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Striptease Covid: El neoliberalismo era esto (1 de 2)

12 de Noviembre de 2020
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La pandemia nos ha ido desnudando en un striptease: te saca un guante a lo Gilda, te desabrocha la camisa, el sombrero sale volando sin acertar el colgador y, finalmente, la sociedad queda desnuda mostrándonos los efectos del más crudo neoliberalismo.

Varios aspectos han quedado con el trasero al aire: el modelo económico es más débil de lo que parecía, la sanidad pública renqueaba más de lo supuesto, el sistema educativo ha chocado con las nuevas tecnologías y la falta de inversión, la desigualdad ya estaba aquí, y también ha quedado a la vista el fracaso de nuestra sociedad, como conjunto de ciudadanos solidarios entre ellos. Los políticos, hoy quedan (casi) al margen.

Podemos dar cifras de mejoras, listas y rankings de buena vida, estadísticas democráticas, pero son simples comparaciones con otros países eligiendo comparar lo que nos conviene. Uno se refiere a otra cosa, más bien a dónde se apoya todo ello: las políticas neoliberales, que se fueron acentuando incluso en gobiernos llamados socialistas, fueron transformando la sociedad por la base. Propiciaron el debilitamiento de lo público, cuando no su privatización directa, y extendieron la confusión entre la dignidad del individuo y el beneficio del individualismo, premiando esto último.

Hay, tal vez prodigada por los medios estadounidenses (principalmente Hollywood), una idea que fue cobrando fuerza, la del “self made man”, que deberíamos traducir por “persona hecha a sí misma”, aunque sea cierto que tiene un tinte muy varonil con regusto a bodrio machista, pero que se extiende en general, dando a creer que una persona se puede hacer a sí misma. En el imaginario, esta persona “self made” suele ser alguien que ha triunfado, siempre como sinónimo de riqueza (sin dinero, se triunfa poco). Pero esta persona hecha a sí misma y triunfadora suele dejar un reguero de cadáveres o, como mínimo, de pisoteados: aquellos que, de una manera u otra, han contribuido para que el “sí mismo” suba como la espuma. En tal imaginario, la generosidad, la solidaridad, no existen. Bajo el “self made man” se esconde el eslogan, callado e íntimo, de “pisa o te pisarán”, extremo de una meritocracia falsa que esconde (usualmente bajo las banderas) las desigualdades, incluso culpabilizando de “no ser capaz de hacerse” a aquél o aquella que no tiene las posibilidades o no dispone de los recursos para ello.

La Covid ha dejado el egoísmo de los individuos que conformamos la sociedad al desnudo. Y es por ello que viene el Estado o los dirigentes de turno para ser duros y estrictos, porque a base de recomendaciones que apelan a nuestro sentido y solidaridad, no cumplimos (como tampoco cumplen los dirigentes o la élite, a la famosa cena o botellón con vajilla, medallas y cargos de hace unos días, me remito). Parece que solamente reaccionamos si nos obligan, para regocijo de aquellos que propician esta insolidaridad en aras de obligar al gobierno la postura de la prohibición. Tal vez todo ello tenga que ver con habernos creído que democracia significa votar cada cuatro años y ya está. Tal vez tenga que ver con interpretar que un país se gobierna desde arriba, y que los ciudadanos quedamos exonerados de cualquier responsabilidad (e insisto en el ejemplo de la cena de El Español en Madrid: las élites demuestran que el ejemplo u objetivo es no tener responsabilidad alguna, reyes todos: nadie ha dimitido ni ha sido sancionado, pero tampoco apareció la policía que disuelve un botellón, cuando la diferencia se limita al traje, corbata o uniforme: ¿vieron en las fotos que camareras y camareros “sí” que llevaban máscara? Las élites, pues, propagaron un modelo que solamente las beneficia a ellas, modelo que es una zanahoria atada a un palo para el resto).

No importa mucho qué comunidad autónoma o ciudad: se instaló la sensación que uno podía vivir más o menos igual, pero con mascarilla. Y no, no es así. Porque esa vida “igual” significa continuar siendo individualista, pretender hacerse a sí mismo a base del beneficio personal, y no es que sea bueno o malo, mejor o peor, sino que no es verdad. Es una falsedad porque uno se hace y hace los otros, y los otros le hacen a uno. Ir por libre (entendido como ese Aznar que afirmaba <<a mí nadie me dice cuánto puedo beber>>) no es exactamente libertad. La libertad es cuando todos podemos movernos lo más libremente posible sin chocar, buscando coincidir en el máximo y no en el mínimo (lo contrario a la errónea aplicación del comunismo), pero no que se mueva más quien más tiene mientras el resto se lo mira desde la ventana.

