Antes de que las sombras vinieran a golpear el cristal denuestra ventana, la vida seguía igual. Acudíamos al trabajo, hacíamos lacompra, charlábamos con nuestros amigos, tomábamos cerveza en los bares ymasticábamos planes de futuro. El mundo estaba cerca, solo teníamos que estirarel brazo y tomar todo aquello que nos apeteciera (unas vacaciones, un cochenuevo, un móvil de última tecnología, un vestido de catálogo, sin manchas nipolillas familiares...)
Estábamos en Europa, formábamos parte de una civilizaciónmoderna, nos encontrábamos a salvo de la barbarie, de la guerra, de las manossucias mendigando pan o una moneda. Todo lo que nos rodeaba estaba limpio y sien algún momento dejaba de estarlo, no teníamos ningún problema en arrojarlo alos dientes de la basura y volver a empezar. Nos gustaba estar ahí, en la bocade una nueva meta, con el paisaje del éxito a dos centímetros de nuestra lenguade lagartijo. Todo era posible menos morir de una pandemia. Todo podía llevarsea cabo en nuestra imaginación excepto permanecer enclaustrados en casa, presosde nuestras propias miserias.
Lo difícil, ahora, no es resistir en el interior denuestros hogares, sino tener que permanecer a solas con con nosotros mismos.Porque los monstruos que nos habitan no se han ido con el virus, están ahí,dentro de casa, bajo la piel de una naranja, al otro lado de ese espejo que nossaluda cada mañana con un rostro distinto y sin embargo igual al nuestro.
No sé cómo vamos a salir de esta. De momento mi estado esde aletargamiento, pero soy consciente de que la vida ahora se ha detenido, querespiramos despacio, que la ciudad es una utopía situada al otro lado delcristal, algo parecido al decorado de un antiguo teatro que va envejeciendo sinnosotros, que cambia de color, crece y se hace hermosa sin que nuestras manospuedan tocarla. Una ciudad fantasma que acuna el silencio y donde los trinos delos pájaros pueden escucharse con mayor claridad. Una ciudad de cienciaficción, una ciudad cementerio que nos deja contemplarla desde nuestros nichosconfortables.
Y así vivimos, en el encierro, intentando pasar los días dela forma más natural posible, construyendo otros monstruos para que nosacompañen y sean capaces de matar a los monstruos verdaderos. Hacemos pan,galletitas, ayudamos al vecino, homenajeamos a la sanidad pública en losbalcones, lloramos mientras contemplamos las cifras de muertos en lostelediarios. Sin embargo, no hay que olvidar que también delatamos al prójimocuando sale a sacar el perro o creemos que pasa demasiado tiempo fuera de suprisión. Señalamos a todo aquel que no acude a las ocho a aplaudir y que estáfuera del grupo. Porque el grupo ahora es otro monstruo, más grande, másnumeroso, formado por un engranaje infinito de monstruos que nos besan de nocheen la sien.
Puede que después de esto seamos mejores personas, aunqueyo tengo serias dudas. Porque tras las paredes de nuestro hogar sigue habiendohombres que después de apalear a sus mujeres salen al balcón para aplaudir.Todos los engendros que habitan su alma puestos en pie para ovacionar conahínco la violencia.
La palabra mañana ha sido borrada de un plumazo deldiccionario. Solo nos queda un presente interminable donde las horas cabalgansin prisa, suavemente, como si fuesen muchachas ebrias buscando una salidahacia la luz.
Es posible que en el mañana de hoy los monstruos dejen deescribirme y la literatura no sea más que un sueño al otro lado de estarealidad que se desnuda y deja al descubierto un paisaje de árboles grises queya no se saben abrazar.