El neoliberalismo, mediante la globalización, ha conseguido que las partes (los Estados) se relacionen con un todo que ya no es el mundo, sino las leyes del mercado. La asimilación de ello conduce los Estados a desentenderse de cualquier aspecto moral, que queda en manos externas (Open Arms, Amnistía Internacional, Green Peace) que, incluso, son “atacadas” por los mismos Estados. El vacío moral resultante en el mundo político es ocupado por el hoy llamado Trumpismo (y que acoge a tantos otros líderes) que queda eximido de cualquier categorización moral, al menos por sus votantes y medios afines. Paradójicamente, la misma desigualdad e injusticia que provoca el neoliberalismo, una vez des-moralizada la política y la sociedad, permite la cosecha de votos entre aquellos que lo sufren.
Por ejemplo, es curioso señalar como en estas elecciones estadounidenses, los hispanos de Texas, sobre todo de la zona más fronteriza y con más casos de Covid, han pasado masivamente del partido demócrata al republicano (https://www.nytimes.com/interactive/2020/11/05/us/texas-election-results.html ). Es decir, emigrantes de origen hispano y con alta tasa de Covid, cambian de bando y votan al que quiere construir un muro, que repatría hispanos y que no hace nada por evitar la pandemia. Decir que son tontos, como un obrero votante de PP, C’s o Vox, es incapacitarse para resolver el problema.
Biden ha conseguido sumar para ser presidente, pero esto no debe ocultar que Trump ha recibido el apoyo de más de 70 millones de votantes (8 millones más que en las anteriores elecciones), siendo tras la candidatura de Biden la que más votos ha obtenido jamás. El descontento ante un sistema gobernado por un establishment muy lejano a la ciudadanía (élites políticas, económicas y financieras) no puede afrontarse como un avestruz, pues entonces el neoliberalismo más duro utiliza los planteamientos de la ultraderecha para recoger ese mismo descontento. Muchos no votan por ideología, sino por hartazgo y desconfianza, con un punto de “je m’en fous” general, un sentimiento de abandono ante el que no importa quemar las naves si lo recoge la bandera.
Lo anterior no significa que el Estado deba asumir un rol de guía moral, ni mucho menos, más bien critica el extremo que su política y justicia sean ajenas a toda moralidad. Es evidente que ni la noción de justicia ni de lo bueno (o éticamente correcto) pueden llevarse al límite de la objetividad o universalismo, pues ni siquiera los Derechos Humanos fundamentales son compartidos enteramente por toda la humanidad (aún menos si, de la teoría, pasamos a hablar de su aplicación); pero, ¿realmente la solución es evitar todo cuestionamiento moral cediéndose a unas leyes del mercado que favorecen a unos pocos?
El carácter moral del Estado deben dárselo los ciudadanos y, en una democracia, tienen dos maneras: votando y mediante el activismo social. “Votar” es también un activismo, pero limitado: la acción (el voto) está restringida tanto por el tiempo (sólo se vota cuando hay elecciones) como por el lugar (el voto sólo se dirige a los partidos presentados, y tal como vemos, por ejemplo, en USA, las opciones pueden ser pocas). El activismo social no tiene estas limitaciones, y como cualquier acto de más libertad (ergo, más responsabilidad) es más difícil adscribirse a él que a un acto más limitado. Por ello, en los países democráticos es más enemigo del neoliberalismo el activismo que el voto puntual, sobre todo si las opciones de voto o las posibilidades legislativas están restringidas a unas leyes del mercado supra- estatales, es decir, por encima del voto de los ciudadanos. Casi todos los avances relacionados con el aspecto moral de la justicia (discriminación racial, por género, orientación sexual o minorías culturales) se han propiciado desde el activismo, y no desde la obediencia constitucional que, como vemos en la historia y en el presente, es permeable a la injusticia. Por mucho que una Constitución considere esa moralidad en su redacción, luego queda sujeta a su capacidad (o intención) de aplicación. El neoliberalismo vuelve a aparecer aquí dictaminando qué es aplicable y qué no respecto a las leyes del mercado.