La desnudez del fracaso social es que no sabemos comportarnos de manera solidaria, ni que sea en beneficio propio, así que ya no les digo por generosidad. No sabemos, o no queremos, renunciar a un poquito o bastante para que todos, en conjunto, tengamos un poco más (cosa que podemos relacionar con la paupérrima lucha contra el cambio climático, por ejemplo, o los derechos de los animales).

Ha sido un error, un grave error al parecer de uno, afrontar esta pandemia desde el podio de los vencedores: el escalón político, el económico y el sanitario, mientras el público se lo mira desde la grada. Y esto es lo que falta: la pandemia se debe afrontar, sobre todo, desde el ámbito social, esa gradería de mirones. Sin que ello exonere de responsabilidad y de dar ejemplo (ay, esa maldita cena...) a los dirigentes. El problema es que los dirigentes han perdido credibilidad para pedirle solidaridad a la ciudadanía.

En conjunto, lo miramos desde las gradas, como el público que mira un espectáculo y que no se ve a sí mismo. Y los muertos, a día que escribo más de doscientos, están en la grada, a nuestro lado, y tal vez por ello no los vemos. Desde marzo pasado, la media sale aproximadamente a más de un centenar de muertos por día: como si hubiésemos tenido un terrible atentado a diario durante todos estos meses, cada uno de los días, y disculpen la demagogia (que lo es) pero es que a veces parece que hacemos como si no fueran tantos. Hacemos como si no hubiera muertos (salvo para las víctimas y sus familiares).

La cuestión es que ninguno de esos tres ámbitos (político, económico, sanitario) va a poder reconducir este berenjenal sin una vacuna inminente o la ayuda y colaboración de toda la sociedad. Y hay un aspecto a tener en cuenta, por demagógico que parezca: las personas pertenecientes a la élite del ámbito político y económico no lo van a sufrir en sus carnes. Éstos y éstas, de aquí uno o dos años, seguramente tendrán los mismos sueldos y calidad de vida. En cambio, si la pandemia se alarga, ¿ustedes también? Pero no solamente se trata de calidad de vida, he aquí que se trata de la vida misma. A ritmo de ciento cuarenta muertes diarias (como media desde marzo pasado), que un día pueden ser treinta o ser trescientas... ¿dónde están esas muertes? No lo tengo muy claro, pero ¿tal vez deberíamos visualizar esas muertes para tomar conciencia colectiva? Porque si es sabido que no reaccionamos hasta ver el cadáver de un niño en la playa para preguntarnos sobre esos migrantes que se juegan la vida en una patera, ¿no estaremos manteniendo los muertos por Covid a demasiada distancia? Tampoco tengo muy claro lo siguiente: ¿debería haber una “Tasa Covid” a bancos, financieras, grandes empresas y grandes fortunas para ayudar a todos aquellos que pierden sus ingresos en aras del bien común? El poeta Martí i Pol decía que <<Tot és perfecte i just dins el seu ámbit>>, pero, después de todo, jamás la vida se redujo a un solo ámbito; y el error, tal vez, sea mirarla desde uno solo y olvidando los otros: el ámbito del ser humano son el resto de seres humanos, por sí solo no es nada, ni siquiera el “self made man”.

Ahora bien, ¿realmente a las élites les interesa la solidaridad entre los ciudadanos? ¿O tal vez prefieran ese “cada uno a la suya”?

La historia le demuestra a las élites que la solidaridad y el pensamiento colectivo son la base de cualquier revolución. Esto lo podemos ver en el conato descafeinado que supuso el octubre de 2017 en Cataluña, más allá que simpaticen con ello o no, y por esto a los que primero se reprendió fueron a los Jordis, representantes de la sociedad civil. Lo que está claro es que la fragmentación de la sociedad basada en el interés particular del individuo, anula esta fuerza colectiva. Cabe recalcar que el consumismo no es solamente economía, sino que es la punta de lanza del neoliberalismo hincada en la sociedad. Y el neoliberalismo incide directamente en la moral. Por ello las restricciones que recomiendan los gobiernos se entienden por el bien común hasta cierto punto, ese punto donde el individuo coteja sus necesidades particulares. Por ello, también, la sociedad no se hace cargo solidariamente de los damnificados.

La historia, antes señalada, nos muestra algo de las revoluciones: el coste es muy alto, y hay pérdidas por el camino: irrecuperables, como vidas humanas; y recuperables, como algunas libertades. Hay que añadir cierto escepticismo: en las revoluciones, el resultado final suele distar demasiado del objetivo original. Uno opina que toda revolución exige velocidad, que hablar de “revolución lenta” es un oxímoron, y que los cambios profundos requieren lentitud. Esto lo vemos en la naturaleza y su evolución o, por ejemplo, en el fiasco mediático de la pretendida revolución de la “Primavera Árabe”. Quien conozca mínimamente Egipto, o Túnez, ante aquellas concentraciones en, por ejemplo, Midan Tahrir, creo que se preguntaba lo siguiente: <<¿Cómo pretenden cambiar algo en dos días? ¡Es imposible!>>.

