpe a décadas de consenso científico.
El virus que verdaderamente estaba causando estragos y propagándose por el mundo, no era otro que el virus del miedo. Y su fuente de contagio primordial, era la televisión. Si bien el problema consistía en que, por mucho que desde todos los canales de televisión se tratase de contagiar mancomunadamente a los televidentes con el virus del miedo, lo cierto era que cuando estos salían a la calle, lo que habían escuchado por boca de los mercenarios político-mediáticos, no se traducía en imágenes visuales.
¿Dónde estaba la terrorífica pandemia de la que tan insistentemente se hablaba en la televisión, si uno salía a la calle y no se encontraba ni con gente enferma ni, mucho menos aun, con cadáveres tirados por las aceras?
Se necesitaba de una imagen en las calles que se hallase en consonancia con el relato del miedo. Y la imagen elegida fue la de la mascarilla. Debíamos llevar mascarilla en todo momento para recordarnos unos a otros el presunto peligro que se cernía sobre nosotros allí donde quisiese que fuésemos. De esta forma consiguieron que en todas las calles y plazas de pueblos y ciudades, así como en sus colegios, supermercados, peluquerías y, en definitiva, en cualquier lugar al que uno pudiera acudir, el recordatorio del terror del que las televisiones hablaban, permaneciera siempre presente.
Y esto, la Real Academia Española, lo define como terrorismo.
Cuando unos individuos, en este caso políticos, periodistas y presentadores de programas de televisión, se dedican a infundir terror en la población a través del engaño solo para controlarla, en lo que se convierten es en terroristas. Eso es lo que son actualmente la inmensa mayoría de los políticos y periodistas no solo de este país, sino de la práctica totalidad de los países de los continentes de América, Europa, Oceanía y de no pocos países del continente asiático. Terroristas que se dedicaron a atemorizar a la población para conseguir que tendiera su brazo a una no-vacuna que, de momento y a la espera de comprobar con que objetivo fue inoculada, ya ha matado y enfermado de gravedad a no se sabe cuantas decenas de millones de personas en el mundo. El terrorismo ha cambiado su imagen para obtener un mayor grado de efectividad. A fin de cuentas, por impresionantes que sean los atentados de falsa bandera encubiertos bajo presuntos ataques terroristas –véase el atentado del 11-S de las Torres Gemelas–, nadie sale a la calle temiendo ser víctima de una explosión ni va a consentir que le que vulneren sus derechos más fundamentales como con el pretexto de su protección. Sin embargo, el miedo a un virus invisible que puede infectar mortalmente a cualquiera en el lugar y momento más insospechados, ha demostrado ser mucho más efectivo para conseguir que el 90 y largo % de la población haga y se deje hacer prácticamente lo que sea.
La imposición de la obligatoriedad de las mascarillas fue ilegal por muchas otras razones, aunque ninguna tan grave como la que supuso éste el mayor acto terrorista perpetrado a lo largo de la historia de la humanidad.
Como reza el artículo 15 de La Constitución Española, “todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes”. Y si uno sabía que una mascarilla no iba a protegerle contra ningún virus y, aun así, le obligaron a ponérsela alegando tal falacia, no pudo más que sentirse degradado y humillado si acaso terminó pasando por el aro. Como le pasaría a todo hijo de vecino si le dijeran que lo van a obligar a ponerse un gorro de hojalata para protegerse a sí mismo y quienes le rodean, por ejemplo, de la polución ambiental. Y ni hablar de lo que estarán sintiendo en la actualidad quienes se tragaron el relato oficial y, ya a día de hoy, saben que se pasaron más de dos años intoxicando el aire que respiraban y haciendo el ridículo en vano; algunos de ellos incluso recriminando y acosando a quienes, mucho más inteligentemente que ellos, se negaron a usar tan insalubre herramienta del terror.
Por último quiero añadir que la arbitrariedad con la que fue impuesta la obligatoriedad del uso de las mascarillas fue tal que, por ejemplo, en España –seguramente el país líder en mascarillas en el mundo–, el propio gobierno nunca dispuso de informes médico-científicos que justificasen dicha obligatoriedad. Prueba de ello es la de que fuese precisamente el día 7 de febrero del 2023 cuando se publico la rescisión de su obligatoriedad en el transporte público. Es decir, justo un día antes de que venciera el plazo que, tras la denuncia interpuesta por la asociación Liberum, le dio la Audiencia Nacional para que justificase en base a qué mantenía esta obligatoriedad.
El gobierno español nunca tuvo en su poder ninguna clase de documentación que avalase la obligatoriedad del uso de las mascarillas para combatir al Sars-Cov-2.
Así que ahora solo queda esperar, parece que el día ya está próximo, que rescindan su obligatoriedad en farmacias, hospitales y residencias de ancianos. Y dejen de una vez por todas respirar debidamente a quienes más lo necesitan.
Eso, y lo realmente difícil en un sistema corrupto de cabeza a los pies: que todos los responsables sean juzgados por sus actos terroristas hoy aquí nuevamente descritos.