Por todo ello, al neoliberalismo no le interesa ser un sistema, sino un procedimiento (adaptable a sistemas democráticos, dictaduras post comunistas o islámicas, etcétera). La extensión, entre la ciudadanía, del consumismo como modo de relación buscando el beneficio propio, permite debilitar el activismo social dejando la capacidad de decisión (incluso de opinión e información) del pueblo ceñido a los estrechos márgenes del voto puntual y la política que se deriva. Tal restricción de las libertades queda difuminada por la aparición de la “libertad de consumo” como un sustitutivo, como una libertad más elevada para el egoísmo personal (un ejemplo sería la postura de Ayuso ante la pandemia).
En el momento que el ciudadano agarra con fuerza el cetro de la libertad de consumo, suelta la posibilidad de otras libertades que, a priori, no parecen tan necesarias por no tener un valor material. Pero, a la larga, esto no es así: ese valor moral también es material, y lo vemos en las consecuencias que ha desnudado la pandemia. El neoliberalismo como procedimiento y el consumismo como comportamiento, debilitan la sociedad tanto en el ámbito de cohesión pública como de enriquecimiento moral y cultural del ciudadano. Son unos costes de muy lenta recuperación, y los beneficios de esa pérdida (como demuestran las cifras) se van en emolumentos y calidad de vida a unas élites muy concretas, aumentando la desigualdad en la sociedad.
La verdadera crisis va mucho más allá de lo económico, incluso de lo sanitario, es una crisis silenciosa de educación social y pensamiento crítico. Sin pensamiento crítico no hay discrepancia, sin discrepancia no hay voz para las minorías y la democracia acaba siendo una sola voz, preludio del totalitarismo. Incluso la moralidad exige un mínimo de autonomía y decisión, y ello requiere alternativas: la unicidad acaba con cualquier atisbo de una moral humana, restringiéndose a la limitada por una nación, religión o ideología. También la fragmentación del conocimiento en aras de la especialización, no es sino llevar la máxima del beneficio al ámbito de la educación. Y todo esto no se resuelve en un santiamén. Porque si uno ve los demás como simples útiles para sacar beneficio, a la larga, la democracia deja de tener sentido y solamente son necesarias las leyes del mercado (algo que les recordará en qué se ha convertido la globalización). Neoliberalismo y democracia son incompatibles. Por tanto, neoliberalismo e igualdad también son inconciliables. Y, ni siquiera desnudos, hacemos nada. Peor que el rey desnudo, del que se reían sus súbditos: de nosotros se ríen las élites.
Pero, ¿por qué el neoliberalismo, que aboga por una globalización de las leyes del mercado, tiende, a su vez, hacia el nacionalismo? Puede parecer un contrasentido, no obstante, uno es del parecer que ambas direcciones confluyen en un aspecto: salvaguardar, e incluso potenciar, las desigualdades como algo irremediable e, incluso, “justo” o merecido. Para ello tales desigualdades se eliminan o se ocultan del debate político (tanto a nivel extra-nacional como intra-nacional). El nacionalismo se sirve de un concepto muy ligado al patriotismo: lealtad a un conjunto abstracto por encima de los individuos que conforman la sociedad. Podría parecer que esto conlleva una cierta solidaridad, que no es compatible con el beneficio propio y egoísta del consumismo, que nos llevaría a una defensa del interés público, aunque sea limitándolo al ámbito intra-nacional. Pero no es así.
En primer lugar, hacer referencia a que las desigualdades inter-nacionales son aceptadas y asumidas, no solo referente a calidad de vida, sino al valor de la vida misma o a nivel de los Derechos Humanos que firmamos. Tal desigualdad se asume si es en beneficio del Estado propio. El ejemplo del trato dado al Open Arms por los Estados, o la venta de armas a Arabia Saudí, son dos fáciles ejemplos de una lista larguísima. La incomodidad moral, aquí, queda desvaída por la lejanía emocional que nos suponen “los otros”.
Ahora bien, ¿por qué se extiende el nacionalismo como lealtad a algo abstracto por encima del bien y la justicia e igualdad de sus ciudadanos? Aunque la cultura estadounidense (Hollywood mediante) nos ha ido introduciendo el concepto Self Made Man como caballo de Troya del debilitamiento de lo público, hay una diferencia histórica a tener en cuenta. Tal justificación histórica, y disculpen el simplismo, se basaría en las enormes distancias geográficas y la poca población en la base cultural de ese país. Es decir, que la protección del individuo se basaba enormemente en sí mismo (y con armas) y en grupos o colectivos muy reducidos. En este contexto histórico, el Self Made Man sí podía ser una necesidad de supervivencia. Algo muy arraigado en el imaginativo estadounidense, trasladado a ese héroe que siempre aparece como salvador individual, muy pocas veces siendo un esfuerzo colectivo o cooperativo.