Requiere tiempo, sobre todo educación, enseñanza y formación en el pensamiento crítico y autónomo, algo en lo que el procedimiento neoliberal no está dispuesto a invertir. Lo mismo en nuestras casas (países o naciones) occidentales: nuestra superioridad tecnológica no debería obnubilarnos. Y el neoliberalismo ha supuesto un retroceso.

Hay un aspecto muy interesante del neoliberalismo que se ha ido extendiendo por nuestros países. Siendo todavía más un procedimiento que un sistema, dedicado principalmente a destruir lo público en favor del beneficio privado, ha calado en todos los estratos o clases de la sociedad. Moviéndonos y escuchando, no es difícil encontrar personas defensoras de ese “el dinero lo puede comprar todo, ergo el dinero lo es todo, ergo por el dinero vale todo”, y que son grandes perjudicados de tal planteamiento, pero, sin embargo, abogan por ello y lo defienden. No es sencillamente una cuestión de educación o cultura, sino algo mucho más complejo, pero de más fácil transmisión y velocidad que la cultura o la educación. Es un procedimiento que se sirve, sobre todo, de la velocidad y de la potencia (excluyendo la veracidad) de las ideas. Renunciando a la lentitud hay algo que se pierde. El neoliberalismo invade nuestro tiempo, incluso el más privado y propio como el ocio, convirtiéndolo en un consumible más. Corremos más que nosotros mismos, y considerar la lentitud un anacronismo no es una patente de verdad. Ese algo, ese pequeño intangible, esa nimiedad sin un valor concreto, ha sido un punto de apoyo trabajado lentamente por el ser humano en el intento de hacerse a sí mismo, no como “self made man”, sino como partícipe de algo más grande: la humanidad. Y algo de esto queda reflejado en las acciones insolidarias de aquellos que se van en masa a la Sierra o el Montseny, de los que iban a la casita de la playa durante el confinamiento, como si la pandemia no fuera con ellos. Y, de igual manera, se refleja en aquellos sin pérdida de sueldo, incluso los que bajo un Erte y cobrando su 70% se olvidan de aquellos que apenas ingresan el 10 o el 20%; los cuales, a su vez, no recuerdan o piensan en esos que buscaban trabajo y que durante bastantes meses (o años) pocas oportunidades tendrán. No hablo de compasión, que tiene un punto de condescendencia y acaba satisfaciéndose a sí misma y tendiendo a la pasividad, sino de solidaridad, que es activa.

Todo lo tratado, nos conduce a dos pequeñas citas. Pertenecen a un librito de entrevistas del tristemente fallecido demasiado joven Carles Capdevila (filósofo y periodista catalán).

Por un lado, y traduzco del catalán, aprende de Zygmunt Bauman que <<el presente está presidido por un divorcio entre el poder (la capacidad de hacer cosas) y la política (la capacidad de decidir qué se debe hacer)>>; algo que esta pandemia ha dejado al descubierto de manera obscena. Por otro lado, Tzvetan Todorov le explica que, si previamente la democracia era atacada desde fuera (nazismo, fascismo, comunismo), ahora es atacada desde su interior. Y recuerda las dificultades de Obama para aplicar reformas sociales muy poco revolucionarias (una cierta redistribución de riqueza, una asistencia sanitaria más amplia) al ser tachadas de comunistas. ¿Les suena? Es esa incompatibilidad del neoliberalismo con la democracia, entendida como que el poder recaiga en el pueblo.

Conseguir ese divorcio entre poder y política tiene mucho que ver con el parloteo, el show del insulto y esparcir la idea de que todos los políticos son iguales y que la política no sirve para nada. Quedar, Trump o Bolsonaro o Abascal o Arrimadas como fantoches, no les importa mucho, pues incluso si pierden, ese neoliberalismo gana (aparte de que, si se fijan, todos ellos suelen tener la vida solucionada al salir de la política). Y todo esto tiene que ver con esa nimiedad sin valor monetario expulsada de nuestras vidas por la idea férrea del dinero y el beneficio propio. También lo podemos relacionar con todos esos actos de insolidaridad durante la pandemia: el fracaso como sociedad si no es a base de prohibiciones, que es otro triunfo de este nuevo fascismo que, habiendo aprendido de la historia, sí que avanza lentamente y con pie firme. Y ya se lame las mieles.

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