Un año más contemplamos, atónitos, la parafernalia de recepciones, banquetes, besamanos y besaculos organizados con motivo del aniversario de la Constitución. Un año más, políticos de toda ralea, se reúnen para festejar tan magnífica ley "que nos dimos entre todos" (Entre todos los políticos).
En una democracia auténtica, se vería extraño que los servidores públicos se mostraran tan eufóricos. ¿Por qué? Porque una Constitución no es más que la ley que limita su poder. ¿Quién celebraría sus propias limitaciones salvo un completo imbécil?
Pongamos que, los que me leéis, decidís crear una sociedad y contratáis los operarios y administrativos necesarios para hacerla funcionar. ¿No deberíais, los socios, redactar una norma que defina las obligaciones de vuestros empleados, a fin de que no haya riesgo de extralimitación en sus funciones ni tampoco de dejación? Pues eso sería vuestra Constitución.
Una Constitución bien redactada, es aquella que establece limitaciones, solo a los empleados de la sociedad. ¿No estarían locos los socios si otorgaran a sus empleados, más poder del que se reservan para sí mismos? ¿No serías tú un loco, si dotaras al director de tu empresa de poder suficiente para apoderarse de tí?
Una Constitución perfecta incluye siempre los servicios que los empleados están obligados a prestar, como educación y sanidad, pero eso no significa que los socios se obliguen a usarlos. ¿Acaso los que constituyen sociedades gastronómicas se obligan a comer siempre en el local social, prohibiéndose comer en casa, o un restaurante si les apetece?
En una auténtica democracia, también se vería extraño que los mismos que han sido condenados por violar la Constitución aparecieran como sus más fieles valedores. ¿No la violó el Gobierno, no una sino dos veces, al decretar el pandemónico Estado de Alarma? ¿Qué consecuencias ha tenido para los violadores?
¿Y quién puede interpretar una Constitución perfecta? ¡Nadie! Y menos los propios empleados de la sociedad, pues eso sería, para los socios, tanto como perder el control de su empresa. Cualquier interpretación, cualquier cambio que se quiera implementar debe contar, necesariamente, con el permiso expreso de los socios constituyentes.
Pero lo cierto es que, un año más constatamos, con estupefacción, que los políticos que celebran la Constitución son los mismos que la violaron, y la siguen violando, cada día, al aplicar un mandato imperativo que la Constitución prohíbe taxativamente. Y por si fuera poco, llega Alvise y nos propone su cadena perpetua sin posibilidad de revisión, ignorando que las penas se deben orientar siempre, a la reinserción, por expreso mandato constitucional.
Con todo, la violación más violenta fue la que perpetraron los jueces políticos del Tribunal Constitucional el pasado día cinco de noviembre, mientras los valencianos se ahogaban en el barro, a causa de la criminal dejación de funciones de muchos empleados públicos. En la nota informativa 108/24, que publicaron ese día, interpretaron que es factible la imposición de aislamientos domiciliarios, internamientos en centros hospitalarios y hasta el sometimiento obligatorio a vacunación, siempre que se haga con una ley orgánica. ¿Y qué es una ley orgánica? Pues una ley que requiere el voto de la mitad más uno de los parlamentarios, que ya sabemos que votan lo que impone el dictador de su partido (Que ya sabemos que impone lo que quiera el mejor postor)..
Pongamos que, los que me leéis, montáis una sociedad, y cuando menos lo esperáis, unos cuantos de esos empleados que habéis contratado para hacerla funcionar, imponen una ley que obliga a todos los socios a inocularse una sustancia de composición desconocida, con efectos desconocidos, fabricada por una empresa privada, cuyo único fin es el lucro. Si unimos eso al hecho de que esa empresa se lucra más cuanta más gente enferma haya, podemos augurar un futuro nada salubre para esa sociedad, salvo que los socios se pongan las pilas y despidan, urgentemente, a esos empleados felones, a esos violadores que han puesto en riesgo el derecho más esencial: el derecho a proteger la vida. ¿Y no puede ocurrir que los socios, por la razón que sea, no quieran adoptar una decisión tan drástica? Sí, pues siendo soberanos, lo son tanto para actuar como para no hacerlo, pero en ese caso bien se puede decir que la sociedad tiene los días contados porque, obviamente, una sociedad que no valora el derecho a la vida, es una sociedad muerta.