En Europa, esto no es así. Por mucho que la Revolución Francesa bebiese de la americana, bebió de la teoría y, como también actualmente podemos ver, la teoría intelectual norteamericana dista mucho de su imaginario popular (aunque esto les permite, muchas veces, llegar más lejos que la europea). Los nacionalismos europeos son muy diferentes del estadounidense. Este último es mucho más inter-nacional, proyectado hacia afuera (seguramente por razones de expansión económica) reservando a nivel interno un patriotismo menos conflictivo al basarse en el imaginario popular. Los nacionalismos europeos, en cambio, son más intra-nacionales (seguramente por razones de protección o salvaguarda de la cultura propia, rodeada de naciones con otras culturas y las constantes guerras históricas. Y recordemos que en USA la diversidad es intra-estatal, pero en los países europeos esa diversidad suele recaer en lo extranjero, generalmente a pocos centenares de quilómetros de distancia).
El nacionalismo extra-nacional de USA puede representar un beneficio para la población del Estado (de allí el Make America Great Again), por mucho que gran parte de ese beneficio recaiga en sus élites y se deba recurrir al Self Made Man para justificar la desigualdad (si eres pobre, es tu responsabilidad por no haberte hecho a ti mismo).
No obstante, en Europa, ¿por qué el nacionalismo intra-nacional consigue ocultar las desigualdades? El consumismo como objetivo del beneficio personal, punta de lanza del neoliberalismo, explica que países con un avanzado sistema de bienestar público como Suecia empiecen a caer en el nacionalismo, si se achaca la pérdida de beneficio personal a la presencia de extranjeros. Pero esto no es suficiente. Prácticamente todos los Estados europeos tienen una tradición de gobernanza basada en una tradición monárquica y de corte que justificaban la desigualdad. Esta élite, aunque hoy en día sea de carácter económico financiero (muchos países son ya repúblicas) continúan teniendo el intra- nacionalismo como salvaguarda de ese poder. Podemos ver, por ejemplo, como una vez establecida la ley del mercado en el ámbito europeo, temiendo el siguiente paso hacia la llamada “Europa de los ciudadanos”, rápidamente aparece el euroescepticismo en esas élites. Cómo no: la idea de una Unión Europea amiga para el enriquecimiento mercantil, pasa a ser enemiga cuando hablamos del poder y el control por parte de la ciudadanía. Este intra-nacionalismo se sirve de una tradición de justificación u ocultación de las desigualdades sin la excusa (falsa) del enriquecimiento nacional del inter-nacionalismo estadounidense (los británicos estarían entre dos aguas, y tal vez la salvación de Europa pasaría por involucrarlos más).
El procedimiento del Trumpismo o de Steve Bannon, no cala igual en la sociedad estadounidense que en la europea. En la primera es mucho más fácil su propagación, pues el contexto histórico le es una base propicia, pero la inestabilidad interior es mucho más débil al ser su sociedad mucho más diversa (excepto en zonas rurales) y puede ser contrarrestada con una cierta solidaridad intergrupal, de los centenares o miles de minorías que conforman su población. En Europa, exceptuando unas pocas grandes ciudades, la diversidad es poca, y la inestabilidad tiene mayores riesgos. Al ser la solidaridad intergrupal más débil, se condicionan las posibilidades de cuestionamiento del nacionalismo, paso primero para cuestionar las desigualdades que benefician a las élites, y paso necesario para cuestionar el procedimiento neoliberal que debilita lo público y las posibilidades de la sociedad. No es baladí recordar ahora que, al inicio de la pandemia, un gobierno socialista en coalición con un partido nacido del activismo, se rodease de banderas, discursos patrios de tono bélico y de militares con medallas. Ni, tampoco, recordar como los neoliberales (PP, C’s, Vox), que no dudan en reducir lo público en aras del beneficio privado, se escudan en reclamar la “libertad” para defender los intereses mercantiles.
