Raúl Allain

Socialismo: cuando la teoría tropieza con la calle

26 de Agosto de 2025
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El problema llamado España y el Socialismo como solución

Cada vez que escucho a alguien defender el socialismo con pasión, me viene a la cabeza una mezcla de admiración y cautela. Admiración, porque es difícil no simpatizar con una propuesta que busca reducir desigualdades, garantizar derechos básicos y dar voz a quienes históricamente han sido marginados. Cautela, porque sé —por datos y por experiencia en el análisis de fenómenos sociales— que entre lo que se promete y lo que se logra suele haber un abismo más ancho de lo que se admite en el discurso.

En teoría, el socialismo plantea que el Estado debe ser el gran garante del bienestar común. Es un enfoque que apela a la solidaridad, a la idea de que nadie debe quedar atrás. Sin embargo, en la práctica, esa concentración de poder y responsabilidades termina chocando con algo muy humano: la burocracia, la corrupción, la falta de incentivos para innovar y, a veces, la tendencia a confundir igualdad con uniformidad.

Lo he visto en comunidades donde las ayudas estatales, aunque bien intencionadas, terminan generando dependencia y apagando la iniciativa personal. La lógica es comprensible: si el Estado me asegura lo básico, ¿para qué arriesgarme a emprender o innovar? El problema es que, con el tiempo, esa mentalidad erosiona el tejido productivo y deja a la población más vulnerable a cualquier crisis económica o cambio político.

Recuerdo un barrio popular que conocí durante una investigación sobre políticas sociales. El gobierno había implementado un programa para distribuir alimentos a todas las familias por igual, sin considerar diferencias de ingresos o necesidades específicas. Al principio, la medida fue celebrada: todos recibían su paquete de productos, lo que aliviaba la presión del día a día. Pero un año después, varios pequeños negocios locales habían cerrado porque sus ventas se desplomaron. “¿Para qué voy a comprar si me lo dan?”, me comentó un comerciante, resignado. Lo paradójico es que la medida, pensada para fortalecer a la comunidad, terminó debilitando su economía interna.

Otra tensión central del socialismo está en su relación con la libertad individual. Regular la economía para evitar abusos es razonable; pretender controlarla por completo, no tanto. Cuando el Estado decide qué producir, cuánto y para quién, corre el riesgo de convertirse en árbitro absoluto de la vida económica… y política. En más de un país, la justificación de “proteger al pueblo” ha servido para silenciar a quienes piensan distinto. Y cuando se limita el debate, se empobrece no solo la política, sino también la capacidad de encontrar soluciones reales.

Como sociólogo, me llama la atención cómo el socialismo, pese a sus fracasos documentados, mantiene una fuerza simbólica enorme. Tal vez sea porque encarna una promesa moral: la de una sociedad más justa y solidaria. En contextos de desigualdad extrema, esa promesa tiene un atractivo irresistible. El problema es que la moralidad de una causa no garantiza la eficacia de sus métodos. Y ahí es donde la calle —con su economía informal, su diversidad cultural y su complejidad social— pone a prueba cualquier modelo.

Hay, además, un factor cultural que a menudo se pasa por alto. En sociedades donde el mérito personal y la autonomía son valores muy arraigados, imponer un sistema que premie igual al que se esfuerza y al que no lo hace puede generar frustración. Esa frustración no siempre se expresa en protestas o votos en contra; a veces se traduce en apatía, en “trabajar al mínimo” o en buscar salidas informales que el Estado no puede controlar.

También es cierto que muchas críticas al socialismo vienen de un lugar ideológico opuesto y no siempre son objetivas. El capitalismo, con su capacidad de generar desigualdades brutales, tampoco es una panacea. Pero mientras el capitalismo suele ser criticado por su exceso de libertad económica, el socialismo lo es por lo contrario: por su tendencia a restringirla demasiado. En ambos casos, los extremos son problemáticos.

En varias encuestas recientes en América Latina, la población expresa un deseo contradictorio: quiere un Estado fuerte que garantice derechos, pero al mismo tiempo quiere más libertad para decidir cómo y dónde trabajar, emprender o invertir. Esa tensión muestra que la gente no busca un dogma, sino un equilibrio. El problema es que el socialismo, como se ha aplicado en muchos casos, no ha sabido ofrecer ese balance.

El socialismo ha dejado legados valiosos en derechos laborales, acceso a educación y salud. Son logros que no deberían perderse. Sin embargo, también ha demostrado que la justicia social no se construye solo desde arriba, con decretos y planes centralizados. Necesita la participación activa de la sociedad, la creatividad de la gente y un margen de libertad que incentive a aportar más de lo que se recibe.

Quizá el gran error de quienes defienden el socialismo sin matices es olvidar que las personas no somos engranajes idénticos de una máquina colectiva. Somos individuos con motivaciones, talentos y aspiraciones distintas. Y si un sistema no sabe canalizar esa diversidad, termina asfixiándola. La utopía se mantiene en los discursos; las grietas, en la vida diaria. Y la calle, con su crudeza, siempre se encarga de recordarlo.

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