El neoliberalismo no está por debajo del nacionalismo, sino que este es una herramienta del primero. La lealtad y sacrificio que requiere el nacionalismo es incompatible con el valor de la vida de las personas, con el valor individual de cada una de ellas. Para el neoliberalismo no hay personas, sino consumidores, procuradores de beneficio. Los muertos devienen cifras, sean de migrantes en el mar o víctimas de la pandemia, sin ningún valor. Los ciudadanos son meros votantes cada vez más restringidos a elegir entre partidos que no infrinjan las leyes del mercado, y cuando un Estado adquiere un gobierno contrario al procedimiento neoliberal, ya saben lo que le ocurre. Si no es mediante la ayuda del activismo social, muy difícil lo van a tener los ciudadanos para no ser pasto de una desigualdad creciente, de una justicia hecha a medida para reprimir cualquier divergencia, y de una libertad que vaya más allá de la libertad de consumo.
Los defensores del patriotismo afirman que es necesario que los ciudadanos se identifiquen con su Estado-nación. Pero, ¿es esto realmente necesario? Aparte que tal identificación con un modelo “por arriba” suele ser incompatible con algunas minorías, tal identificación comporta que, cuando las élites señalan algo (otro país, una persona, una cultura, una ideología...) como agresora, los ciudadanos “deben” sentirse agredidos. Y ahí el nacionalismo introduce un pie. ¿No sería suficiente con sentirse partícipe del conjunto de la ciudadanía?
Pero, esta última opción, la “participación”, exige un activismo superior a votar cada 4 años, cosa que el patriotismo no exige (excepto si los individuos son llamados a rebato por la bandera). El patriotismo se condecora a sí mismo por redactar y recitar una hermosa Constitución que hable de libertades, igualdad y justicia; la pertenencia, en cambio, se preocupa de si ello se aplica correctamente a todos los ciudadanos. Vemos continuamente como en mor de la patria es sencillo justificar el incumplimiento de los derechos (torturas, guerras, encarcelamientos...). Lo que quiero decir es que ni el patriotismo ni el nacionalismo exigen que se apliquen esos derechos a todos los individuos por igual, pues quedan supeditados bajo el bien de la patria o nación, que no es lo mismo que el “bien común”. El alto patriotismo en USA, por ejemplo, no invita a una sanidad pública universal que beneficie a todos los ciudadanos por igual, pero sí a empezar una guerra para controlar pozos de petróleo o derrocar el gobierno de un país no afín a sus políticas económicas. Y no hay que caer en el error que nuestros países son moralmente superiores, pues aparte de ir siguiendo este modelo (sólo hay que ver la americanización cultural, económica y política de nuestras sociedades) nuestros países se acercan bastante a estas políticas acorde con sus capacidades.
Al final de la primera Blade Runner (sí, sí, adrede un ejemplo de Hollywood), el replicante encarnado por Rutger Hauer decide salvar la vida de su perseguidor y justiciero, Harrison Ford. Se nos dice que es debido a que amaba la vida, no su vida, sino la vida en sí, incluyendo la del “otro” por mucho que este quiera acabar con él. La trampa es que el replicante sabe de su fecha de caducidad y vive continuamente acorde a ello; nosotros, en cambio, esperando la muerte siempre muy lejana y apartándola de nuestras vidas, vivimos como si inmortales. Eso es, tal vez, lo que más envidia el replicante, pero es una de las causas de nuestra in-actividad referente al valor de lo vivo. El replicante acaba respetando toda vida, no como algo abstracto, sino cada vida particular, incluyendo la paloma que suelta, los animales, la naturaleza.
La percepción del sufrimiento o dolor del otro disminuye a medida que aumenta la distancia, que suele ser física, pero no siempre es así. Patriotismo y nacionalismo, simulando un sentimiento de lealtad “por arriba”, saltan por encima de las vidas de las personas. En su afán por englobarlas a todas (las pertenecientes al Estado o nación) acaban abrazando un concepto abstracto totalmente despersonalizado. Desde este patriotismo y nacionalismo se empezó a tratar la Covid, y las víctimas han devenido meras cifras, y el comportamiento social ha pecado bastante de imprudente pensando en el beneficio propio (con el empuje de un Estado incapaz de compensar la pérdida de ese beneficio). La crisis económica resultante puede afrontarse desde la solidaridad, cierto, pero también es un terreno abonado para que, haciendo uso de ese patriotismo y nacionalismo, el procedimiento neoliberal tome con más fuerza las riendas de nuestras vidas.